Violencia en la pantalla y en la calle

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El control social de la televisión
Violencia en la pantalla y en la calle El debate sobre si la violencia en la televisión influye en los comportamientos agresivos de las personas sigue abierto. Pero nadie niega que debe haber menos violencia en las pantallas. Las propuestas para conseguirlo oscilan entre el autocontrol de las cadenas y un instrumento como el llamado «chip antiviolencia», que permitiría decidir al usuario. Juan José García-Noblejas, Director del Departamento de Cultura y Comunicación Audiovisual de la Universidad de Navarra, explica las medidas que se proponen, sobre todo en Estados Unidos, en un capítulo de su obra recién publicada Comunicación y mundos posibles (1). Hemos sintetizado ese apartado.

En EE.UU. lo tocante a la TV tiene que ver de inmediato con la Primera Enmienda a la Constitución (los límites de la libertad de expresión). De todos modos, lo relativo a la violencia ciudadana también tiene mucho que ver con la Segunda Enmienda, de la que casi nadie habla: es la que regula los escasos límites para la libertad de usar armas de fuego. Cuando en otras latitudes sorprende el chaparrón de violencia que nos llueve con las imágenes norteamericanas, hay que saber que no siempre son exageradas invenciones fantásticas. Vienen de un país que vive tiempos de ansiedad, donde las armas se venden con menos precauciones que los medicamentos.

Estados Unidos es un país que, preguntado acerca de su mayor problema, contesta con un abrumador 40% de la población que ese problema es el crimen y la violencia, mientras el desempleo se queda como principal problema para un 15%, seguido de la falta de moral y religión para un 7%, la educación para un 5%, etc.

Cuando se interroga sobre el particular a las gentes de Hollywood (US News & World Report, 9-V-94), sucede que la elite de los profesionales del mundo audiovisual opina, reconoce o mantiene que su industria, en esas fechas, glorifica la violencia (63%), que la calidad global de las producciones ha disminuido en la última década (45%), que la programación televisiva ha incrementado sustancialmente la violencia en la última década (72%), que ellos mismos evitan ver la TV por este motivo (58%), y que es la misma industria (51%), o los padres de familia (36%), o el gobierno (5%) quien tiene que tomar cartas para resolver este asunto. (…)

TV y criminalidad

El resto del mundo, ni es homogéneo, ni desde luego responde punto a punto al caso específico de Estados Unidos. Osmo A. Wiio, tras jubilarse en 1991 como profesor de la Universidad de Helsinki, empleó cinco años en estudiar comparativamente la violencia en las televisiones y los hábitos de los telespectadores, con las estadísticas criminales de 45 países de los cinco continentes. El resultado indica como tendencia que no cabe establecer una relación directa ni estable entre esos indicadores.

Hay países o sociedades con bajos índices de homicidios, con independencia de que su cobertura televisiva sea amplia (la mayoría de Europa Occidental y Japón, por ejemplo) o escasa (Grecia, Portugal, Irlanda, Polonia, más que Senegal y Ghana, por ejemplo). Hay sociedades con baja cobertura televisiva y alto porcentaje de homicidios, como sucede en Rusia, Perú, Kenia o Costa Rica, mientras que hay países que tiene ese porcentaje al máximo (Venezuela, México y Zimbabwe) con bajos índices de cobertura televisiva. Sólo hay un país, EE.UU., con altos índices de homicidios y altos índices de cobertura televisiva.

Osmo Wiio entiende -con razón- que la causa de la violencia en las sociedades ha de buscarse en la situación de sus respectivas culturas y el estado de los valores compartidos. La violencia en TV no sirve como explicación directa y general de los comportamientos agresivos de las personas. Sin embargo, hay que considerar que esa violencia sí que tiene considerables efectos retardados, al configurarse la TV, junto a los demás medios de comunicación, como vehículos e instrumentos de cambio de los mismos valores culturales de la sociedad, al incidir decisivamente en los más jóvenes, co-mo factores relevantes de socialización.

