Las mujeres y el trabajo
La incorporación de la mujer al mundo laboral le ha obligado a aceptar unas condiciones de trabajo pensadas para el hombre, en las que apenas se tienen en cuenta las exigencias de la maternidad. A falta de tiempo y de recursos, la mujer con hijos ve comprometida su carrera profesional y su libertad de dedicarse a la familia. En esta situación, la enseñanza social de la Iglesia exige cambios aún más radicales de lo que suele proponer el feminismo centrado en la igualdad. Este fue el tema abordado por la noruega Janne Haaland Matlary, casada y con cuatro hijos, profesora de ciencia política de la Universidad de Oslo, durante la asamblea plenaria de la Academia pontificia de Ciencias sociales (23-26 abril 1997), intervención que resumimos aquí.
La cuestión que se plantea es si, ante la progresiva incorporación de la mujer al mundo laboral y el consiguiente aumento de situaciones en que ambos padres trabajan fuera de casa, la Iglesia debería revisar su doctrina social sobre la mujer y el trabajo. Mi respuesta es que la Iglesia no debe abandonar su lucha por que se reconozca política y socialmente la importancia de la maternidad. Lo que se necesita es concretar las implicaciones de la enseñanza social de la Iglesia acerca del trabajo dentro y fuera de casa.
Una premisa de tal doctrina es que la tarea de la mujer como madre es más importante que la del hombre como padre, al menos cuando los hijos son pequeños. Otra idea básica es que los padres deben ocuparse más de los niños y de la casa, y que los empresarios deben facilitárselo. En tercer lugar, que el Estado y las empresas deben reconocer de modo efectivo el trabajo de las mujeres y su función maternal: el papel de la maternidad, específico de ellas, otorga el derecho de ser tratadas de modo diferente a los hombres, sin que esto suponga ninguna discriminación laboral.
Organización para hombres
En teoría, la mujer que es madre de hijos pequeños puede optar entre trabajar a la vez en casa y en una empresa, o trabajar a tiempo completo en el hogar. Pero, de hecho y de derecho, ¿qué se requiere del empresario y del Estado para que estas opciones sean realmente libres, no imposiciones? ¿Y cuál es el papel de los hombres como padres y corresponsables del «tercer» trabajo, el de la casa?
En los países occidentales, las mujeres, en general, están ahora tan bien o mejor educadas que los hombres y cada vez son más las que trabajan fuera del hogar. En cambio, la vida laboral casi siempre continúa organizada como si las mujeres no fueran también madres. Aunque algunos padres de niños pequeños han empezado a pedir a sus empleadores que su trabajo sea compatible con la paternidad, la vida laboral todavía está organizada como si los empresarios no tuviesen obligaciones hacia las familias.
La mujer bajo un fuego cruzado
En esta tesitura, el feminismo igualitario de los años 70 se propuso mostrar que las mujeres podían trabajar tan bien como los hombres en todas las esferas. Pero descuidaron e incluso atacaron la maternidad, de manera que su modelo de mujer como profesional en realidad ha omitido la dificultad de compaginar la maternidad y la vida profesional. En su intento de igualdad, las mujeres han terminado imitando a los hombres, aceptando las condiciones masculinas para la vida laboral. Esto quizá era inevitable en el intento de acceder a profesiones tradicionalmente masculinas; pero sólo puede ser una etapa en el camino hacia la igualdad real.
La meta principal de las mujeres debería ser lograr que su diferencia respecto de los hombres se refleje en la organización del trabajo. Las mujeres empiezan a darse cuenta de la tremenda importancia de esto. Pues hasta ahora han intentado aparentar que la maternidad no influye en su vida profesional, y han «privatizado» su papel de madres.
El trabajo de la madre puede ser de por sí no sólo una ocupación a tiempo completo, sino un empleo más importante que cualquier otro, también para la sociedad. Por tanto, las mujeres deben poder optar por trabajar como madres, y el Estado debe hacer realizable esa posibilidad. Sin duda, esta es una tesis radical y extrema, pues en casi todos los países occidentales trabajar sólo en casa no es hoy una opción, y las mujeres que se «limitan» a estar en casa se ven ridiculizadas y se las considera anticuadas.
Contra esta idea generalizada, la Iglesia insiste en que el trabajo de la maternidad -el trabajo físico de dar a luz y de criar a los hijos- es el más noble e importante de los trabajos, y que es trabajo específico de la mujer: en esto el hombre no la puede reemplazar, sino complementar.
