El Año Santo, punto de partida

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Juan Pablo II traza un programa para la Iglesia al inicio del tercer milenio
Roma. La conclusión del Gran Jubileo del año 2000 no supone un punto de llegada, sino un punto de partida. Juan Pablo II ha vuelto a desconcertar a cuantos consideraban el final del Año Santo como una especie de pacífica meta de su pontificado. En vez de volverse hacia atrás para contemplar lo realizado, el Papa invita a dirigir la mirada hacia adelante. En la carta apostólica Novo millennio ineunte («Al comienzo del nuevo milenio») recoge la herencia del Año Santo y propone un programa para la Iglesia en este inicio de milenio.

El Pontífice, que ha participado en más de ochenta actos del Jubileo, concluyó el Año Santo con una ceremonia de acción de gracias, cantada y al aire libre, de casi tres horas de duración. El acto tuvo dos momentos de gran simbolismo: la clausura de la Puerta Santa y la firma, ante la multitud que abarrotaba la plaza de san Pedro, de la carta «Al comienzo del nuevo milenio», cuyo contenido demuestra que, no obstante los achaques físicos, su pulso para dirigir a la Iglesia sigue intacto.

Presenciando ese acontecimiento y escuchando sus palabras, era imposible no recordar el vaticinio que le hizo el cardenal Wyszynski en el lejano cónclave que le eligió Papa, un episodio que relató años después el mismo Juan Pablo II: «Si Dios te ha escogido -le susurró el primado polaco-, es para que lleves a la Iglesia al tercer milenio».

Un balance

A la hora de hacer balance de lo que han sido estos 379 días de Jubileo, el Papa observa que toda valoración será superficial, pues «nosotros solo podemos observar el aspecto más externo de este acontecimiento singular», ya que «es imposible medir la efusión de gracia que ha tocado las conciencias». Por eso, lo que recomienda es «recordar con gratitud el pasado», «vivir con pasión el presente» y «abrirnos con confianza al futuro». En el documento, de ochenta y dos páginas en su versión en español, repasa algunos de los momentos que han jalonado el Año Santo y saca de ahí algunas enseñanzas para el porvenir.

Y adelantándose a cierto sentimiento de nostalgia ante el fin de un año que, en muchos sentidos, ha sido extraordinario, precisa cuál debe ser la actitud de los católicos en esta nueva fase: «El símbolo de la Puerta Santa se cierra a nuestras espaldas, pero para dejar abierta más que nunca la puerta viva que es Cristo. Después del entusiasmo jubilar ya no volveremos a un anodino día a día. Al contrario, si nuestra peregrinación ha sido auténtica debe ser como el desentumecer nuestras piernas para el camino que nos espera».

Y, con la mirada en el futuro, señala que no existe una «fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar».

Prioridades pastorales

La mayor parte del documento está dedicado precisamente a las prioridades pastorales que entrevé para este inicio de milenio. Es la parte más larga, aunque tal vez la «menos periodística», de la Carta. Pero se trata, sin duda, del mensaje más profundo, sin el cual los demás puntos podrían parecer solo fragmentos de un programa social más o menos bienintencionado (atención al medio ambiente, la deuda pública, la paz, la pobreza, etc.).

Así pues, lo primero, dice el Papa, es la santidad, concretamente presentar la «vocación universal a la santidad», que ha sido recordada por el concilio Vaticano II. «Este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable solo por algunos «genios» de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este «alto grado» de la vida cristiana ordinaria».Y de descubrir «cada vez mejor la vocación propia de los laicos».

Para ello es necesario «el arte de la oración», es preciso aprender a orar, como lo hicieron los primeros discípulos. «¿No es acaso un «signo de los tiempos» el que hoy, a pesar de los vastos procesos de secularización, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada necesidad de orar?». El Papa añade que las otras religiones ofrecen sus propias respuestas a esta necesidad, y lo hacen a veces de manera atractiva. Se podría ver aquí una alusión a la atracción que ejercen en algunas personas, educadas en el cristianismo, determinadas formas de meditación de corte oriental. «Nosotros, que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y Salvador del mundo, debemos enseñar a qué grado de interiorización nos puede llevar la relación con Él».

