Taurus. Madrid (2005). 669 págs. 29,50 €. Traducción: Carmen Criado y Borja Becerro.
Esta biografía de Leonardo da Vinci, sustentada en una profunda investigación, se asemeja a la ejecución de un cuadro. La compostura del «retrato» del artista permite en un boceto preparatorio percibir las inquietudes de un joven Leonardo que realiza apuntes en sus cuadernos. «La gran lección de sus manuscritos es que todo ha de ser cuestionado, investigado, examinado, analizado y devuelto a sus principios», dice Nicholl.
Del boceto que Nicholl va apuntando se distinguen algunos trazos sobre el aprendizaje del artista en una Florencia en la que «el descubrimiento del hombre y la naturaleza a menudo no eran sino viejas formas e ideas reexaminadas a una nueva luz». Ávido de conocimientos, autodidacta e informal, joven aprendiz en la «bottega» de Andrea del Verrochio, sus dibujos de máquinas y diseños revelan sus inquietudes. La excesiva indagación de Nicholl sobre su orientación sexual interfiere en el ritmo de la narración; las acusaciones de homosexualidad y sus relaciones con los discípulos, son toques que perfilan a Leonardo como un «joven exhibicionista, convencido de que es un ser marginado, ilegítimo, iletrado y sexualmente proscrito».
Nuevas pinceladas esbozan por fin al hombre del Renacimiento en su taller. Los dibujos de juventud descubren al tecnólogo, al poeta, al Leonardo interesado por los instrumentos y la música, una mente inquieta, alzando el vuelo. El capítulo sobre «Los Nuevos Horizontes» provee al lienzo de contrastes; a finales de 1480 en Milán, los juegos de palabras, las profecías, las fábulas y los dibujos para trabajos escénicos le «permiten acceder al mundo de lo puramente fantástico, exótico y grotesco». En ellos la imaginación del artista se eleva con más libertad.
La luz y la sombra le fascinan -«todo cuerpo opaco se halla rodeado y revestido de sombras y luces»-, y también ciertos rasgos de su propia imagen quedan bajo el efecto del «sfumato». El rápido deterioro de «La Última Cena» no dispensa al autor de las débiles pinceladas sobre el fresco. En su libro hay más interés por los inventos y correrías del artista que por las obras de arte; al hablar de ellas se centra en lo accidental. La inacabada «Batalla de Anghiari» (1504) y la elaboración de la «Mona Lisa» hacia 1507 y sus avatares, son aportaciones del autor que no satisfacen a los amantes del arte.
El retrato del artista adquiere color a través de los cuadernos y códices que Nicholl señala; un hombre que se cuestiona todo, fascinado por la luz, interesado en la geometría, obsesionado por lograr volar, investigando la anatomía. Los dibujos y las pinturas conservadas son el legado del inquieto vuelo de una mente en continuo movimiento; el juego en sus obras «con los atributos y atuendos paganos» como «mensajeros del mundo espiritual» quizá no sea más que una transposición de la fuerza de sus sueños. Al menos es la propuesta del autor.
Teresa Herrera Fernández-Luna