El síndrome de trabajadoras «alienadas»
Desde mi experiencia particular de educar a cuatro niños en casa y trabajar también fuera, sé que las mujeres deben tratar de que se reconozca su trabajo como madres, y que este reconocimiento lleve a condiciones laborales que hagan posible realizarlo. A este respecto, la enseñanza de la Iglesia sobre la primacía de la maternidad es acertada: a menos que una madre pueda cumplir las tareas propias de la maternidad, no será una buena profesional a largo plazo, porque las presiones cruzadas del trabajo y de la familia la superarán, y la ficción de que su papel como madre no tiene importancia hará mella en su vida. De hecho, las mujeres se encuentran «alienadas» cuando tienen que aparentar que ser madre es algo secundario, algo propio de su tiempo libre, que no conlleva carga o consecuencias para su vida laboral.
La enseñanza de la Iglesia sobre la igualdad de la mujer en el trabajo está muy por delante de la visión feminista de los años 70. Esta se basa en una antropología que considera a hombres y mujeres como iguales en términos profesionales -que lo son-, pero desdeña el trabajo del hogar como si se tratase de algo del pasado y represivo para la mujer.
Absurda disyuntiva
La idea de que las mujeres deben elegir entre los hijos y la profesión es absurda. Después de todo, nadie espera que el hombre haya de escoger entre ser padre o tener una profesión. Es igualmente absurdo pensar que el trabajo fuera de la casa es más importante que cuidar de los niños en casa; de hecho, cada vez más mujeres están reconociendo que su trabajo como madres es de tremenda importancia social. Sin embargo, ni los políticos, ni las pocas mujeres que han llegado a puestos políticos relevantes, están demasiado interesados en reconocer que el trabajo de la mujer-madre «cuenta», pues implicaría un gran coste económico.
Según la doctrina social de la Iglesia, las mujeres y los hombres tienen el mismo derecho a trabajar. Pues junto al desarrollo exterior que produce el trabajo, también esas tareas perfeccionan a quien las realiza. De ahí que tanto el Estado como el empresario tengan obligaciones con los trabajadores, que incluyen, entre otras, el salario justo, en este caso, el suficiente para mantener a la familia.
Sin embargo, especialmente en Occidente, sucede que en muchas familias ambos padres trabajan. ¿Qué dice la doctrina de la Iglesia ante esta situación relativamente novedosa? En la encíclica Laborem exercens (n. 91), Juan Pablo II señala dos puntos importantes: el primero, que la sociedad debe valorar el trabajo de las mujeres, en especial el de quienes trabajan en casa todo el día, sin discriminarlas frente a los hombres ni penalizarlas en la comparación con otras mujeres. Al contrario de lo que ocurre en los Estados modernos, que normalmente no reconocen a las amas de casa su derecho a participar de los sistemas de seguridad social.
En segundo lugar, el Papa insiste en que es equivocado forzar a una madre -obviamente por razones económicas- a trabajar fuera de casa si esto le impide realizar las tareas de madre.
La miopía del feminismo igualitario
El engaño del feminismo igualitario es atacar a la maternidad y a la familia y concentrarse exclusivamente en conseguir la igualdad laboral con el hombre. No es que la igualdad laboral sea irrelevante -las mujeres han sido y son todavía en muchos casos discriminadas en su vida profesional-, pero es un grave error olvidar e incluso atacar a las mujeres en cuanto madres.
Para poder trabajar y a la vez ser madres, la vida laboral debe estar estructurada de modo que las mujeres sean capaces de avanzar y competir sin cargar con consecuencias negativas en su papel de madre. Esto implica que se reconozca explícitamente a las mujeres el «derecho a ser diferentes», y que esta diferencia forme la base para reestructurar las condiciones de trabajo.
En el futuro, sostiene Juan Pablo II en su Carta a las mujeres, la mayor participación de las mujeres en la sociedad «ayudará a manifestar las contradicciones de una sociedad que se organiza sólo de acuerdo con los criterios de la eficiencia y la productividad, y forzará al rediseño de los sistemas de modo que se fomenten los procesos de humanización que caracterizan la ‘civilización del amor'».
Naturalmente, el feminismo radical de los años 70 y el moderno feminismo de «género» ignora este mensaje y desprecia la maternidad porque basa su antropología en el constructivismo, completamente opuesto al postulado de las diferencias naturales e innatas entre los sexos. Sin embargo, la experiencia común dice que existen tales diferencias naturales e innatas y que la mujer y el hombre se complementan mutuamente como madre y padre. Las cualidades naturales de la masculinidad y la feminidad son ontológicas: somos diferentes porque fuimos creados así. Aunque, por su dominio histórico, el hombre definió el papel de las mujeres, y en cierta medida lo construyó.
El derecho a ser diferente
Ese dominio masculino histórico explica que, de una parte, no se hayan previsto políticas sociales que permitan a las mujeres abandonar el trabajo -sin consecuencias negativas- cuando tienen niños. De otra, en el lugar de trabajo los hombres tienden a elegir a hombres que se les parezcan e imponen a las mujeres el llamado «techo de cristal» que les impide llegar a los puestos superiores.
