Un reciente estudio, del que se hace eco Jim Gilchrist en el periódico británico The Scotsman (Edimburgo, 15-VIII-2000), pone de manifiesto el efecto negativo que la cohabitación tiene en el matrimonio. El estudio, titulado Marriage-Lite: The Rise of Cohabitation and its Consequences, ha sido publicado por el Institute for the Study of Civil Society. Su autora, la socióloga Patricia Morgan, ha declarado que cuando la cohabitación se extiende, la sociedad debe conocer a qué se expone.
En el Reino Unido, cerca de 1,5 millones de parejas conviven sin estar casadas; para el 79% de los hombres y el 71% de las mujeres menores de 35 años, la cohabitación es la forma inicial de vida en pareja. De forma gradual, la cohabitación ha adquirido un status en la legislación británica -civil y fiscal- del que antes carecía. Pero, en opinión de Morgan, la actitud crecientemente permisiva hacia la cohabitación no ha hecho sino ocultar los simples hechos que su estudio muestra: en las parejas de hecho abundan la mala salud, los malos tratos, el desempleo y los problemas para los niños.
La cohabitación es más frágil que el matrimonio. Menos del 4% de las parejas de hecho duran 10 años o más. El 20% se separan antes de tres años, contra el 3% en el caso de las parejas casadas. Las parejas de hecho que no culminan en boda se rompen en proporción cuatro veces mayor que los matrimonios. La tasa de ruptura de las parejas de hecho con hijos es 4-5 veces la de los matrimonios con hijos.
Las mujeres, además, tienen más riesgo de padecer violencia que en un matrimonio. La salud suele ser peor, ya que quienes cohabitan se permiten mutuamente con más facilidad que los cónyuges el abuso de alcohol, las drogas y el tabaco. Las parejas que cohabitan son menos fieles que las casadas. Por último, la cohabitación parece ser la puerta de entrada para la maternidad en solitario, especialmente entre las mujeres con pocos recursos económicos. Las consecuencias son especialmente graves para los niños: peor rendimiento escolar, más problemas psicológicos y un significativo aumento del riesgo de ser objeto de malos tratos.
La cohabitación parece ser el camino perfecto para que los hombres sigan comportándose como si estuvieran solteros (en realidad, siguen solteros), tanto por lo que atañe al trabajo como respecto a su vida social y a las responsabilidades en casa y con los hijos. En cambio, los hombres casados suelen trabajar más duro, y reducen su vida social fuera del entorno familiar y laboral.
Algo más que un papel
La creencia «políticamente correcta», muy difundida hoy, es que muchas de las parejas de hecho son tan respetables como un matrimonio, que lo importante es la calidad de la relación y no la institución del matrimonio en sí misma. La palabra pareja ha sustituido en el lenguaje común a matrimonio (cónyuge, marido, mujer), para no hacer distingos entre quienes están casados y quienes conviven sin estarlo. Incluso existe la opinión general de que, en realidad, la cohabitación es el paso previo de muchas parejas antes del matrimonio, la etapa preliminar.
En opinión de Morgan, «el ataque a la familia ha sido la expresión más evidente, duradera y triunfante de la revolución contracultural». En el mejor de los casos, «el matrimonio ha sido tratado como una broma en los departamentos de Sociología y generalmente ha sido considerado como problemático: por lo común, se lo pinta como un instrumento de represión para esclavizar a las mujeres y recortar la capacidad de elección de las personas». Morgan considera que el matrimonio es algo más que un simple papel: influye -y mucho- tanto en la sociedad en su conjunto, como en la suerte de los individuos.
Linda Hopper, directora de formación de Couple Counselling Scotland, apunta que es importante saber por qué la gente prefiere cohabitar a casarse. «Según este estudio, parece que la gente no desea formar una pareja para toda la vida. No buscan estabilidad, sino tener en cualquier momento la opción de romper cuando las cosas van mal». Sobre la violencia doméstica, Hopper aporta un interesante argumento: las parejas de hecho suelen formarse rápidamente, mucho más que los matrimonios; el tiempo del noviazgo sirve para conocer a la otra persona; cuanto más corto sea éste, más fácil es ocultar una personalidad violenta.
Pero lo que más destaca Hopper sobre el estudio sociológico de Morgan es el efecto de la cohabitación en los hijos: si los niños no pueden confiar en que sus padres permanezcan juntos, difícilmente podrán en el futuro formar ellos mismos una relación duradera. «Si el gobierno, particularmente a través de incentivos fiscales, coloca al matrimonio en situación de desventaja, contribuye a que se denigre la institución. El matrimonio y la cohabitación tratan sobre cómo nos organizamos para educar de la mejor manera a la próxima generación, que tendrá a su cargo la sociedad en el futuro. Estamos viendo cuáles son las tendencias: ¿debemos continuar así o intentar cambiar las cosas?».
Por su parte, Morgan considera crucial que se conozca la información sobre los efectos reales de la cohabitación con el fin de que la gente joven sepa en realidad qué cabe esperar. Con todo, la gente desea tener un compañero de por vida, según declaran cerca del 80% de las personas, especialmente los más jóvenes, pese a la cultura del «cambio de pareja» difundida por los espectáculos. Si la gente no lo consigue, dice Morgan, es que «hay una gran brecha entre las expectativas y los logros. Lo políticamente correcto desde las alturas es decir que la gente rechaza el matrimonio, pero la evidencia es que no».
Paradójicamente, el hecho de cohabitar delata el temor de acabar en divorcio, así que piensan que vivir primero con alguien o intentarlo con varios sucesivamente es un modo de construir un matrimonio posterior más fuerte. Las pruebas aportadas por el estudio de Morgan dicen justo lo contrario: cohabitar con la pretensión de que habrá más posibilidades de formar un matrimonio, primero, y un matrimonio estable, además, es una falacia; cuanta más cohabitación, menos matrimonio y, en su caso, más divorcio y, desde luego, muchas personas que deciden vivir solas.
Morgan, que se declara libertaria, considera que se debe dejar a la gente que viva como quiera. Si dos personas quieren cohabitar, no se les puede imponer ni el compromiso ni las responsabilidades de un matrimonio. Pero si lo que la gente quiere verdaderamente es casarse, «deben tener la oportunidad de adquirir un compromiso a largo plazo, algo que ahora estamos aboliendo en nombre de la cohabitación».
Aurora Pimentel