Internet: un medio aún por regular
En medio del entusiasmo por Internet han aparecido también motivos de inquietud. La dificultad -imposibilidad, según algunos- de controlar este gigantesco y caótico tablón de anuncios mundial hace temer que la «red de redes» se convierta en un difusor de mensajes e imágenes indeseables. En primer lugar, preocupan los niños, que pueden ser víctimas de un alud de pornografía o de los grupos de pederastas que emplean la red. Por otro lado, se busca cómo proteger los datos personales que circulan por Internet. De ahí que en distintos países las autoridades empiecen a plantearse la necesidad de nuevas leyes específicas para las telecomunicaciones informáticas.
Todas las tentativas de regulación encuentran oposición por parte de los «libertarios cibernéticos», para quienes controlar Internet es una forma de abominable censura o algo tan imposible como poner puertas al campo. Desde luego, las regulaciones más firmes impuestas hasta ahora son obra de regímenes asiáticos conocidos por sus recelos contra la libertad de información, como China o Vietnam.
También el gobierno de Singapur aplica desde este mes una ley muy intervencionista, como es su estilo. Los 120.000 usuarios del país (uno de cada 25 habitantes) tienen que configurar sus programas, bajo amenaza de multa, para que toda petición de documentos pase por los ordenadores estatales, que comprobarán si el lugar solicitado está incluido en una lista negra continuamente actualizada. Si figura allí, el acceso será denegado. Muchos sospechan que el gobierno empleará este método para expurgar no sólo pornografía. Además, el sistema provocará atascos, con el consiguiente aumento de costos para el usuario.
Reguladores contra libertarios
Pero el pulso entre autoridades y libertarios ha tenido su episodio más destacado en Estados Unidos, con motivo de la Ley de Decencia en las Comunicaciones (CDA). Aprobada a principios de este año, la CDA ha gozado de corta vida. En junio, un tribunal federal la anuló por inconstitucional. Contra ella había recurrido una coalición ad hoc de grupos en pro de las libertades públicas, fabricantes de ordenadores, redes informáticas y proveedores de conexión a Internet. El caso llegará probablemente al Tribunal Supremo, que lo examinaría este mismo otoño.
La ley imponía multas o penas de prisión a quienes, a sabiendas, difundieran entre menores de edad materiales indecentes por medios informáticos (ver servicio 4/96). Las fuentes y los distribuidores, por tanto, tendrían que establecer controles. El tribunal dictaminó que este requisito es contrario al precepto constitucional que garantiza la libertad de expresión.
Es importante conocer los argumentos en contra de la CDA admitidos por los jueces. En primer lugar, los recurrentes alegaron que el término «indecente» no está suficientemente definido. En segundo lugar, decían que Internet, por su propia naturaleza, no permite controlar quiénes acceden a los contenidos. El gobierno replicó que eso podría lograrse si los distribuidores colocasen en los documentos códigos para identificar el material no apto para menores. Contrarréplica: tal cosa supondría una carga excesiva para los sistemas de transmisión, que no son autores de los contenidos. Además, la información disponible en Internet viaja hasta el usuario por múltiples rutas, a veces en fragmentos que sólo se juntan en el destino: los distribuidores, pues, no pueden hacerse responsables de todo lo que pasa por sus máquinas.
En tercer lugar, el recurso sostenía que la CDA imponía restricciones innecesarias, pues hay medios menos restrictivos de proteger a los menores.
Barrer la basura
Los recurrentes explicaron cuáles son esos medios. Lo más eficaz, dijeron, es poner filtros en los puntos de destino, no en los sistemas de transmisión. Ya existen programas que, instalados en el ordenador del usuario, impiden el acceso a lugares de la red no recomendables. Los usuarios pueden configurar esos filtros según sus propios criterios.
Además, señalaron los recurrentes en el juicio, esos filtros pronto ganarán en eficacia gracias al Sistema de Selección de Contenidos en Internet (PICS), desarrollado por el World Wide Web Consortium, sociedad sin fin de lucro constituida por profesores, organizaciones sociales y empresas de informática y telecomunicaciones. El PICS consiste en unos códigos que se insertan en los documentos para calificarlos por su contenido. Así, el ordenador del usuario, si tiene instalado un filtro, puede examinarlos antes de mostrarlos. Los códigos pueden ser introducidos por las fuentes, los distribuidores u organizaciones supervisoras, y el usuario puede elegir el sistema de calificación más acorde con sus criterios.