En su reacción, el feminismo de los años 70 sostenía que la igualdad y la liberación de la mujer serían alcanzadas una vez las mujeres entrasen en todas las esferas de trabajo de los hombres. Era una idea razonable, como condición para acceder al poder. Pero la liberación no resulta de esto: las mujeres no son más felices por poder ser camioneras, mineras o soldadas.
A menudo el resultado no fue crear algo nuevo y diferente, sino simplemente imitar al hombre. Y no basta con que la mujer comparta con el hombre muchas profesiones, si ha de aceptar las condiciones laborales impuestas por el varón.
Tampoco es satisfactoria la propuesta de una profesora norteamericana: crear dos tipos de carreras profesionales. Una, donde estarían los trabajos más importantes, para hombres, y para las mujeres que no tengan hijos; la otra, la de los trabajos a los que pueden dedicarse las mujeres con hijos. Esta idea supone de nuevo plegarse a las condiciones laborales masculinas. Y es completamente equivocada: la mujer debe plantear una vida laboral con sus propias condiciones. Hoy, por ejemplo, es perfectamente posible introducir mayor flexibilidad en los horarios laborales. Esa mayor flexibilidad es especialmente importante para la mujer, pues permite avanzar hacia una noción de trabajo que mira más al resultado que al número de horas de oficina.
Por otra parte, la mayoría de las mujeres saben que es más agradable trabajar en un ambiente en el que hombres y mujeres se reparten al 50%, y creo que los hombres van viendo que esto enriquece el ambiente laboral. Esto es alentador y aleccionador: las mujeres tienen que atreverse a ser ellas mismas y a no imitar los papeles de los hombres; y los hombres, a contratar a gente diferente de ellos, por ejemplo, a mujeres.
La responsabilidad del padre
Junto a los cambios por parte de las empresas y del Estado, también hace falta un cambio de mentalidad de los hombres sobre el papel del padre. La realidad es que, en los países occidentales, todavía las mujeres hacen la mayoría del trabajo en casa y los hombres sólo poco a poco van asumiendo su responsabilidad en el cuidado de los hijos y del hogar.
Debe cambiar la actitud de los hombres. La visión cristiana subraya la igualdad y complementariedad entre los sexos. Hombres y mujeres son fundamentalmente diferentes, pero iguales como seres humanos, con la misma dignidad y derechos. Como la vida moderna es tan estresante, los padres tienen que apoyarse más uno a otro en el trabajo diario en casa y con los niños. Pues los padres pueden hacer la mayor parte de las tareas que exige la crianza de los hijos igual que las madres, especialmente cuando ya no se trata de bebés, y, en mi opinión, los maridos se hacen más maduros cuando asumen responsabilidades prácticas con los hijos.
Acuerdo europeo para desarrollar el trabajo a tiempo parcial
El 14 de mayo, sindicatos y empresarios europeos firmaron en Bruselas un acuerdo-marco para desarrollar el trabajo a tiempo parcial. Su objetivo primordial es evitar las discriminaciones que en muchos casos convierten estos empleos en una ocupación laboral de segunda categoría.
Si mejora la calidad de estos empleos, en su mayoría ocupados por mujeres, será más efectiva la igualdad laboral entre ambos sexos. En la Unión Europea, en 1992, el porcentaje de asalariados con jornada parcial era el 14,7%, porcentaje que ascendía al 29,6% en el caso de las mujeres.
Si los sindicatos están interesados en el acuerdo porque mejora la seguridad de los trabajadores, los empresarios lo hacen porque los contratos de ese tipo permiten aumentar la flexibilidad laboral que muchas empresas buscan.
El texto del acuerdo señala que «los trabajadores a tiempo parcial no deben ser tratados de forma menos favorable que los trabajadores a plena jornada sólo por estar empleados a tiempo parcial… Siempre que sea posible [palabras que dejan un margen de maniobra a los patronos], deberá aplicarse el principio de prorrata temporis». Conforme a este acuerdo, las empresas deberán considerar las peticiones de empleados de pasar a trabajar a tiempo parcial en todos los puestos de la empresa, incluidos los directivos. Los motivos pueden ser razones familiares o necesidades de formación propias del trabajador, así como una mejor organización de la producción (interés de la empresa).
Aunque es un paso importante -como el que se logró el año pasado sobre los permisos parentales-, el acuerdo requiere todavía la aplicación en cada Estado de la Unión Europea y la adopción por parte de las asociaciones o federaciones profesionales de cada país.
En la votación del convenio participaron, como representantes de sindicatos y patronos, la Confederación Europea de Sindicatos (CES), la Unión de Industrias de la Comunidad Europea (Unice) y el Centro Europeo de la Empresa Pública (CEEP). Estas tres organizaciones deberán dar el visto bueno definitivo al acuerdo durante la próxima Cumbre europea de «diálogo social», que se celebrará el 6 de junio.
ACEPRENSA