Aunque lleva tiempo debatiéndose, no sabemos todavía a ciencia cierta cuál será el destino final del Estado-nación, acosado, por arriba, por los procesos de globalización y, por abajo, por el resurgimiento de los nacionalismos, que amenazan con desintegrarlo. Pero, como forma política, el orden nacional es un fenómeno moderno, a diferencia de lo que ocurre con el imperio, que –con independencia del fervor o animadversión que concite– constituye una constante en la historia. Kumar no se retrotrae en este ensayo, que es por otra parte un ejemplo de erudición histórica, a los modelos imperiales antiguos, sino que reflexiona sobre los modernos –el otomano, el de los Habsburgo, el ruso-soviético, el británico y el francés–, aunque reconoce que todos los que han existido se han inspirado, para bien o para mal, en el imperio par excellence: el romano.
En términos históricos, es posible advertir una transformación nacional de los imperios, explica este profesor de la Universidad de Virginia, de modo que la naturaleza plurinacional que implicaba la diferencia entre metrópoli y colonias, muy acusada en algunos casos, va perdiendo importancia frente al elemento nacional. De hecho, si algo caracteriza a la política imperial es precisamente su pretensión universalista. De ahí que, según Kumar, el principio nacional niegue el principio imperial y, como se desprende de la detallada cronología que ofrece, fuera la causa en muchos casos de la desaparición de los imperios.
Sin negar sus sombras, Kumar cree que la estructura imperial es un modo sugerente para gestionar las diferencias, tal vez la debilidad más relevante de la que adolece el Estado-nación, con su trágica defensa de la uniformidad cultural y étnica. Eso no significa que defienda su reaparición, pero sí que, como buen historiador, reclame volver la vista al pasado para afrontar la dinámica entre unidad y diversidad de nuestro presente político.