Redescubrir la Confesión

El Papa quiere alejar el riesgo de que se pueda ver la oración como algo que separa de la vida ordinaria o como algo reservado a personas llamadas a una especial consagración. «Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida». Precisamente, el hecho de encontrarse en medio del mundo hace que la oración sea tan necesaria para los cristianos corrientes: un cristiano sin oración, concluye, no solo sería un cristiano mediocre sino un «cristiano en riesgo», teniendo en cuenta que el mundo de hoy pone a prueba la fe de múltiples formas.

Junto a la oración, el Papa señala que la participación en la Misa debe ser, para los bautizados, el centro del domingo, un punto sobre el que se extendió en la carta apostólica Dies Domini (1998). También dedica espacio al sacramento de la penitencia, cuyo redescubrimiento se ha presentado en muchos casos como una de las «sorpresas» del Jubileo, a juzgar por las colas en los confesonarios y por los testimonios, aparecidos incluso en la prensa, de confesores y penitentes.

«El Año jubilar, que se ha caracterizado particularmente por el recurso a la Penitencia sacramental nos ha ofrecido un mensaje alentador, que no se ha de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos jóvenes, se han acercado con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo».

Mostrar a Cristo

En definitiva, añade el Santo Padre, es preciso convencerse una vez más de «la primacía de la gracia», «de la primacía de la vida interior y de la santidad», y rechazar la tentación de «pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar».

Su petición en este pasaje alcanza tonos de gran belleza, casi de testamento: «Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: ‘En tu palabra, echaré las redes’. Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración».

Una consecuencia de haber encontrado a Cristo es el afán por anunciarlo. Es la llamada a la «nueva evangelización», que Juan Pablo II reitera una vez más: «La propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza, sin esconder nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias de cada uno por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje».

El texto se había abierto con una constatación, que toca la raíz del Gran Jubileo, aniversario del nacimiento de Cristo: «los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no solo ‘hablar’ de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ‘ver’, como hace dos mil años pedían a los apóstoles: ‘queremos ver a Jesús'».

Comunión en la Iglesia

En la descripción del Papa, el plano personal se engarza con el plano, por así decir, institucional. Así, al referirse a la «espiritualidad de la comunión», pone como premisa que es -antes que nada- saber ver en los demás el mismo rostro de Cristo y, por tanto, valorarlos y subrayar lo positivo que hay en ellos. Una apuesta, además, por la caridad hacía los que sufren antiguas o nuevas manifestaciones de pobreza. A propósito de la caridad, el Santo Padre ha establecido que los fondos que queden disponibles, una vez concluídos los aspectos organizativos del Jubileo, se destinen a una obra asistencial.

Aplicado a la Iglesia como institución, esa espiritualidad de comunión se plasma también en instrumentos como el ministerio petrino y la colegialidad episcopal, y otros aspectos con ellos relacionados (como la organización de la Curia romana, de los sínodos o las conferencias episcopales, etc.). El Papa dice que en estos temas «queda mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades de estos instrumentos de la comunión, particularmente necesarios hoy ante la exigencia de responder con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios tan rápidos de nuestro tiempo». También en un nivel más local se deben cultivar los espacios de comunión: aunque los organismos de participación previstos no se inspiran en los criterios de la democracia parlamentaria, pues son consultivos y no deliberativos, no por ello carecen de significado y eficacia.

El camino del ecumenismo

Mención particular merece el empeño ecuménico. «La triste herencia del pasado nos afecta todavía… La celebración jubilar ha incluido algún signo verdaderamente profético y conmovedor, pero queda aún mucho camino por hacer». A propósito del diálogo con otras religiones, el Papa menciona expresamente la Declaración Dominus Iesus y recuerda que «el diálogo no puede basarse en la indiferencia religiosa» y que tampoco puede sustituir la actividad misionera.