El contexto de la violencia

(…) El director ejecutivo del «Channel 4» británico, Michael Grade, ha manifestado públicamente su criterio profesional sobre la violencia en televisión. Dice que, sin entrar en polémicas estériles acerca de la prioridad de la violencia en televisión o en la sociedad, hay que tener en cuenta que la violencia es uno de los temas centrales de nuestra cultura. Otra cosa será el tratamiento expresivo que se le otorgue.

Porque lo que es preciso tener siempre en cuenta es el contexto en que se presenta la violencia. Cosas muy violentas son las que aparecen, sin ir más lejos, en programas sobre la Segunda Guerra Mundial, con los campos de exterminio judío, los bombardeos aliados de ciudades, etc. Y sin embargo, nunca hubo ni una queja… ¿por qué? Porque el tratamiento y el contexto de su presentación implicaban sistemáticamente su condena, de tal modo que lo que hubiera podido ser -en principio- algo brutalizante, se configuró en realidad como algo más bien cercano a una experiencia piadosa.

Grade razona que el problema que tenemos planteado con la violencia, si se quiere evitar a toda costa su presencia en la televisión, es que terminemos olvidando el horror real que supone para nuestras vidas. Está claro que una comparecencia gratuita de la violencia en las pantallas, cuando figura explícitamente fuera de contexto moral, sin una razón informativa o dramática que justifique su presencia, sin iluminar alguna dimensión de nuestra condición humana, es entonces simple voyeurismo que debe ser a toda costa evitado.

Pero también sucede que es igualmente necesario que desde las pantallas quepa dar una explicación o justificación de lo que de todos modos es inexplicable en nuestro mundo: el que realmente unos hagamos mal a otros. Porque, para bien o para mal, resulta que la violencia siempre suele ser algo que «ellos» nos hacen a «nosotros», y no al revés. En ese sentido, la violencia es también un elemento primario de identificación social, personal.

Cómo controlar el «chip» antiviolencia

(…) El 2 de agosto de 1993 tuvo lugar en Los Ángeles una decisiva reunión pública sobre la violencia en televisión: la primera en que -finalmente- se pusieron sobre la mesa todas las cartas de esta compleja baraja. (…) La reunión fue convocada por el «National Council on Families & Television», moderada por el periodista de la ABC Jeff Greenfield y animada por la presencia del senador demócrata Paul Simon. Asistieron 650 líderes de las industrias audiovisuales norteamericanas, y quedaron 300 más en la lista de espera.

Con riesgo de simplificar demasiado, se puede decir que la conclusión más o menos unánime de aquel día memorable fue doble: que «debe haber menos violencia en las pantallas», y que «nadie pueda recrearse indebidamente en la que se presente». También quedó claro que esto es asunto que está inicialmente en manos de los profesionales.

La propuesta más expeditiva, debatida, y temida, fue entonces -y continúa siendo- la presentada por Ed Markey (senador demócrata de Massachusetts), avalada por John Dingell (senador demócrata de Michigan), presidente del Comité parlamentario de Energía y Comercio. Es conocida como la propuesta del «V-chip», y fue finalmente adoptada por la profesión, con muchos matices y reticencias, gracias al apoyo de la Casa Blanca, en los primeros meses de 1996.

Veamos el desarrollo inicial de esta interesante controversia ante la propuesta Markey. Básicamente consistía en pedir que todos los televisores estén dotados en fábrica de un sistema electrónico que permita a los padres programarlos e impedir la aparición en pantalla de espacios con altos niveles de violencia. Esta propuesta solicitaba, por tanto, la inclusión de códigos electrónicos en las emisiones, que advierten automáticamente la calificación dada a los programas según criterios relativos a la violencia.

Frente al representante Markey, y con la excepción de Ted Turner, se levantaron las voces airadas de productores y emisoras, y también de numerosos periodistas corporativos, diciendo que aquello era un tipo de censura intolerable, que atenta contra la Primera Enmienda. Jack Valenti, presidente de la MPAA (Motion Picture Association of America) se opuso tajantemente «a que un simple botón pueda bloquear un programa diario o semanal». Lucie Salhany, presidente de Fox TV dijo que «hablando muy claro, la sola idea de un V- chip me aterra. Y me preocupa, porque puede sentar un precedente. ¿Quién me dice que no vendrá luego un S- chip (para el sexo)?».

