Carlos Ignacio Massini
La existencia de derechos inalienables de la persona es hoy indiscutida. En cambio, no hay acuerdo universal sobre el fundamento de tales derechos, y de las diversas opiniones al respecto se derivan consecuencias prácticas. En concreto, cabe preguntarse si es posible defender los derechos humanos en todo su vigor desde una postura positivista, que los hace surgir del consenso expresado en las Constituciones o en los documentos internacionales. De esto hemos hablado con el Prof. Carlos Ignacio Massini Correa, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Mendoza (Argentina).
El Prof. Massini ha escrito más de veinte libros sobre temas de su especialidad (entre ellos, Los derechos humanos en el pensamiento actual, Buenos Aires, 1994; Filosofía del Derecho: el derecho y los derechos humanos, Buenos Aires, 1994; El iusnaturalismo actual, Buenos Aires, 1996). En sus trabajos trata cuestiones de derechos humanos y diversos aspectos relacionados con la filosofía jurídica, política y moral. El mes pasado visitó la Universidad de Navarra, donde impartió un curso sobre «El iusnaturalismo en la actualidad».
– ¿Qué se entiende dentro de la filosofía jurídica por iusnaturalismo? ¿A qué se contrapone?
– El iusnaturalismo sostiene que algún principio ético-jurídico -y por supuesto los centrales y fundamentales- no tiene su fuente en la voluntad, en la construcción humana. Por tanto, existe una instancia de fundamentación y de apelación moral más allá de la mera legislación positiva o, incluso, de las meras costumbres de la sociedad.
Esta teoría filosófica se contrapone al positivismo, para el cual todas las normas jurídicas o éticas tienen su origen exclusivo o casi exclusivo en la voluntad de los hombres expresada, bien a través de un acto singular de legislación, bien por medio de un acto colectivo, como puede ser la tradición o las costumbres de un pueblo.
Lo que parece importante destacar es que, de hecho, todo hombre es iusnaturalista, por más que se declare a sí mismo positivista. Es iusnaturalista en cuanto que considera que las normas son justas o injustas, que las sentencias son justas o injustas, que las instituciones son justas o injustas. Es decir, vitalmente todo hombre normal es -tendencialmente al menos- iusnaturalista.
El iusnaturalismo revive
– ¿Cuál es la situación del iusnaturalismo en la actualidad?, ¿qué escuelas de pensamiento jurídico participan de esta denominación?
– Creo que nos encontramos en una situación de resurgimiento. El positivismo tuvo su culminación entre los años treinta y cincuenta de este siglo, pero después su influencia en el pensamiento y en el actuar filosófico-jurídico ha ido en declive (algunos autores tan importantes como Ulrich Klug reconocen que el positivismo está en crisis, y que está incluso de moda hablar mal del positivismo jurídico). Por tanto, el iusnaturalismo ha resurgido y mantiene varias escuelas en su seno.
Entre estas escuelas, se me ocurre citar en primer lugar a la llamada Nueva Escuela del Derecho Natural, que fue fundada por Germain Grisez y tiene su asiento en Inglaterra y Estados Unidos, y a la que pertenecen John Finnis, William May, Joseph Boyle, Robert P. George y varios otros. Otra escuela es la formada por Michel Villey, que fuera profesor en la Universidad de París hasta casi los años 80. Villey dejó una gran cantidad de discípulos que profesan desde la Universidad de El Cairo hasta universidades en Chile, y tuvo una fuerte influencia aun sobre autores que hoy no pueden ser calificados como iusnaturalistas. También merece ser destacada otra escuela muy interesante, la surgida en Italia bajo la inspiración del profesor Sergio Cotta. En esta escuela se encuentra el actual profesor de la Universidad de Roma Francesco D’Agostino, así como Gaetano Carcaterra, Salvatore Amato, Francesco Viola y una serie de autores más que han sido discípulos de Cotta. Es esta una versión del iusnaturalismo que, para su conocimiento del hecho ético-jurídico, parte desde una perspectiva fenomenológico-existencial.
Existe también un iusnaturalismo alemán que, aunque de menor importancia que los anteriores, tiene representantes de interés: fundamentalmente Robert Spaemann, que me parece uno de los filósofos moralistas más importantes de la actualidad, y algunos autores, como Arthur Kaufmann, que se acercan al iusnaturalismo, si bien no pueden ser calificados estrictamente de tales.
– ¿Y cuál es la situación del iusnaturalismo en España?
– En España existió hasta prácticamente la década de los sesenta y setenta una fuerte presencia de lo que podríamos llamar el iusnaturalismo hispánico, que tenía su inspiración en Domingo de Soto, Francisco de Vitoria, Suárez y varios otros: es decir, la denominada Escuela de Salamanca, o la de Coimbra en el caso de Suárez. Este iusnaturalismo hispánico ha sido poco a poco sustituido por influencias de las escuelas extranjeras antes mencionadas. Javier Hervada, por ejemplo, puede ser encuadrado como un villeyano o cuasi-villeyano; otros autores españoles son seguidores de Sergio Cotta, y algunos otros conocen la obra de John Finnis, profesor en Oxford, pero éstos son los menos.
