Alfaguara. Madrid (2007). 457 págs. 19,90 €. Traducción: Manu Berástegui.
Hay un tipo humano muy decimonónico que es el aventurero europeo en Oriente. Fue el caso del escocés Thomas Glover, que en 1858 abandonó Aberdeen para labrarse un futuro en Japón y acabó convirtiéndose en pieza determinante de la modernización política y económica del país. Su compatriota Alan Spence traza un retrato acabado de esta especie de titán de la modernidad, audaz, amoral, masón (Glover se inicia en una logia de Nagasaki) y que no admite sino su propia voluntad como criterio de actuación.
Glover empieza su carrera como empleado de una firma comercial para establecerse luego como traficante de armas, alcanzando el cénit cuando financia la campaña de los clanes de samurais contra el sogún.
Contemplamos asimismo el declinar de su estrella, al servicio de la emergente Mitsubishi, y ocupa un lugar de relevancia su vida amorosa, en la que por cierto se inspiró Puccini para «Madama Butterfly».
Pocos reproches cabe hacer a la narrativa de Spence, que dosifica los hechos con habilidad y pinta sin empalagar el Japón de la época. Sobran unos capítulos finales que tratan de dotar a la novela de una trascendencia que no necesita. Y no diré que sobran los pormenores eróticos porque ilustran un aspecto de la egolatría del personaje y, en el fondo, su desdén por la condición femenina.
El autor refleja bien la infelicidad que nubla una existencia consagrada al éxito personal. Pero Spence se cuida de hacer ver que quiere darnos una lección moral y, de hecho, hay una clara simpatía del narrador para con el personaje. El horror de este ante al bombardeo de Kagoshima no le lleva a reconsiderar su amor al dinero fácil y a las cortesanas. Por otro lado, las pinceladas despectivas hacia el cristianismo contrastan con cierta fascinación por las tradiciones japonesas, al tiempo que se deplora el atraso del Japón frente al desarrollo de Occidente, sin plantearse siquiera que pueda existir una relación entre ambas cosas.
Jesús SanzACEPRENSA