“De mí mismo me canso pronto. De lo que no me canso nunca es de leer, comentar, elogiar, destrozar lo que escriben los otros”. A decir verdad es un nuevo tomo de los prolíficos diarios de José Luis García Martín, crítico, poeta y profesor, director en la actualidad de la revista literaria Clarín. Este libro, como los anteriores diarios -entre otros, Dominio público y Leña al fuego– contiene reflexiones sobre su vida, la poesía, los libros, la crítica, los amigos, los amores… y los viajes.
Domina, por lo general, un ensayado y persistente afán de provocación. García Martín no quiere ser complaciente con nadie y se le nota que disfruta salpicando estas páginas con comentarios malvados, especialmente sobre el mundo literario. “Siempre me ha divertido mi mala fama, no sé si enteramente merecida. Pero cada vez me resulta más difícil no defraudar. Se ve que me estoy haciendo viejo”. Abundan en exceso, aunque forman parte de la fama de estos diarios, las puñaladas y los comentarios sarcásticos, en tono de burla, sobre personajes concretos del mundo literario, la mayoría reconocibles, pues García Martín, a diferencia de otros escritores de diarios, no oculta la identidad de los damnificados, como sucede con Fernando Sánchez Dragó, pero no es el único.
Este exhibicionismo autocomplaciente rebaja la calidad de estos diarios, pues García Martín prefiere moverse en ese territorio donde el chisme es literariamente eficaz, aunque demasiado instantáneo. Estos comentarios son el plato fuerte de estos diarios, y convierten en secundarias sus sugestivas -y muchas veces interesantes- reflexiones sobre las clases, las lecturas, las películas, los viajes a Italia, Estados Unidos y Portugal, la fuerza de la literatura -y en concreto de la poesía-, los detalles amistosos, las tertulias literarias y su vida rutinaria: “Mi vida es monótona, tranquila, siempre igual”.
García Martín vive por y para la literatura, lo único que parece dar sentido a su vida. En diferentes ocasiones explicita su ateísmo (“yo no creo en ningún Dios, pero creo en todos los ritos”) y el rechazo a una moral cristiana y a la Iglesia católica. La literatura, pues, como principio y fin. Pero cuando la literatura se pliega sobre sí misma, lo único que queda es la caída en el egotismo, en dar demasiada importancia a lo que le sucede a uno mismo, aunque se trate de sucesos nimios e insustanciales de los que -y ahí está el reto- hay que sacar partido literario. El yo se convierte así en un pequeño dios cínico, narcisista y poderoso en juegos verbales y fuegos de artificio: “pero yo no puedo dejar de ser quien soy -un coleccionista de días iguales (aunque ninguno repetido), un cazador de rutinas, un enamorado de la monotonía- y por eso estas páginas de diario no pueden dejar de ser lo que son. Quien busque aventuras y trascendencias que los busque en otra parte”.