El libro se compone de una selección de ensayos del renombrado filósofo y profesor de la Universidad de Notre Dame, que fueron escritos entre 1985 y 1999 y algunos de ellos tomados a su vez de lecciones que había dictado en años anteriores en otras Universidades. Vienen agrupados en tres Secciones, dedicadas respectivamente a la interpretación ética de Aristóteles y Tomás de Aquino, a los dilemas morales y a ciertas cuestiones ético-políticas. En todos ellos se reconoce al MacIntyre de los anteriores libros, en los cuales media entre posiciones rivales hasta retrotraer el problema controvertido a unos nuevos términos que lo definan en función de prácticas sociales donde se ejercita y aprende la vida moral.
Así, en la primera parte se examinan a propósito de la razón práctica aristotélica las tesis contrapuestas de autores renacentistas (como el veneciano Piccolomini y el florentino Leonardo Bruni) y de contemporáneos (tales como Sarah Broadie y John McDowell): si para los primeros la instrucción pública universitaria resulta decisiva para una educación moral y política conforme con la prudencia, los segundos consideran, en el otro extremo, que solo la habituación práctica capacita para las deliberaciones prudenciales y tomas de decisión. Sobre este trasfondo polémico resalta la interpretación que propone MacIntyre de la praxis aristotélica: además de una capacitación conducida dentro de las prácticas institucionalizadas en la vida social, la razón práctica hace también preciso un discernimiento teórico de los bienes y fines propios de cada actividad.
Una precisión más sobre la índole de estos bienes pretendidos como fines es la que encuentra el autor en la tesis de Santo Tomás de que los bienes particulares han de poderse integrar en el bien común, que es asiento de la doctrina de la ley natural. Con ello el Aquinate hace frente a la práctica política centralista de su tiempo. Al mantener que la ley natural, base de legitimidad para las leyes positivas, implica el reconocimiento de los bienes ciudadanos, al alcance de todo entendimiento que no esté ofuscado, se está ampliando la tesis aristotélica de que es en la coexistencia práctica donde se adquiere la virtud moral.
La segunda parte se propone asignar su lugar adecuado a los dilemas morales, a los que la ética contemporánea ha concedido a veces la preponderancia en el discurso práctico. Para MacIntyre se trata de hechos penúltimos de la vida moral, que aunque reales pueden ser resueltos si los afrontamos desde la perspectiva última del curso recto de la actuación; en otros términos: solo aparece un dilema cuando previamente se ha violado por parte de alguien la rectitud moral, y se lo resuelve cuando se busca restañar esa infracción primera. Abunda así en la línea de Tomás de Aquino, quien sólo admitía una perplejidad per accidens en la conciencia moral, que en ningún caso pueda atribuirse sin más a la conciencia como noma próxima de moralidad.
Un caso notable de dilema moral es cuando con la mentira se podrían evitar ciertos efectos nocivos. La tradición utilitarista lo plantea en los términos de la contribución de la veracidad a la confianza mutua como parte del bienestar social, mientras que para la tradición que parte de Kant la exigencia ética de no mentir se basa en la imposibilidad racional de universalización de la máxima correspondiente. ¿Cómo mediar entre estos dos modos antagónicos de argumentar? Para MacIntyre la clave está en no operar con principios abstractos aislados, sino situar la veracidad dentro del todo orgánico integrado por todas las virtudes y de desarrollar a su vez las virtudes en el seno de las relaciones sustentadas por los sujetos sociales.
La última parte es la más fragmentaria en relación con los temas tratados. Uno de ellos cuestiona la actualidad del proyecto ilustrado, al no darse la práctica institucional correspondiente al sector social “público lector”, que se tradujera en un ámbito de decisiones públicas. Complementario de este ensayo es el que ve en la compartimentación de la sociedad en roles incomunicados la mayor amenaza para la identificación del agente moral, toda vez que este ha de poder preguntarse, más allá de los estándares convencionales, por la pertinencia o no de unos comportamientos que ante todo son sencillamente humanos.