A los cincuenta años de la II Guerra Mundial
Cincuenta años son, a juicio de los historiadores, un período de tiempo suficientemente amplio para reflexionar sobre el pasado y sacar conclusiones todo lo definitivas que puede permitirse la naturaleza humana. Sin embargo, el cincuentenario que estamos celebrando, centrado esencialmente en el final de la Segunda Guerra Mundial (GMII), es particularmente difícil de rematar. Porque esa guerra supuso no sólo una destrucción como hasta entonces no se había conocido, sino también un giro copernicano en la concepción del mundo, de la sociedad y de la Historia misma.
Un primer error de juicio -que, naturalmente, se desvaneció pronto- fue creer que el final de la guerra significaba «el triunfo de la democracia sobre los totalitarismos». Es cierto que Adolf Hitler y Benito Mussolini, y lo que ellos representaban, desaparecieron en el suicidio de un búnker inútil o colgando cabeza abajo en una plazoleta de Milán. Pero en el bando de los vencedores figuraba la Unión Soviética y es difícil encuadrar a Stalin en el grupo de los demócratas convencidos.
Por eso, a los 50 años de la GMII, no cabe medir con el mismo rasero las impresiones de la Europa del Oeste y las de la Europa del Este, que apenas ha intentado volver a sus señas de identidad en los años ochenta.
Año de decisiones
El que fuera presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, titula el primer volumen de sus Memorias: «1945, año de decisiones». Posiblemente pesa mucho en este título la decisión que tuvo que tomar en agosto para lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki.
El año había empezado con una cita explosiva, quizá la más recordada cuando se pretende hablar del «antes» y el «después» de la GMII: del 4 al 11 de febrero se habían reunido en Yalta, en la península de Crimea, los tres «Grandes»: Franklin D. Roosevelt, Josef Stalin y Winston S. Churchill. Esta reunión ha sido calificada, reiterada y falsamente, como la del «reparto del mundo». La verdad es que el mundo estaba ya repartido cuando los dirigentes llegaron al antiguo palacio de verano de los zares. Lo que pretendía el presidente Roosevelt en Crimea era consolidar «su» idea de la organización del mundo para después de la Guerra.
A pesar de la división interna de su país entre intervencionistas y aislacionistas, desde el principio de la contienda Roosevelt ardía en deseos de participar «a tiempo», y no como Woodrow Wilson en la Primera Guerra. En agosto de 1941 Roosevelt ya dejaba claros sus propósitos en la Carta del Atlántico sin ser, todavía, una de las partes contendientes. Japón le ofreció pronto la excusa en Pearl Harbor y el presidente norteamericano se lanzó con todo, incluso con la «Declaración de Naciones Unidas», que tampoco existían, salvo en su mente.
Yalta hubiera sido un hito, y la ya prevista Conferencia de San Francisco -para la elaboración de la Carta Magna de la ONU-, un segundo y definitivo. Pero Roosevelt llegó a Crimea casi moribundo y a San Francisco no llegó de manera alguna, pues falleció el 12 de abril.
Truman, calificado luego por sus conciudadanos como un «buen presidente», era un político local y, gracias a su experiencia, un hábil maniobrero del Congreso para asuntos nacionales. De política exterior tenía unos conocimientos mínimos. Y de pronto, desde la única perspectiva seria que ofrece el puesto de vicepresidente, se convirtió en el hombre que debería frenar la ferocidad y el poder de Stalin. Todavía lo estamos pagando.
Aunque él no lo hubiera creído, la más importante de sus decisiones fue la que confiesa como primera en el tiempo -acababa de convertirse en presidente por la muerte de Roosevelt-: la de que se celebrase la Conferencia de San Francisco, prevista para el 25 de abril.
La ONU, marginada
No es posible jugar a futuribles y, por tanto, es inútil pensar qué hubiera pasado con Roosevelt vivo. Tenemos que aceptar su muerte y contemplar la gran paradoja que empieza a labrarse a partir de junio de 1945. Las Naciones Unidas tienen vida, de hecho, desde el 26 de junio en que se firma su Carta de constitución, pero no la tendrán, de derecho, hasta el 24 de octubre.
A pesar de ese desfase, no parece sensato que la ONU quedara al margen en la elaboración de los planes del futuro inmediato. Estos se fraguaron en una conferencia -la de Potsdam-, en tratados de paz bilaterales o en ausencia de tratado, como es el caso de Alemania. Incluso los juicios de Nuremberg se consideraron excepcionales y se sustrajeron a las posibilidades del Tribunal Internacional de Justicia, uno de los pocos residuos de la fallecida Sociedad de Naciones.
Con esta marginación se lesionaba la mayor parte del proyecto de «pax Americana», pensada por Roosevelt, y se hipotecaba la fuerza posible de la ONU. Es muy probable que Truman se equivocase en la valoración de aquel verano de 1945. Quizá estaba demasiado satisfecho de aquel telegrama que recibió cuando se sentó en la mesa de conferencias de Potsdam: «El niño ha nacido bien». Este niño mejor podía calificarse de monstruo, porque el telegrama decía en clave que la prueba de la bomba A en Alamogordo, en el desierto de Nevada, había sido un éxito.
El nuevo presidente norteamericano pensó, con toda seguridad, que la «pax Americana» podía prescindir de remilgos diplomáticos ahora que estaba en condiciones de asentarse sobre la sólida base del monopolio nuclear.
La impronta de la explosión nuclear
La argumentación de Truman pareció confirmarse justamente a los cuatro días de finalizada la Conferencia de Potsdam. Era el 6 de agosto -este cincuentenario se anuncia ya como sonado- cuando el «Enola Gay» de Paul W. Tibbets lanzó sobre Hiroshima la primera bomba atómica.
El efecto fue fulminante y no sólo desde el punto de vista de la destrucción bélica. Los japoneses se sintieron aterrorizados; los soviéticos -que retrasaban con distingos su entrada en el conflicto contra el Imperio del Sol Naciente- declararon inmediatamente la guerra a Tokio; y la discusión sobre la brutalidad de la acción (el debate estaba ya abierto con el bombardeo de Dresde) se ha perpetuado hasta esta conmemoración del medio siglo (