En una época en la que los intelectuales parecen dedicados en su mayoría a adular al Poder o a otros señores aún menores, La traición de los intelectuales, de Julien Benda, es una bocanada de aire nuevo, verdadero oxígeno para la inteligencia.
¿Qué es un intelectual? Es quien intenta llevar a su más alto grado el ejercicio de la inteligencia. Y como lo propio de la inteligencia es intentar dar con lo universal, con lo sustancial, lo perenne, lo que permanece aunque se den cambios en circunstancias, tiempos, condiciones sociales, en definitiva, dar con “la entera forma de la condición humana” (Montaigne), el intelectual debe afirmar lo universal más que lo particular. Como Sócrates, cuando aclaraba que no le interesaba tanto ver si esta o aquella cosa es bella, sino dar con la belleza en sí, lo que hace bello a todo lo bello.
Cuando el intelectual abandona esta pasión por lo esencial y universal y se entrega al servicio de lo particular está traicionando su misión. De eso trata La traición de los intelectuales, de Julien Benda, (1867-1956), publicado en 1927, aumentado con un largo prefacio en 1946. Ahora se reedita en castellano, porque este ensayo, uno de los esenciales del siglo XX, resultaba ya inencontrable. (Reseña de Memorias de un intelectual, también de Benda, en Aceprensa, 16-03-2005).
Empieza la traición
Para Benda, esta traición empieza, como algo generalizado, en el siglo XIX. Hasta entonces, una larga serie de autores -aunque defendiesen posiciones distintas- podían ser considerados verdaderos intelectuales por su pasión por lo esencial. Entre otros nombres: Platón, San Agustín, Dante, Erasmo, Galileo, Descartes, Malebranche, Leibinz, Montaigne, Pascal, Spinoza, Kant, La Bruyere, Montesquieu, Voltaire, Spinoza, Schiller, Goethe, Renan…
Al intelectual que se entrega a lo inmediato, a la pasión nacional o nacionalismo, a la práctica, a lo utilitario, a las condiciones históricas, a lo particular, a lo local, a lo pragmático, a lo práctico, la pasión por lo esencial y universal le resulta algo no vivo, estático. Pero contesta Benda: “Tiendo a pensar que los pueblos a los que Nabucodonosor empujaba por los caminos de Caldea con un aro en la nariz, el desafortunado al que el señor feudal ataba al almiar quitándole mujer e hijos, el adolescente al que Colbert encadenaba de por vida al banco de la galera, tenían todos la impresión de que violaban en ellos una justicia eterna -estática- y en ningún caso que su destino era justo dadas las condiciones económicas de su época” (p. 58). Se podría añadir que Antígona -es decir Sófocles- al defender la vigencia de leyes no escritas, de eterna justicia, contra la injusta y concreta ley del tirano es una verdadera intelectual.
Una amplia lista
Con esta claridad mental, Benda está en condiciones de refutar el conservadurismo integrista y con frecuencia nacionalista (de Maistre, Maurras, Barrés), el comunismo (Lefevre, Garaudy, Lacroix, Sartre), el dinamismo de Bergson, el surrealismo, una buena parte de los románticos, el Nietzsche de “Esta vida, ¡tu vida eterna!”, el Hegel que afirma que “la historia del mundo es la justicia del mundo”. Dice: “Asistimos hoy con Barrès, Maurras, Sorel, incluso Durkheim a la quiebra total entre los intelectuales de esta forma del alma que, de Platón a Kant, pedía la noción de bien en el corazón del hombre eterno y desinteresado” (p. 165).
Benda, que puso al día en 1946 la lista de los traidores, la incrementaría hoy con la abundante tropa de los intelectuales posmodernos de tal modo entregados al viento que sopla que se han convertido en seres volátiles.
Válido hoy mismo
Algo escrito en 1927 parece de hoy: “Cierto es que estos nuevos intelectuales declaran no saber lo que son la justicia, la verdad ni otras ‘nebulosas metafísicas’; que, para ellos, lo verdadero está determinado por lo útil; lo justo, por las circunstancias. Todo ello son cosas que ya enseñaba Calicles [sofista que polemizaba con Sócrates], con la diferencia de que éste escandalizaba a los pensadores importantes de su época” (p.134).
El libro de Benda, aunque escrito en 1927, al estar situado en la perspectiva de lo universal sigue dando claves para entender muchos fenómenos del siglo XX hasta hoy: el desprecio de las humanidades, obstáculo para que se llegue a un saber universal de la condición humana; la idolatría de lo técnico, porque se instala en el cambio continuo; la perversión de los nacionalismos, porque sacrifican por lo local la dignidad común, la de cualquier hombre; la pervivencia del racismo, porque significa una insistencia en lo particular mío, hasta desconocer lo particular del otro; la cultura de la muerte, que da origen a la extensión del aborto y de otras prácticas anti-vida, porque se coloca el cuerpo particular por encima de la esencia eterna del hombre; los ataques al cristianismo, religión universal para la que nadie hay más que nadie porque todos tienen la misma dignidad de hijos de Dios.
Un consejo para la lectura de este libro. Parece muy centrado en lo francés, en lo que había en la época entre las dos guerras; pero eso es solo el contexto. La tesis principal, la necesidad intelectual del estudio de la entera condición humana, aparece clara y nítida por todas partes y hace de este libro, al lado de tanta obra de circunstancia (y de circunstancias), un ejemplo de rigor y de amor a la verdad.