El proyecto cuenta con el apoyo de 39 grandes empresas del sector: fabricantes de ordenadores como Apple o IBM, redes como CompuServe, suministradores de contenidos como Time-Warner. Entre esas compañías hay algunas de las que recurrieron contra la CDA.
Esto significa que la industria está dispuesta a hacer voluntariamente lo que exigía la CDA, pero sin adquirir responsabilidad legal. Esta postura ha venido reforzada por una segunda sentencia contra la ley, dictada en julio por otro tribunal federal. El fallo sostiene que los usuarios de Internet no son «asaltados» por los materiales indecentes: cada cual, con su ratón, decide lo que quiere ver. Es decir, la red no puede ser asimilada a la televisión, que sirve lo mismo a todos y, por tanto, puede ser objeto de limitaciones, al menos horarias. En Internet, la posibilidad, más bien remota, de que un menor encuentre accidentalmente contenidos dañinos no justifica restricciones generales.
No tan incontrolable
Ahora bien, con el PICS la industria informática reconoce que no es verdad lo que sostienen los libertarios extremos: que la red es incontrolable y los distribuidores no pueden hacer nada. De hecho, con independencia de la CDA, y en respuesta a las preocupaciones del público, los proveedores de acceso ya han empezado a ofrecer filtros a los abonados. Microsoft Network exige, además, prueba escrita de la edad del usuario para permitirle acceder a contenidos «para adultos».
De todas formas, los distribuidores no pueden supervisar todo. Pero tienen los poderes suficientes para contraer responsabilidad jurídica en caso de negligencia. Así se entiende en otros países.
Por ejemplo, en Alemania no se ha procesado a ningún proveedor de conexión a Internet por contribuir a la difusión de materiales prohibidos. Sin embargo, en al menos dos ocasiones los fiscales han advertido a distribuidores que podrían incurrir en delito si transmitieran ciertos documentos. El primer caso, a finales del año pasado, fue el célebre que implicó a CompuServe con motivo de unos doscientos grupos de discusión hallados pornográficos (ver servicio 4/96). En febrero, la fiscalía dio un aviso similar a America On Line por la distribución de escritos neonazis, ilegales en Alemania.
En Japón, por otro lado, el pasado mes de febrero la policía detuvo a un individuo que había puesto imágenes pornográficas en sus páginas de la World Wide Web. La Australian Broadcasting Authority, que supervisa la radio y la televisión, ha propuesto que se penalice la transmisión por Internet de contenidos clasificados «X», y también a quienes los obtengan de la red.
En Francia se ha abortado la primera regulación. La nueva ley de telecomunicaciones, aprobada en junio, disponía la creación de un Comité Superior de Telemática (CST), con competencias sobre el funcionamiento de las redes. El CST tendría que elaborar normas deontológicas para los distribuidores y juzgar si éstos las cumplen. Sus dictámenes, en caso de ser negativos, podrían conducir a acciones penales contra los contraventores. A finales de julio, el Consejo Constitucional anuló la medida: se basó en que no se puede atribuir a una instancia administrativa prerrogativas que afecten a las libertades públicas y que tengan posibles consecuencias penales.
¿A quién pedir cuentas?
No está claro qué enfoque es más adecuado. Todas las leyes penales sobre difusión, cualquiera que sea el medio, han de determinar primero dónde se comete el delito: ¿en el origen, en la elaboración, en la distribución, en los puntos de venta? No son iguales las responsabilidades de todos los que intervienen, y hay que definirlas por motivos tanto de eficacia penal como de seguridad jurídica. En el caso de Internet concurren problemas adicionales de jurisdicción, pues el material ilícito puede proceder de cualquier punto del globo y pasar por muchos sistemas.
En resumen, cabe proceder contra los autores si están sujetos a las leyes del país y si se los detecta, lo cual no es fácil. Los usuarios no deberían ser perseguidos si no difunden, a su vez, el material. Parece excesivo pedir cuentas a los distribuidores en la medida en que actúen de meros vehículos. Quizá lo más lógico sea limitar la responsabilidad a los proveedores de conexión, que son los difusores efectivos y contraen obligaciones legales en virtud de su contrato con el abonado. Los proveedores no pueden detectar todos los contenidos ilícitos que suministran; pero pueden bloquear el acceso si ellos o las autoridades los detectan: de otro modo, se harían cómplices.
