Carta Apostólica de Juan Pablo II sobre las Iglesias orientales
La búsqueda de la unidad constituye un objetivo apremiante de la Iglesia. Dentro del esfuerzo ecuménico, Juan Pablo II puso en primer plano que la Iglesia debe «respirar con sus dos pulmones, Oriente y Occidente». Con este fin, ha multiplicado en su pontificado las iniciativas y gestos para tender puentes hacia los ortodoxos y disipar los malentendidos históricos y las tensiones del presente. Ahora acaba de publicar la Carta Apostólica «Orientale Lumen», dedicada a las Iglesias orientales. Ofrecemos una síntesis del documento pontificio.
La Carta Apostólica Orientale Lumen no aborda cuestiones doctrinales: se presenta, más bien, como una verdadera carta en la que Juan Pablo II, «hijo de un pueblo eslavo», muestra su admiración por la historia, los santos, la liturgia y la espiritualidad de las Iglesias orientales, tanto católicas como ortodoxas. Está escrita con ocasión del centenario de la Orientalis Dignitas (1894), documento con el que León XIII quiso «defender el significado de las tradiciones orientales para toda la Iglesia».
El Papa señala que el patrimonio conservado por esas Iglesias «tiene un gran significado para una comprensión más plena e íntegra de la experiencia cristiana y, por tanto, para dar una respuesta cristiana más completa a las expectativas de los hombres y mujeres de hoy» (n. 5).
El rico patrimonio oriental
La descripción de ese patrimonio (culto litúrgico, presencia particular del Espíritu Santo en la teología oriental, sentido de la Tradición, espiritualidad monástica, actitud de adoración y silencio, etc.) ocupa buena parte de las 56 páginas del documento. El Papa muestra que esas peculiaridades no son una reminiscencia arcaica, sino una herencia que enriquece a toda la Iglesia y que los cristianos de Occidente deben conocer.
En este sentido, afirma, por ejemplo, «que todos tenemos necesidad de este silencio cargado de presencia adorada (…). De este silencio tiene necesidad el hombre de hoy, que a menudo no sabe callar por miedo de encontrarse a sí mismo, de descubrirse, de sentir el vacío que se interroga por su significado; el hombre que se aturde en el ruido. Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra» (n. 16).
Tomando pie de la figura del «padre espiritual», clásica del monaquismo oriental, el Papa destaca también que «nuestro mundo tiene gran necesidad de padres. A menudo los ha rechazado, porque le parecían poco creíbles, o su modelo daba la impresión de estar superado y ser poco atractivo para la sensibilidad del momento. Sin embargo, tiene dificultad para encontrar unos nuevos, y entonces sufre en el miedo y la incertidumbre, sin modelos ni puntos de referencia. El que es padre en el Espíritu, si lo es de verdad -y el Pueblo de Dios ha demostrado siempre que sabe reconocerlos-, no hará a los demás iguales a sí mismo, sino que les ayudará a encontrar el camino hacia el Reino».
Concentrarse en lo esencial
Desde los primeros párrafos de la Carta está presente una gran pasión por la unidad de la Iglesia, rota -en lo que se refiere a los ortodoxos- no tanto por cuestiones doctrinales como por el progresivo alejamiento de Oriente y Occidente. Frente a esta separación, el Papa recuerda que «tenemos en común casi todo; y tenemos en común sobre todo el anhelo sincero de alcanzar la unidad» (n. 3).
Ante las dudas que se plantea el hombre de hoy, «las Iglesias de Oriente y de Occidente están invitadas a concentrarse en lo esencial (…). Si ante las expectativas y los sufrimientos del mundo damos una respuesta unánime, iluminadora y vivificante, contribuiremos verdaderamente a un anuncio más eficaz del Evangelio entre los hombres de nuestro tiempo» (n. 4).
«El pecado de nuestra división es gravísimo: siento la necesidad de que crezca nuestra disponibilidad común al Espíritu que nos llama a la conversión, a aceptar y reconocer al otro con respeto fraterno, a realizar nuevos gestos valientes, capaces de vencer toda tentación de repliegue. Sentimos la necesidad de ir más allá del grado de comunión que hemos logrado» (n. 17).
La historia de la unidad
«Cada día se hace más intenso en mí el deseo de volver a recorrer la historia de las Iglesias, para escribir finalmente una historia de nuestra unidad, y remontarnos así al tiempo en que, inmediatamente después de la muerte y resurrección del Señor Jesús, el Evangelio se difundió en las culturas más diversas, y comenzó un intercambio fecundísimo» (n. 18).
El Papa dedica varios parágrafos a esa «historia de la unidad», que parte de la Iglesia primitiva, en la que «a pesar de que no faltaron dificultades y contrastes, las Cartas de los Apóstoles y de los Padres muestran vínculos estrechísimos, fraternos, entre las Iglesias, en una plena comunión de fe dentro del respeto de sus especificidades e identidades respectivas. La común experiencia del martirio y la meditación de las actas de los mártires de cada Iglesia, la participación en la doctrina de tantos santos maestros de la fe, en un profundo intercambio y participación, refuerzan este admirable sentimiento de unidad. (…) Los primeros concilios son un testimonio elocuente de esa constante unidad en la diversidad» (n. 18).
