Contrapunto
En los debates bioéticos de la actualidad asistimos con frecuencia a un juego de manos. De entrada se dice que es necesario un debate abierto y plural. Pero, a continuación, se intenta hacer desaparecer algunas posturas, aduciendo que responden a una ética religiosa. Y, ya se sabe, las convicciones religiosas son muy respetables, por supuesto, pero pertenecen a la esfera íntima y no tienen pasaporte para entrar en la arena pública. De este modo, el prestidigitador puede centrar la atención del público en la visión que él desea, sin entrar siquiera a debatir los argumentos contrarios, descalificados de entrada como confesionales.
Este juego se está repitiendo en el debate sobre la utilización de embriones humanos como material de investigación y de obtención de células madre. La cuestión es crucial. Si se legitima que los embriones pueden ser instrumentalizados en aras de la investigación, habría dos tipos de embriones: unos, concebidos con vistas a la procreación, pertenecerían a la especie humana; otros, destinados a la investigación, serían cosas de usar y tirar.
Los partidarios de echar mano de los embriones congelados o de los que podrían crearse por clonación, preguntan: ¿qué importa destruir un embrión, que no es más que un puñado de células, si esto puede ayudar a encontrar terapias para enfermedades hoy incurables? Pero algunos no solo lo preguntan, sino que descartan como un remilgo religioso la idea de que el embrión es acreedor a una dignidad humana, que impediría su instrumentalización al servicio de tan buenos fines. Reconocer esa dignidad no sería más que una creencia «confesional».
En esta línea, un científico español que se siente molesto con el marco legal actual que impide utilizar embriones, afirmaba que lo que los ciudadanos «estamos en condiciones de discutir y de compartir no es la ética cristiana, musulmana o atea, sino una ética no confesional que nos ayude a convivir con la pluralidad. El gran descubrimiento europeo es la aceptación de la pluralidad y de la tolerancia como fórmula de convivencia». Suena muy bien, pero en cuanto se rasca un poco resulta que la etiqueta no tiene premio. Invocar una ética no confesional no aclara mucho, pues podría ser kantiana, marxista, utilitarista, consecuencialista… y cada enfoque nos llevaría a conclusiones distintas. Apelar a la pluralidad y a la tolerancia es una fórmula vacía, como no sea para dar a entender que una ética religiosa es necesariamente intolerante. Pero, enseguida y sin más razonamientos, llega a la conclusión de que «aceptar la pluralidad como elemento central de nuestra sociedad» exige que se puedan utilizar los embriones congelados para la investigación y «explorar» los mecanismos de la clonación.
Supongo que si los embriones congelados pudieran dar su opinión, no les parecería muy tolerante esta fórmula que les excluye para siempre de la convivencia humana. Si se permitiera destruir embriones para investigación, la vida humana inicial se convertiría en materia prima al servicio de los que han tenido la suerte de nacer antes. Pero lo propio de una generación es transmitir la vida, no apropiarse de la vida de los que vienen después. Y la dignidad de la vida humana, en cualquier fase de su desarrollo, exige que no se utilice como instrumento para otros fines, por buenos que sean.
¿Este rechazo significa frenar el progreso? Si miramos la historia, la humanidad ha progresado en la medida en que ha reconocido la plena dignidad humana a seres a los que se les negaba, como hoy a los embriones congelados. La abolición de la esclavitud, la emancipación de la mujer, la defensa de los derechos de los trabajadores frente al capitalismo naciente, supusieron reconocer que esas vidas humanas eran un fin en sí mismas y no un instrumento para otros, por «útil» que fuera su sometimiento.
Y en ese progreso ético tuvo mucho que ver precisamente la religión, que salió en defensa de los más débiles. Si en el mundo clásico no hubiera influido la ética y el ejemplo cristiano, habría continuado por siglos el infanticidio, sobre todo femenino, que era algo plenamente legitimado y justificado por filósofos como Platón, Aristóteles o Séneca. Si en el siglo XVII se hubieran descartado como «confesionales» las objeciones bíblicas de los cuáqueros contra la esclavitud o en el siglo XVIII las del metodista William Wilberforce que ganó a Inglaterra para la causa abolicionista, no se habría reconocido la dignidad humana de los esclavos (los «pluralistas» de entonces decían: el que no quiera tener esclavos, que no los tenga, pero que no imponga sus ideas). Si la eugenesia nazi encontró alguna oposición en Alemania fue la de las Iglesias cristianas, y la labor de la Iglesia católica fue también un factor determinante en Estados Unidos para frenar las esterilizaciones forzosas de deficientes mentales que en la primera mitad del siglo XX se practicaban masivamente en bastantes Estados.
Ahora nos enfrentamos a la disyuntiva de respetar o de avasallar la vida en sus orígenes. Está en juego no solo la vida de los embriones, sino también la de los que ya hemos nacido, nuestra propia idea de lo que significa el ser humano.
Ignacio Aréchaga