En cuanto a los materiales nocivos, pero no ilegales, los poderes públicos tienen el deber de proteger a la infancia. En la televisión, pueden imponer límites horarios; para las revistas escabrosas, exigir envoltorios opacos y prohibir la venta a menores. En el caso de Internet, pueden impedir el acceso a lugares indeseables desde las escuelas u otras instituciones. Pero si el niño navega en casa, no pueden hacer lo que no hagan los padres. Bastan los filtros disponibles, y allá cada cual con su conciencia.
En cualquier caso, resulta poco verosímil la tesis libertaria extrema que describe Internet como un medio esencialmente anárquico, cuya única ley es la tecnología. Con excepción del correo electrónico, cae, como cualquier medio de comunicación, bajo la legislación sobre publicaciones. Lo peculiar de Internet es que permite a cualquier persona publicar de modo fácil y barato, sin necesidad de autorización administrativa y sin posibilidad de exigirla. Pero lo que sería delito difundir en papel o por las ondas, es igualmente ilícito dentro de Internet. Otra cuestión es que sea más difícil perseguirlo. Y otra, si lo publicado en Internet tiene tanta resonancia como se dice: entre tan colosal volumen de información, un chiflado o un pervertido no se hace mundialmente famoso por poner su homepage.
Así pues, ¿hacen falta leyes específicas para la red? Por lo que respecta a la difusión de contenidos ilegales y a la protección a la infancia, es dudoso. Puede ser más necesario legislar sobre la confidencialidad.
Un medio poco confidencial
Internet es una red poco segura para los datos, que circulan por ella a través de muchos sistemas, de diversos propietarios. Por esta razón, todavía se usa poco para transacciones comerciales: es arriesgado enviar el número de la tarjeta de crédito, saldos de cuentas corrientes, nombres y direcciones. A veces se usa el cifrado, pero no es infalible.
Aparte de las dificultades técnicas, las cuestiones jurídicas aún no están bien definidas. En Estados Unidos, los poderes públicos tienen prohibido desde 1986 interceptar el correo electrónico privado sin autorización judicial. Por otro lado, sin embargo, varios tribunales norteamericanos han dictaminado que las empresas tienen derecho a leer los mensajes electrónicos que envían y reciben, a través de sus sistemas, los empleados.
El correo electrónico puede servir también para envíos masivos de publicidad no deseada. ¿Qué límites se debe poner al acceso a listas de direcciones?
Por otra parte están las condiciones para la compraventa legal de datos personales. Internet no ha creado el problema, pero lo complica al facilitar enormemente la obtención y el uso de tales informaciones. Para avisar de los peligros, un periodista norteamericano encargó y obtuvo de un proveedor comercial, dentro de Internet, un directorio de cinco mil familias con hijos en edad escolar, diciendo llamarse como un célebre criminal condenado por asesinatos de niños.
En fin, las leyes actuales no siempre responden de modo adecuado a las nuevas situaciones que origina Internet. Toda legislación específica tendrá que buscar un difícil equilibrio entre el derecho a la intimidad y el carácter de foro público que distingue a la red.
Rafael SerranoVivir en la pantalla
Sherry Turkle, psicóloga, saltó a la fama en 1985 cuando publicó el libro The Second Self: Computers and the Human Spirit («El segundo yo: los ordenadores y el espíritu humano»), explorando las entonces no tan evidentes repercusiones de la tecnología informática en la psique humana. El acierto de Turkle fue sumergirse, desde una disciplina humanista, en lo que era -y en buena medida sigue siendo- un mundo conocido y dominado por «iniciados» tecnófilos, para analizar el impacto de las computadoras en la percepción que el ser humano tiene de sí y del mundo que lo rodea.
Diez años después, Turkle ensaya un análisis más profundo y mejor informado a través de una nueva obra: Life on the Screen: Identity in the Age of the Internet («Vivir en la pantalla: la identidad en la era de Internet») (1). Y al hacerlo, la psicóloga del prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts hace también explícita su fuerte vinculación intelectual con el pensamiento neofreudiano del psicoanalista francés Jacques Lacan, así como la influencia en ella del llamado «deconstructivismo» de los también franceses Foucault y Derrida.
La nueva obra de Turkle combina complejas reflexiones psicológicas y sociológicas, con ilustrativos ejemplos tomados de su actividad como terapeuta con personas que han sufrido la influencia de la sobreexposición a «la red» (el nombre con que los usuarios conocen el mundo virtual de Internet). «Las computadoras -dice Turkle- no sólo hacen cosas para nosotros, nos hacen cosas a nosotros, incluyendo influir nuestras formas de pensar sobre nosotros mismos y sobre los demás».