Incluso «cuando se afianzaron ciertas incomprensiones dogmáticas -amplificadas frecuentemente por influjo de factores políticos y culturales- que ya llevaban a dolorosas consecuencias en las relaciones entre las Iglesias, permaneció vivo el compromiso de invocar y promover la unidad de la Iglesia. (…) No podemos olvidar que durante todo el primer milenio perduró, a pesar de las dificultades, la unidad entre Roma y Constantinopla. Hemos visto cada vez con mayor claridad que lo que desgarró el tejido de la unidad no fue tanto un episodio histórico o una simple cuestión de preeminencia, cuanto un progresivo alejamiento, que hace que la diversidad ajena ya no se perciba como riqueza común, sino como incompatibilidad» (n. 18).
«A pesar de que en el segundo milenio se produce un endurecimiento en la polémica y en la división, a medida que aumenta la ignorancia recíproca y el prejuicio, se siguen celebrando encuentros constructivos entre jefes de Iglesias deseosos de intensificar las relaciones y favorecer intercambios (…). Toda esta obra tan meritoria confluye en la reflexión del concilio Vaticano II y encuentra una especie de emblema en la derogación de las excomuniones recíprocas del año 1054 realizada por el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras I» (n. 18).
Las tensiones de hoy
El recorrido histórico del Papa llega a nuestros días, con los «nuevos momentos de dificultad» surgidos en Europa central y oriental después 1989: «Hermanos cristianos que habían sufrido juntos la persecución se miran con recelo y temor en el momento en que se abren perspectivas y esperanzas de mayor libertad. ¿No es éste un riesgo, nuevo y grave, de pecado que todos, poniendo el máximo empeño, debemos tratar de vencer, si queremos que pueblos en búsqueda puedan encontrar con más facilidad al Dios del amor, en vez de quedar de nuevo escandalizados por nuestras divisiones y contrastes?». El Papa advierte que el sufrimiento común debe unir a todos: «Estamos unidos por el telón de fondo de los mártires. No podemos menos de estar unidos» (n. 19).
«Así pues, es urgente que se tome conciencia de esta gravísima responsabilidad: hoy podemos cooperar para el anuncio del Reino o convertirnos en causantes de nuevas divisiones. Que el Señor abra nuestros corazones, convierta nuestras mentes y nos inspire acciones concretas, valientes, capaces, si es necesario, de superar los lugares comunes, las fáciles resignaciones o las actitudes de inercia (…). Pido al Señor que inspire ante todo a mí mismo y a los Obispos de la Iglesia católica, gestos concretos que sean testimonio de esa certeza interior (…). ¿Cómo podremos ser plenamente creíbles si nos presentamos divididos ante la Eucaristía, si no somos capaces de vivir la participación en el mismo Señor que debemos anunciar al mundo?» (n. 19).
La misión de Pedro
El Papa enumera algunas de las iniciativas que, para salvaguardar y promover lo específico del patrimonio oriental, ha llevado a cabo «la Iglesia de Roma», fiel al mandato que Cristo confió a Pedro: confirmar a sus hermanos en la fe y en la unidad.
«Hoy sabemos que la unidad puede ser realizada por el amor de Dios sólo si las Iglesias lo quieren juntas, dentro del pleno respeto de sus propias tradiciones y de la necesaria autonomía. (…) La Iglesia de Cristo es una sola. Si existen divisiones, se deben superar, pero la Iglesia es una sola. La Iglesia de Cristo de Oriente y de Occidente no pueden menos de ser una; una y unida (…). Somos conscientes de que la unidad se realizará como el Señor quiera y cuando El quiera, y de que exigirá la aportación de la sensibilidad y creatividad del amor, tal vez incluso yendo más allá de las formas ya experimentadas en el pasado» (n. 20).
El testimonio de la reconciliación
Juan Pablo II termina mostrando su deseo de una próxima unidad, que tendría grandes frutos (n. 28):
«Sentimos con dolor el hecho de no poder participar aún en la misma Eucaristía (…). El eco del Evangelio, palabra que no defrauda, sigue resonando con fuerza, solamente debilitada por nuestra separación: Cristo grita, pero el hombre no logra oír bien su voz porque nosotros no logramos transmitir palabras unánimes. Escuchemos juntos la invocación de los hombres que quieren oír entera la Palabra de Dios. Las palabras de Occidente necesitan las palabras de Oriente para que la Palabra de Dios manifieste cada vez mejor sus insondables riquezas.
«Quiera Dios acortar el tiempo y el espacio. Que pronto, muy pronto, Cristo, Orientale Lumen, nos conceda descubrir que en realidad, a pesar de tantos siglos de lejanía, nos encontrábamos muy cerca, porque, tal vez sin saberlo, caminábamos juntos hacia el único Señor y, por tanto, los unos hacia los otros.
«Que el hombre del tercer milenio pueda gozar de este descubrimiento, logrado finalmente por una palabra concorde y, en consecuencia, plenamente creíble, proclamada por hermanos que se aman y se agradecen las riquezas que recíprocamente se dan. Y así nos presentaremos ante Dios con las manos puras de la reconciliación y los hombres del mundo tendrán otra sólida razón para creer y para esperar».