Obligaciones frente a la fragilidad del mundo
¿Qué tienen en común un coleccionista, un aficionado a la historia, un restaurador del patrimonio artístico, un orientador familiar, un ecologista y un defensor del Estado de bienestar? Pues algo parecido a la convicción de que hay cosas que no deberían perderse, que algo merece ser protegido, frente al paso del tiempo, el capricho del momento o la irresponsabilidad. El crecimiento de esta particular sensibilidad podría considerarse como un signo de los tiempos en que vivimos.
En ámbitos muy diversos se ha formado una nueva coalición de protectores por oposición a los antiguos transformadores, de quienes se consideran más bien herederos, guardianes o depositarios frente a quienes se consideran más bien constructores, inventores y revolucionarios; tal vez sea este eje mucho más clarificador que las distinciones ideológicas tradicionales para entender algunos fenómenos sociales y culturales de estos tiempos tan paradójicos, tan difíciles de comprender cuando son examinados desde los observatorios tradicionales o desde un único punto de vista.
En favor de la salvaguarda
Entre los reparadores del mundo se congregan personas de variada ideología. En un libro reciente, Michel Lacroix ha sintetizado en las figuras de Noé y Prometeo la alternativa que mejor describe las posibilidades de nuestro tiempo (1). Es esta una alegoría que expresa muy acertadamente la oposición entre los imperativos de la modernización y el crecimiento, por un lado, y, por otro, las exigencias de una ética de la salvaguarda, el cuidado y la protección. Según Lacroix, asistimos al nacimiento de un poderoso movimiento en favor de la salvaguarda, que se esfuerza en frenar las fuerzas de la destrucción, de la negligencia y de la modernización a ultranza.
Se trata de un afán surgido ante la experiencia de la fragilidad general del mundo. La fragilidad comienza por uno mismo, por un sujeto que se siente menos protegido, más expuesto a la perplejidad y al desarraigo en sus múltiples formas. El miedo a convertirse en un desheredado parece haber sustituido al entusiasmo por una ruptura con el pasado que caracterizaba a otras épocas; abandonado el furor de la transgresión a cualquier precio, la fidelidad a una herencia se presenta como condición del desarrollo personal, del mismo modo que la conservación del medio ambiente posibilita el progreso económico o la memoria sirve de soporte a la identidad de los individuos y los grupos sociales.
Antiguos y modernos
La preocupación por el reciclaje -en su sentido más amplio- podría entenderse como una tendencia universal de nuestra época. Rehabilitación, conservación, restauración, protección y defensa son las palabras maestras de un combate cotidiano, ya se trate del medio ambiente, los vínculos sociales o las obras de la cultura. La sociedad contemporánea está poblada de militantes del patrimonio, tanto natural como cultural. De hecho, la noción de patrimonio se extiende a los dominios políticos, económicos, sociales, institucionales y técnicos. También en la sociedad rigen muchos de los principios que se esgrimen en la batalla por defender el ambiente natural.
Desde el punto de vista cultural, esta tendencia se encuentra en el origen de una creciente musealización: frente a los imperativos de la innovación, surge un gusto por las obras de los muertos. Las investigaciones genealógicas, el coleccionismo, el interés por la historia hacen que la nostalgia se haya convertido en un acontecimiento social. Como toda tendencia social, tampoco esta carece de exageraciones. Existe incluso una «retromanía», pintoresca en ocasiones, pero que forma parte del mismo paisaje cultural. Vivimos en una cultura del souvenir, a la que acompaña su particular liturgia de rememoración y reverencia que exhuma con una escrupulosa piedad todo lo que evoca al pasado. Es como si ahora que la comunicación entre los vivos tiende a empobrecerse, la conversación con los muertos fuera más intensa que nunca; los antiguos desfilan así proyectando su sombra tutelar sobre los vivientes.
En otras épocas, las creaciones culturales nacían con un espíritu de novedad combativo, algo merecedor de entusiasmo o desprecio, que se recibía incluso con escándalo o complicidad. El artista era -o pretendía parecerlo- un transgresor. La historia del arte moderno está plagada de controversias apasionadas, con un patetismo propio de quien esperaba de las novedades artísticas una revolución o temía de ellas la decadencia. En nuestros días, los acontecimientos que gobiernan la vida cultural son casi siempre conmemoraciones que se desarrollan en un clima de fervor unanimista. Vivimos al ritmo de retrospectivas, los acontecimientos del pasado son objeto de conmemoraciones incesantes. Todo sucede como si nos expresáramos mejor por la vía modesta del retorno o redescubrimiento que por el énfasis de la creación.
La suma total de los esfuerzos gastados en transformar el mundo, por construir de nuevo y empezar desde el comienzo, es inferior a la que los hombres consagran a las tareas de reparación. Después de los constructores y los revolucionarios, son los guardianes quienes parecen llamados a gobernar una nueva época histórica. La célebre tesis de Marx podría actualmente ser formulada en estos términos: los revolucionarios se han dedicado a transformar el mundo; ahora se trata de conservarlo.
La ideología protectora
Lo que moviliza actualmente a los individuos no es la promesa de un perfeccionamiento sino el miedo que inspira el cambio. El mesianismo de antaño se ha desfondado. Las luchas reivindicativas no se inscriben en un contexto de esperanza revolucionaria; lo que se combate es la modernización desconsiderada con todo su cortejo de cambios devastadores y la incertidumbre que provoca. Disposiciones como la movilidad geográfica, que en otro tiempo eran la puerta de acceso a la prosperidad, son vistas ahora como una situación insoportable de crudo desarraigo. La expansión ha cedido el paso a una ideología de aseguramiento de lo conocido.