Life on the Screen se concentra especialmente en el efecto psicológico y social producido por una función de Internet que cada vez posee más usuarios en Estados Unidos: los llamados Multi User Dungeons (Calabozos MultiUsuarios, MUD). En ellos, múltiples usuarios acceden a la red para vivir una aventura que, como en el antiguo juego de rol «Calabozos y Dragones», todos contribuyen a desarrollar.
Para participar en este juego, cada usuario asume una personalidad -llamada avatar- hecha a la medida de su imaginación: algunos asumirán actitudes y personalidades de seres admirados, otros cambiarán de sexo y habrá quienes optarán por convertirse en seres imaginarios, mitad animal y mitad humano.
Sin límites entre lo real y lo virtual
Turkle descubre que estos juegos «inocentes» se han convertido para muchos en una adicción tal, que comienzan a vivir una suerte de esquizofrenia, en la que sus personajes adoptados son tan importantes o más que la propia vida real. Pero Turkle no se conforma con señalar esto como una patología. Más bien destaca que, en buena medida, esta situación debe ser vista como una suerte de exagerada metáfora de lo que podría producirse globalmente a raíz de la creciente influencia del ordenador en la vida cotidiana de las personas: el desplazamiento del sentido del yo y el oscurecimiento de los límites que separan lo real de lo virtual.
Según la psicóloga, la nueva era tecnológica ha generado un tipo de hombre típicamente «postmoderno» en el sentido en que Lacan entiende este término: «Lacan veía la idea de un ego centralizado como una ilusión. Para él, el solo sentido de ego emerge de cadenas de asociación lingüística que no tienen fin. Lo que experimentamos como el ‘yo’ puede ser igualado a algo que creamos con humo y espejos».
En otras palabras, la forma de pensar que corresponde a la nueva era electrónica equivale a las epistemologías de lo que ella llama «el mundo postmoderno». ¿Y cómo es ese mundo? Explica Turkle: «Es un mundo sin profundidad, un mundo de la superficie. Si no hay ningún significado subyacente, ni sentido alguno que podamos descubrir, la manera privilegiada de conocer, sostienen los teóricos postmodernos, sólo puede ser mediante la exploración de las superficies».
En efecto, para los teóricos deconstructivistas, los textos (la sociedad, la cultura y todo lo que nos rodea debe ser visto como un «texto») carecen de un centro objetivo y lineal: todo centro, en otras palabras, es arbitrario. Desde esta perspectiva, tampoco puede decirse que existe «la» realidad, sino simplemente «realidades» múltiples.
La vida real, una dimensión más
Para Turkle, esta descripción postmoderna del mundo resultaba poco comprensible o apenas aplicable en la práctica, hasta que dio con el caso de cientos de jóvenes que consideraban más importante su avatar que su propia vida cotidiana. «RL [Real Life, la vida real] es solamente una ventana más, y por lo general no es la más satisfactoria», confesaba a Turkle un joven para quien «RL» era apenas una dimensión más de una vida múltiple, ya no el centro de su vida.
A la multiplicidad de «realidades» sigue necesariamente la pérdida del sentido de lo real y la entrada en lo que la psicóloga del MIT llama «el mundo de la simulación». «La importancia de la presencia del ordenador en la vida de las personas -dice Turkle- es muy diferente de lo que la mayoría preveía a fines de los 70. Una manera de describir lo que ha pasado es decir que estamos pasando de una cultura modernista del cálculo a una cultura postmodernista de la simulación».
En efecto, para Turkle, así como cuando en informática se habla de «abrir» un archivo, de «cortar» o «pegar» un texto -un lenguaje promovido cada vez más por la simplificación de los programas a través de iconos y figuras-, en realidad se está simulando una complicada secuencia de comandos binarios. De forma equivalente, el mundo virtual del ordenador nos lleva a creer que realizamos actos, procesos y relaciones que en realidad no hacemos. Se entra así en un mundo donde lo real comienza a confundirse con lo imaginario.
Turkle no hace ningún juicio valorativo sobre este proceso; pero insinúa posibles consecuencias sin buenos auspicios.
Alejandro Bermúdez_________________________(1) Sherry Turkle, Life on the Screen: Identity in the Age of the Internet, Simon & Schuster, Nueva York (1995), 347 págs.