Contrapunto
La imagen de una mujer bordando desapareció hace ya tiempo de los manuales escolares. Era preciso romper con el estereotipo de mujer encerrada en el ámbito doméstico, que entretiene sus ocios como si fuera una dama medieval a la espera del regreso del guerrero. Tal justa causa empujó a los bastidores a la clandestinidad. Pero ya se sabe que los libros escolares van siempre desfasados. Para ponerse al día, tendrían que registrar que desde hace algunos años, al menos en Francia, el bordado vuelve a estar de moda y ellas no se recatan de practicarlo. (Me resisto a emplear aquí el ellas/ellos: uno es fruto de la educación sexista).
Según cuenta un reportaje de Le Monde, desde principios de los años noventa el bordado experimenta un florecimiento espectacular con boutiques especializadas, concursos y exposiciones, clubs. Lo practican no sólo damas jubiladas, sino también mujeres activas, que compaginan trabajo, hogar y punto de cruz. No es una nueva carga sobre las espaldas de la superwoman, sino un exponente del ocio creativo y libremente elegido. «¿Por qué tener vergüenza de reconocer que se prefiere bordar a hacer escalada?», pregunta la dueña de una mercería.
Una vez roto el tabú, se descubren múltiples efectos positivos de la afición a bordar. Relajante: «Concentrarse en el diagrama permite despejar la cabeza». Lúdico y estimulante: «En estos tiempos del listo para consumir, se redescubre el gusto del esfuerzo para realizar algo con las propias manos». Generosidad: «Los bordados se hacen para ser ofrecidos. Bordar es dar tiempo a los demás, nuestro bien más precioso».
Afortunadamente, hemos entrado en tiempos más desinhibidos, donde vuelven a aflorar placeres ocultos reprimidos por la liberación feminista pura y dura. Ahora las bordadoras pueden empuñar la aguja sin complejos, tanto si se trata de bordar el nombre del recién nacido como de recamar el signo del womens lib.
Ignacio Aréchaga