Junto a esos temas de fondo, naturalmente el Papa no olvida otras cuestiones tal vez más de actualidad y que han recibido mayor atención entre los comentaristas: el desequilibrio ecológico, el problema de la paz en el mundo, el desprecio de los derechos humanos fundamentales, etc. «Se debe prestar especial atención a algunos aspectos de la radicalidad evangélica que a menudo son menos comprendidos. hasta el punto de hacer impopular la acción de la Iglesia, pero que no pueden por ello desaparecer». Se refiere concretamente a la defensa del respeto a la vida de cada ser humano y al respeto de las exigencias éticas en el uso de las nuevas potencialidades de la ciencia. En esos y otros temas, «es importante hacer un gran esfuerzo para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano».

Hasta el último peregrino

Aunque el Año Santo, por primera vez en la historia, no estaba centralizado en Roma, no cabe duda de que la Ciudad Eterna, y concretamente San Pedro, ha sido como pocas veces en los últimos años la plaza de la catolicidad. Y no solo por los veinticinco millones de peregrinos de toda procedencia que han atravesado la Puerta Santa de la basílica vaticana (muchos más de los esperados), sino también porque, gracias a la televisión, esa imagen y mensaje ha llegado, de un modo u otro, a todo el mundo. La Radiotelevisión Italiana, que coordinó las transmisiones, emitió 400 horas de programas relacionados con el Jubileo.

A la hora de hacer balances en la rueda de prensa final, el cardenal Roger Etchegaray y el arzobispo Crescenzio Sepe, respectivamente presidente y secretario del Comité Central del Gran Jubileo, subrayaron la dimensión internacional de la celebración del Año Santo. Y ofrecieron algunos datos sorprendentes, como el encuentro de diez mil jóvenes que tuvo lugar en Jartum en coincidencia con el de Roma y a pesar de la guerra civil que aflige al Sudán. O el incremento de las confesiones, del que llegaban noticias de diversas partes del mundo; un crecimiento que alcanzó, por ejemplo, el 35% en el santuario italiano de Pompeya.

En los últimos días de Jubileo, Roma ha vivido una atmósfera especial. No solo por la afluencia de personas (según los organismos competentes, en Navidad se registró un incremento del 92% con respecto al año anterior), sino sobre todo por el ambiente en torno a San Pedro. «Se avisa a los fieles que la basílica permanecerá abierta hasta que no haya entrado el último peregrino». Los altavoces de la plaza de San Pedro anunciaban una novedad. Se supo luego que había sido una decisión del Papa, quien desde su ventana se conmovía al ver las interminables colas que el horario habitual de apertura de la basílica era incapaz de absorber. «Frecuentemente -escribe en la Carta- me he parado a mirar las largas filas de peregrinos en espera paciente de cruzar la Puerta Santa. En cada uno de ellos trataba de imaginar la historia de su vida, llena de alegrías, ansias y dolores…».

El último día, la basílica cerró casi a las tres de la madrugada y en las horas precedentes era posible ver filas de gente esperando su turno para confesarse. Durante todos esos días, y aunque no estaba previsto, el Papa se unió a los peregrinos con el rezo del Angelus desde su ventana.

Y en el primer Jubileo de la era de Internet, tampoco podían faltar los datos sobre los sitios: el del Vaticano (www.vatican.va) experimentó una media diaria de 800.000 accesos, mientras que el sitio del comité central del Gran Jubileo (www.jubil2000.org) se ha convertido en uno de los más internacionales, con 30.000 páginas en once idiomas. Lo sorprendente es que ha sido elaborado por voluntarios. En total, la organización romana del Gran Jubileo contó con la ayuda de casi 70.000 voluntarios: pero lo más sorprendente es que había otros 30.000 en lista de espera.

Diego Contreras

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