Una ética mejor fundada
– ¿Tiene la doctrina iusnaturalista algo que ver con un cierto retorno al lenguaje de los valores y la moral, que parece estar otra vez de moda?
– Es evidente que existe una vinculación entre el iusnaturalismo y lo que se ha llamado «el renacimiento de la ética», ya que el iusnaturalismo tiende a fundar el derecho -y la ética en general- sobre principios objetivos por medio de la construcción intelectual. Por eso mismo, su propuesta ética es una propuesta mejor fundada, más sistemática y más estricta, que las alternativas fundadas en el consenso, en el discurso o en el diálogo, que conducen -en último término- a éticas débiles incapaces de fundar normas morales sin excepción.
– Este año las Naciones Unidas celebran el cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. ¿Puede ser el derecho natural la fundamentación más sólida de los derechos humanos?
– En toda declaración de derechos está supuesta una postura iusnaturalista, porque los derechos humanos son por su misma definición anteriores a la legislación positiva, tanto en el sentido temporal como en el sentido axiológico.
En algunos casos, como por ejemplo la Declaración Universal de las Naciones Unidas, se hace referencia a los derechos que se tienen intrínsecamente y que no admiten excepción. Pero es en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, anterior en unos meses a la de las Naciones Unidas (ambas de 1948), donde más claramente se expresa que los derechos humanos están fundados en la misma esencia del hombre, y esa es evidentemente una posición o una propuesta claramente iusnaturalista. También aparece el derecho natural de manera implícita en la Convención Europea de Derechos Humanos. En todos estos -y otros muchos- documentos internacionales se pone de manifiesto de modo más o menos evidente, pero siempre presente, la asunción de un punto de vista iusnaturalista.
Derechos y deberes humanos
– Se habla mucho de los derechos, pero ¿cree usted que se debería hacer más hincapié en los deberes u obligaciones, como vienen argumentando algunos países, fundamentalmente asiáticos, y recientemente ha propuesto una conferencia de antiguos líderes políticos de todo el mundo?
– Me parece que todo derecho se tiene porque otro tiene una obligación. Es decir, los derechos y los deberes son correlativos y, por lo tanto, pretender la existencia de derechos sin la contrapartida de deberes u obligaciones carece de sentido. Si yo tengo el derecho a transitar libremente por mi país y la policía no tiene el deber de respetarme ese derecho, es evidente que yo, en la práctica, carezco de ese derecho, ya que no puedo disfrutar de él. Por eso, el reclamo de los países asiáticos es fácilmente comprensible, sobre todo teniendo en cuenta que el lenguaje de los derechos es un lenguaje típicamente occidental. De hecho, cuando en las Naciones Unidas se debatió la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el representante chino manifestó que el problema que tenían ellos para traducir eso a su cultura era que en su idioma no tenían ningún equivalente a la palabra derechos, en el sentido de derechos subjetivos. Es decir, la palabra -y por lo tanto la noción- les era completamente extraña.
El lenguaje de los deberes, bien aplicado, puede ser tan efectivo como el lenguaje de los derechos. Y viceversa: cuando se habla de derechos en su justo término y de manera correcta, los deberes están implícitos. Lo ideal es hablar de derechos y deberes, porque también conviene de vez en cuando recordar a la gente cuáles son sus deberes.
– Cada cierto tiempo se habla de nuevos derechos humanos, que se desea expresar en declaraciones. ¿Existe un peligro de inflación de los derechos humanos que les haga perder buena parte de su validez y eficacia jurídica?
– Tradicionalmente se han distinguido tres generaciones de derechos humanos. La primera generación la componían los derechos de la Declaración de Virginia y de la Declaración Francesa, que eran fundamentalmente derechos de libertad: la integridad física, la seguridad, la propiedad, «la resistencia a la opresión», decía la Declaración de Virginia. Después vinieron los derechos de segunda generación que han sido llamados derechos sociales, y que tuvieron su primera concreción en la Declaración de Derechos de la Constitución Francesa de 1848. Allí aparecen por primera vez el derecho a una vivienda digna y el derecho a la educación, aunque, por obra de un magnífico discurso de Tocqueville en un famoso debate de la Convención Constituyente, no se incluyó directamente el derecho al trabajo en la Declaración final. En último lugar aparece la tercera generación de derechos humanos, los llamados derechos de solidaridad, que estaría conformada por el derecho al medio ambiente, a la paz o al desarrollo.
Ahora bien, es cierto que la proliferación de derechos conlleva un peligro. En la medida en que se denomina derecho a cualquier pretensión de los individuos de hacer prevalecer sus intereses, se produce una inflación de derechos, que redunda en el descrédito de los mismos. Cuando cualquier cosa se pretende como derecho, es muy difícil después reclamar como tales aquellos que realmente lo son, porque se ha malbaratado el término.