Los partidarios del proyecto replicaron que la codificación de señal que impide el acceso a canales de cable (si no se paga la tarifa de enganche y la suscripción) viene a ser lo mismo, sólo que como las razones son entonces estrictamente comerciales y juegan en beneficio de los operadores de cable, es lógico que los profesionales no se quejen. Algunos observadores (en este caso Newton Minow, que fue presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones, FCC) no han podido dejar de recordar que son esos mismos profesionales quienes desde siempre han insistido en que «la responsabilidad de la televisión que ven los niños corresponde a sus padres, cuyo único poder reside precisamente en el control del botón de encendido y apagado del televisor. Y precisamente ahora, cuando tal botón existe con efectividad, resulta que la industria del entretenimiento se indigna». (…)

«Gran Hermano» o «buenos padres»

Cuando, a finales de octubre de 1995, resultó inminente la aprobación del «V-chip» propuesto por Edward T. Markey, la IRTS (International Radio and Television Society Foundation) convocó un panel para debatir nuevamente la cuestión. Ante el masivo público de profesionales que abarrotaba los salones del Waldorf-Astoria de Nueva York, afloraron algunas dimensiones peculiares de este complejo asunto.

Por ejemplo, Dick Wolf (productor ejecutivo de series como NY Undercover y Law & Order) puso de manifiesto que las cadenas de televisión en abierto son medios de comunicación muy conscientes de lo que hacen, al menos en la medida en que un programa que pierde audiencia es inmediatamente eliminado de la parrilla de programación, al bajar con ello su calidad de soporte publicitario. Sin embargo, sucede que las emisoras de cable, que son las que sistemáticamente ofrecen mayores dosis de violencia, sin que los ejecutivos se preocupen demasiado por la audiencia, sólo están atentas a que los espectadores paguen y renueven su suscripción; pero si -habiendo pagado- los espectadores no ven determinados programas, el asunto ya no concierne a los ejecutivos del canal.

Wolf dijo que el «V-chip» iba a condicionar radicalmente la televisión en abierto, en la medida en que la publicidad no acudiría a programas susceptibles de ser cancelados desde los receptores, y que en ese sentido el sistema podría convertirse en una especie de «Big Brother», digno de Orwell. A lo que Markey repuso que el «V-chip» es poco más que una versión actualizada a nuestros tiempos del simple interruptor de un aparato, y que en todo caso lo que las personas como Wolf temen no es al «Gran Hermano», sino al «buen padre» y a la «buena madre» que -aposentados en el cuarto de estar de sus hogares-, pueden hacerse cargo de sus responsabilidades, decidiendo qué programas se ven y se dejan de ver en sus casas.

Mucho más que un asunto técnico

Es posible mencionar cientos de escaramuzas y batallas entre guionistas y productores, entre productores y emisoras, entre programadores y publicitarios. Por ejemplo, fue muy importante para las emisoras afiliadas a ABC, explicitar criterios para decidir qué hacer con la serie de Steve Bochco, NYPD Blue, concebida con el criterio básico de innovar provocadoramente las emisiones en abierto, haciéndola como si fuera una película «para mayores, con reparos», es decir, incluyendo escenas de violencia, sexo y lenguaje obsceno. Argumentaron que este era el único modo de competir con el panorama de películas que ofrecen algunos de los canales codificados del cable en la misma franja horaria.

(…) Lo que saca de quicio a Bochco, y también a los editorialistas de Broadcasting & Cable, la mayor revista corporativa norteamericana del sector, es que alguien decida sin su consentimiento que determinado programa pueda ser catalogado como ofensivo para la sensibilidad de sus hijos, y marcado electrónicamente como tal, según una escala convencional de edades, más o menos semejante a la utilizada por la MPAA de Jack Valenti para el cine. Desde el punto de vista mantenido por Broadcasting & Cable, estas aplicaciones del «V-chip» constituyen «el más peligroso atentado a la libertad de expresión nunca puesto en marcha por el Congreso». Las razones aducidas apuntan tanto hacia la libertad de expresión artística y cultural, como hacia el temor de que un comité minoritario, prácticamente desconocido y dependiente del gobierno de la nación, se constituya en árbitro del gusto de todo el público.

