La moda literaria de las infancias tristes

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En la literatura popular del XIX y principios del XX abundaron las infancias tristísimas, contadas por autores de primera fila como Dickens (Oliver Twist, David Copperfield), de segunda como Héctor Malot (En familia, Sin familia), de libros infantiles como Joanna Spyri (Heidi). En las mismas décadas empezaron los relatos autobiográficos amargos que trataron de lo mismo, en forma novelada, como Pelo de zanahoria (Renard), o en primera persona como Mi infancia (Gorki). A los primeros no se les ocurrió reclamar verosimilitud para sus historias, por más que se apoyaran en hechos ciertos de sus propias infancias. Y los segundos no pretendieron escribir literatura popular, sino mostrar sus recuerdos con un cierto afán vindicativo, ejemplar o exorcizante.

Pero las cosas han cambiado y últimamente han proliferado los relatos que se dicen autobiográficos contados con todos los tics de los melodramas sentimentales. Esta fórmula es un gran descubrimiento comercial, porque cumple un requisito básico para los consumidores de tales historias: es seguro que todo terminará felizmente, pues el narrador ya está triunfando con la publicación de su libro. Y si la novela está bien escrita y tiene perspectivas cinematográficas, el éxito masivo puede ser clamoroso. El ejemplo reciente más conocido ha sido Las cenizas de Angela, de Frank McCourt (ver servicio 180/97), y el mismo camino parece llevar Jennifer Lauck con La canción del mirlo (1).

En ella, Jennifer Lauck cuenta su infancia desde los seis hasta los once años. La novela comienza con el informe médico de defunción de su madre. La primera parte, situada en Nevada el año 1969, se centra en la especial relación de cariño e intimidad entre la niña y su madre, ya muy enferma, y presenta un agobiado padre y un bruto hermano dos años mayor que Jenny. La segunda se sitúa en California, donde se han trasladado para estar más cerca del hospital, y termina con el fallecimiento de la madre. La tercera parte, años 1971-73, cuenta la vida de los Lauck con la nueva amiga del padre y sus hijos, quienes les imponen el ingreso en una extraña Iglesia, llamada en el relato la Iglesia de la Comunidad de la Libertad (y que parece coincidir con la Iglesia de la Cienciología). La última parte, 1974-75, comienza después de la muerte del padre de Jenny, explica la difícil supervivencia de la chica en distintos ambientes y el feliz reencuentro final con sus tíos y abuelos. Y pronto llegará una continuación.

Niños en la gran literatura

En el prólogo a Lo que Maisie sabía, Henry James estudió las dificultades técnicas de poner a un niño en el centro de una trama (en ese caso, del adulterio de sus padres), así como las enormes posibilidades que ofrece si se hace bien… Entre otras cosas, se deduce que James no consideraría posible contar una historia como lo hacen en sus obras McCourt, profesor de literatura, y Lauck, periodista, usando la primera persona y narrando no como quien cuenta desde la madurez sino en presente, como quien está viviendo ahora los hechos. Pero si esto impide cualquier rigor literario y falsea cualquier pretensión autobiográfica, tiene las ventajas de la inmediatez y de alcanzar mucho mejor el corazón del lector, que se ve metido dentro de los pensamientos de la niña e inducido a compartir sus mismos sentimientos. Y más aún cuando la tensa situación de la protagonista está descrita con talento: abundan los detalles descriptivos, son certeras muchas observaciones psicológicas, se acumulan los golpes que hacen sonreír y, sobre todo, las desgracias caen una tras otra sobre la protagonista, dulce al principio e interiormente dura después.

Lauck exprime jugo de los estereotipos más clásicos: la unión estrechísima entre madre e hija, la posterior muerte dolorosa de la madre, el descubrimiento de Jenny de que es adoptada, una madrastra odiosa como la de Blancanieves, unas hermanas estúpidas y mimadas como las de la Cenicienta… En favor de Lauck frente a McCourt, hay que decir que su libro suena más realista, tiene más potencia conmovedora y no recurre al mismo tipo de humor canalla del irlandés.

Por contraste, puede venir bien hacer algunas sugerencias de gran literatura sobre niños de las mismas edades que la pequeña Jenny: relatos que sitúan al lector frente a los niños y, por tanto, frente a sí mismo, sin ninguna clase de manipulación.

En primer lugar, Chéjov, que tiene cuentos como Vanka, definido como el relato de Navidad más triste del mundo, un ejemplo de cómo la literatura puede mostrar el dolor de un niño en estado puro; o La estepa (ver servicio 170/01), el sufrimiento del desarraigo en un chico de nueve años al que llevan lejos de su madre.

Katherine Mansfield (ver servicio 26/00), la seguidora más aventajada del escritor ruso, vendría después con cuentos como La casa de muñecas, donde la pequeña Kezia presencia la injusticia de sus hermanas y su familia con las hermanas Kelvey, dos chicas de baja condición.

Con otra perspectiva, cuentos de Flannery O’Connor como El río o Los lisiados serán los primeros hablan de chicos a quienes sus padres niegan el acceso a otras dimensiones de la realidad y tienen un final trágico.

Chéjov y Mansfield son fieles a la realidad pero también nos hacen pensar que, a pesar de nuestra fragilidad, los hombres tenemos capacidad para buscar el sentido del dolor, y a la vez para esforzarnos por construir una vida más coherente.

O’Connor va más lejos y, con una inusual valentía lógica, huye de los planteamientos simplistas y quiere llevar hasta el final las consecuencias de sus narraciones, sin giros sorprendentes que suavicen unos finales que acaban explotando como bombas.

Luis Daniel González_________________________(1) Jennifer Lauck. La canción del mirlo. Maeva. Madrid (2001). 339 págs. 17,73 €. T.o.: Blackbird: A Childhood Lost and Found. Traducción: Alejandro Pareja.

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