Enrique Abad MartínezHacia un tribunal internacional permanente
La protección efectiva de los derechos humanos exige que se puedan castigar las transgresiones, por medio, si es preciso, de instancias superiores a las leyes y los poderes nacionales. Así, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dirime los casos contenciosos entre particulares y los Estados miembros del Consejo de Europa. Pero la universalidad de los derechos humanos pide una autoridad judicial del mismo rango. Esto resulta evidente cuando se trata de casos como la guerra en la ex Yugoslavia o el genocidio de Ruanda, que no se pueden confiar a tribunales nacionales.
Precisamente alentada por esos dos casos, desde hace tres años la ONU trata de establecer un tribunal internacional permanente para juzgar crímenes cometidos en tiempo de guerra o conflicto civil. En las negociaciones participan representantes de más de cien países, para dar los últimos toques al borrador de documento constitutivo, que el próximo junio se someterá a aprobación de los Estados miembros en una conferencia mundial que tendrá lugar en Roma. Sería la aportación quizá más sustantiva a las celebraciones del cincuentenario de la Declaración Universal. Es probable que se consiga, pues el plan cuenta con el respaldo de Estados Unidos y las otras grandes potencias.
¿Quién puede iniciar un proceso?
Los puntos más debatidos en las conversaciones son la jurisdicción del tribunal, el procedimiento y las relaciones con los otros tribunales internacionales, así como con la propia ONU y los miembros permanentes del Consejo de Seguridad.
Respecto a las competencias, lo más probable es que el tribunal se limite a tres tipos de ofensas: genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, todos ellos definidos en tratados internacionales.
En cuanto al procedimiento, hay acuerdo en que el tribunal no juzgará a quienes no logre que comparezcan y que no podrá condenar a muerte.
El punto más delicado es quién tendrá competencias para iniciar un proceso. Para algunos países (Francia, Rusia, Japón), el tribunal sólo debería abrir un caso con el consentimiento de todos los gobiernos implicados. Otros (Canadá, Alemania, las naciones escandinavas y, en general, los países en desarrollo) piensan que bastaría que cualquier gobierno interesado presentara la denuncia.
Otro asunto es el de las relaciones con el Consejo de Seguridad, que sería, en definitiva, el poder ejecutivo que respaldaría al tribunal. Estados Unidos es contrario a que el tribunal intervenga en conflictos en que el Consejo esté implicado como mediador (así sucede en el caso de la ex Yugoslavia). Alega que la ONU no puede negociar con las partes en conflicto y a la vez perseguir a los criminales. Otras delegaciones replican que, como el Consejo de Seguridad interviene en prácticamente todos los conflictos importantes, la solución norteamericana equivaldría a otorgar poder de veto a los cinco miembros permanentes: el tribunal, entonces, carecería de crédito, pues todo el mundo lo vería como un mero instrumento de las grandes potencias.
En esta disputa, se abre paso una salida de compromiso propuesta por Singapur: el tribunal podría juzgar cualquier caso -presentado por uno o varios gobiernos, según lo que se decida-, pero tendría que inhibirse si lo ordenara el Consejo de Seguridad.
El intento de constituir el tribunal internacional permanente ha tomado ímpetu con motivo de la buena ejecutoria mostrada por el tribunal especial para la guerra de Yugoslavia, con sede en La Haya. Formado por mandato de la ONU en 1993, ha probado su eficacia desde que las potencias han empezado a exigir con fuerza la entrega de los acusados y a emplear los soldados de la OTAN para practicar detenciones.
Un ejemplo alentador
El tribunal no celebró el primer juicio hasta 1996. El mes pasado comenzaron dos más, y ahora hay veinte detenidos a disposición de los jueces, que han cursado órdenes de captura contra otros 54 acusados.
Los magistrados y fiscales de La Haya han tenido que superar grandes dificultades. La primera es la falta de cooperación por parte de los tres gobiernos implicados (serbio, bosnio y croata), y hasta el año pasado de la OTAN, para entregar a los acusados. Se ha encontrado también con la resistencia de muchos testigos a declarar, por miedo a represalias, y con intentos de destruir pruebas. Ha tenido que aplicar las leyes internacionales sin contar apenas con precedentes.
Pero, finalmente, ha demostrado que puede juzgar a criminales de guerra de forma seria e imparcial. A diferencia de los tribunales de Nuremberg y Tokio, que juzgaron los crímenes cometidos en la II Guerra Mundial, el de La Haya no es sospechoso de impartir la justicia de los vencedores.
No ha sucedido lo mismo con el tribunal especial para Ruanda, constituido en Tanzania tras las matanzas de 1994. Descuidado por la ONU, olvidado por la opinión pública occidental, no ha logrado celebrar un solo juicio. En este caso, los medios humanos y materiales, y el interés de las potencias, han sido mucho menores. Lo que confirma, por contraste, la lección que enseña el tribunal de La Haya: si el mundo está decidido a que las leyes internacionales sobre derechos humanos tengan fuerza coercitiva, se puede lograr.
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