Desde luego que habrá problemas con espacios emitidos en directo o terminados pocas horas o fechas antes de salir en antena. De todos modos, es bien sabido que la regularidad en el formato adoptado o en el estilo del look visual, verbal y temático, permiten desde luego prever las líneas o constantes de identidad de un programa. De hecho, ese es el «gancho» que permite a los productores calibrar de antemano su posible audiencia y el consiguiente apoyo publicitario, según la habitual praxis de trabajo vigente entre empresas productoras y emisoras.

Tales razones de temor, bien ante censuras previas o bien por las dificultades para calibrar el contenido de determinados programas, no parecen argumento válido para desautorizar sin más el uso del «V-chip», como tampoco lo es aducir que -dado que aún no sabemos programar bien nuestro magnetoscopio para grabar un partido de fútbol- el nuevo artilugio presente dificultades técnicas que le convertirán en un accesorio inútil.

¿Debe intervenir el poder político?

(…) El 29 de febrero de 1996, el presidente Clinton recibió en la Casa Blanca a treinta magnates de los medios, para hacerles partícipes de las líneas de acción de su gobierno, en asuntos audiovisuales. La «Telecommunications Act» de 1996 incluye la propuesta del «Vchip» por parte del Congreso. El colectivo genérico de las gentes de la televisión y el cable, acuerdan crear un sistema de calificaciones (ratings), y disponen de un plazo que expira en enero de 1997 para elaborar un código de contenidos que permita calificar los programas y hacer funcional el «V-chip».

Jack Valenti, tras haber mantenido otras posturas, capitula, y mantiene que un sistema de auto-calificación de los programas por parte de los profesionales, al estilo del de la MPAA, «es la única forma sensata de hacerlo». La alternativa es, de todos modos, la prevista por la misma «Telecommunications Act»: si la industria fracasa en el empeño, la FCC queda autorizada para crear un Comité Asesor, que a su vez establecerá el sistema de calificación de programas. Con todo, los programas de noticias y los deportivos quedan inicialmente excluidos del asunto. (…)

Ahora, los profesionales, por si fuera poco admitir el «V-chip» y el código de calificación de contenidos, se han comprometido además a cumplir religiosamente con lo solicitado por el presidente de la FCC, Reed Hunt: hacer y programar tres horas semanales de espacios directamente educativos para la juventud.

¿Dónde está el secreto de que esto haya sucedido así, sin excesiva batalla por parte de los profesionales? (…) El secreto inmediato puede estar en que el Congreso había decidido inicialmente subastar, entre las empresas del sector, el acceso al nuevo espectro digital disponible. Poco después, el mismo Congreso consideró que era más ajustado distribuir gratuitamente el ansiado espectro digital entre esas empresas, sin recurrir a ninguna subasta pública al mejor postor.

¿Otras razones? Por una parte, no resulta nada sencillo elaborar el mencionado código de calificaciones. Además, no está claro que la responsabilidad directa de los padres en llevar a sus hijos menores de 17 años a las salas cinematográficas para presenciar películas «R» (restringidas), que es el espíritu y la letra (actuando como un gatekeeper) del código de la MPAA, pueda ser técnicamente transpuesto al uso del «V-chip» en las televisiones.

Por otra parte, hay voces autorizadas que re-claman que, en vez de «calificar» valorativamente el contenido de los programas, se «etiqueten» con criterios sólo descriptivos, arguyendo que de este modo no hay dejación de responsabilidades por parte de los padres.

(…) El asunto solicita un auténtico ejercicio de coraje cívico, por parte de todos los implicados, lo que supone poner por obra el temple de múltiples virtudes ciudadanas. Entre ellas, la solidaridad, el sentido común, la tolerancia y la cooperación social. En caso contrario, siempre estarán vigentes las amenazas de cualquier tipo de censura. Por el momento, las censuras de codificar libremente en las pantallas con el «V-chip», lo que otras censuras pusieron en ellas con el único chip que hasta ahora parecía tener patente de corso para facilitar el acceso a las pantallas: el «M-chip» (con perdón, el money chip).

_________________________(1) Juan José García-Noblejas. Comunicación y mundos posibles. EUNSA. Pamplona (1996). 274 págs. 1. 900 ptas.

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