Foto de familia con Austria

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Contrapunto

Un policía mata de un tiro en la nuca a un joven inmigrante desarmado, del que sospechaba que estaba robando un coche. La Justicia y la policía reaccionan con rapidez: el agente autor del disparo es detenido y acusado de homicidio voluntario. Pero la población inmigrante se echa a la calle, y hay destrozos urbanos, quema de coches, enfrentamientos con la policía y sesenta detenidos. Ha sucedido en Lille, sin que el asunto haya provocado reacciones de otros gobiernos europeos. Casi todos los países europeos con población inmigrante sufren de vez en cuando alguna convulsión de este tipo. Pero me pregunto qué reacciones habría habido si este estallido de violencia hubiera ocurrido en Austria.

No hace falta mucha inventiva para imaginar algunos titulares: «La xenofobia impulsada desde el gobierno hace que la policía se crea con el derecho a matar a inmigrantes sospechosos». «El gobierno intenta acallar la protesta con la represión policial». «Los gobiernos de la Unión Europea consideran que la tensión social confirma la necesidad de aislar más a Austria». Es seguro que un incidente de este tipo no se catalogaría, como en la prensa francesa, de bavure policial (error práctico, abuso con consecuencias lamentables), sino de homicidio basado en la política xenófoba de la coalición de gobierno.

Ha tenido mala suerte el gobierno francés, que, tras impulsar la política de condena preventiva al gobierno austríaco, se encuentra con que los disturbios de corte racial estallan en su propia casa. Pero ya ocurrió lo mismo antes en España. Mientras Aznar sacaba pecho para intentar echar a los democristianos autríacos del Partido Popular Europeo, la «caza al moro» en El Ejido nos sacaba los colores a la cara en Europa. Tanto habíamos repetido «aquí no somos racistas», que nos habíamos olvidado que desde hace varios siglos no habíamos tenido que convivir con gente de otro origen étnico.

En estos casos, las buenas intenciones de los gobiernos excusan los incidentes xenófobos; en el caso de Austria, las intenciones atribuidas a un gobierno justifican una condena, aunque no se haya producido ningún hecho reprochable.

Me pregunto también qué reacciones habría habido si el gobierno austríaco acordara, como acaba de pedir William Hague, el líder de los conservadores británicos, que los peticionarios de asilo sean recluidos en centros de recepción mientras se resuelve su solicitud. ¿No se habría dicho que «Austria vuelve a abrir los campos de concentración»?

Es verdad que hoy día, en Europa, las restricciones a la inmigración y el endurecimiento de las condicioens de asilo son populares. Y, ante una cita electoral, los candidatos hacen gala de que nadie les gana a aplicar esta política con rigor. Pero en tal caso no nos debería extrañar que un populista como Haider utilice el mismo recurso para ganar votos, en un país que tiene ya un 10% de población extranjera. Un porcentaje bastante más alto que el de otros países que también están alzando las vallas.

Antes de dar lecciones a Austria, no conviene perder de vista tampoco que ha sido tradicionalmente un país de acogida, que ha admitido a decenas de miles de refugiados cuando los soviéticos invadieron Hungría en 1956, cuando aplastaron la primavera de Praga en 1968, cuando se produjo la crisis de los boat people tras la guerra de Vietnam o, más recientemente, a 90.000 bosnios cuando Yugoslavia estalló.

También en estos días hay polémica en Alemania porque el gobierno, con el acuerdo de las empresas, quiere conceder visado a 20.000 informáticos, que vendrán de la India y de países del Este europeo, para remediar la penuria de especialistas en el sector. La oposición democristiana hace campaña contra esta medida con el eslogan: «Más programas de formación y no más inmigración». Que tenga cuidado, no la vayan a expulsar del Partido Popular Europeo. Pues parece que hay aquí un eco del programa del gobierno austríaco que plantea «integración (de los extranjeros ya presentes) antes que inmigración».

Antes de poner a nadie en cuarentena, juzguémosle por sus hechos, no por las supuestas intenciones. Y es que todos los países de la Unión Europea compartimos estos mismos problemas: una inmigración creciente y a menudo necesaria, dificultades para su integración, un mal humor popular ante la afluencia de extranjeros, roces entre poblaciones de distintas culturas, políticas inmigratorias vacilantes. En esta «foto de familia» salimos todos.

Ignacio Aréchaga

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