El deber de los individuos no es entonces defenderse contra la sociedad, sino defenderla, cuidar un tejido social fuera del cual no es realizable su identidad. Se podría definir el espíritu de estos últimos años como la creciente toma de conciencia de la fragilidad del mundo civilizado. Se ha convertido en lugar común, en experiencia general y cotidiana, aunque en un tono menos dramático, aquello que afirmaba Paul Valéry después de la primera guerra mundial: «las civilizaciones saben que son mortales».
Pero el peligro no procede de los bárbaros o se debe únicamente a la amenaza de una guerra. Es una debilidad más bien constitutiva de lo que el sociólogo Ulrich Beck ha bautizado como «la sociedad del riesgo». La fragilidad de la sociedad se traduce en que la incertidumbre se impone sobre los destinos individuales. Las trayectorias vitales son cada vez más caóticas y discontinuas, truncadas por acontecimientos perturbadores: la emigración, la ruptura familiar, la degradación profesional, la pérdida del empleo, la experiencia de la precariedad, la soledad… Por otra parte, los servicios públicos se encuentran en una situación crítica, la economía está regida por la férrea ley de la competencia, sectores industriales enteros desaparecen, la solidaridad parece sepultada por los particularismos, el vínculo social se afloja, la pobreza y la exclusión se convierten en el destino de un número creciente de individuos. Se extiende así un sentimiento general de incertidumbre y desprotección.
Fragilidad de las cosas
Esta precariedad general modifica el panorama en el que los sujetos han de actuar libremente y hacer valer su identidad. La fragilidad del sistema educativo, de las instituciones, de los hábitos democráticos, de la sociabilidad, de los mecanismos de integración, de las creaciones culturales es cada vez más patente, de modo que el individuo, lejos de sentirse oprimido por la civilización, siente su deuda respecto de todas esas cosas. Las víctimas son ahora protectores; el imperativo emancipador es un reflejo protector. El deber de la desalienación sólo tenía sentido en un medio de instituciones poderosas. Pero con entramados institucionales débiles, los problemas del «cuidado» reemplazan a los de la «alienación». Ya no se trata de sustraerse de la influencia de las cosas instituidas cuanto de proteger a éstas frente a la decadencia.
La ética de la solicitud surge frente a la experiencia de la fragilidad del mundo. La visión contemporánea del mundo tiende a desembarazarse de aquellas concepciones que lo veían fundamentalmente como una realidad poderosa. La ciencia ha abandonado su rígido determinismo para manejar unas nociones que tienen que ver con la contingencia, como el caos, la indeterminación o el desorden. Al ser imaginado por la metafísica tradicional con los trazos de la estabilidad y la fuerza sucede un ser que se muestra en la desaparición, que no habla ya un tono perentorio.
Descartes entendía la tarea del pensador como algo similar a la de un arquitecto, cuya tarea consiste en fundamentar, construir y justificar. En un horizonte de ontología débil, los actos filosóficos fundamentales son, por el contrario, la receptividad, la disponibilidad y la atención. El ser ya no es el fundamento sobre el que se edifica; no se ofrece como una materia prima sobre la que hay que trabajar, sino como una realidad que se desvela. Estas dos orientaciones filosóficas corresponden a la visión ingenieril del mundo y a la ética de la salvaguarda. Una es de esencia prometeica y está orientada a la construcción de sistemas y fundamentos seguros; la otra está interesada en cultivar la receptibilidad teórica hacia lo que se desvela y la sensibilidad moral hacia cuanto nos solicita. No es otra cosa lo que ha querido decir el llamado pensamiento débil, con frecuencia tan mal entendido, como si fuera una especie de pusilanimidad mental o miedo al compromiso teórico y práctico.
La responsabilidad de socorrer
El imperativo moral frente a la fragilidad ya no es tanto construir como socorrer. La confrontación con la debilidad de las cosas y los seres eleva la responsabilidad por su salvaguarda al primer plano de los valores. En este contexto, las exigencias fundamentales no se expresan en la palabra «liberación» sino como «responsabilidad», aunque sea en el plano de las cosas modestas, tras haber conocido los efectos devastadores de las grandes ambiciones que olvidaban su finitud y limitaciones constitutivas. A partir de ahora ya no se trata de saber a qué ideología se adhieren los individuos, bajo qué bandera política combaten o en qué gran proyecto participan. En adelante habrá que preguntar a cada uno sobre su responsabilidad individual en la lucha contra la degradación del mundo.
En la novena de sus Elegías a Duino hablaba Rilke de «unas cosas que nos conciernen extrañamente», que «confían en que podemos salvarlas, nosotros, los más perecederos». Esta experiencia ambigua de sentirse interpelado y saberse a la vez finito es el umbral por el que se accede a un tipo de deberes que ya no utilizan el lenguaje imperativo del poder sino el de la solicitud. Constituyen la invitación para adoptar una manera hospitalaria de dirigirse al mundo, una cierta piedad.
Daniel Innerarity_________________________(1) Michel Lacroix. Le principe de Noé. Flammarion. 1997. 158 págs. 95 F.