La tesis central del libro es que la revolución neolítica nos «sacó» de la naturaleza, en el sentido que nos liberó del dominio de la selección natural; y la revolución industrial nos empezó a convertir en gestores del planeta. Aunque se acusa al ser humano de ser el culpable de la «sexta gran extinción», lo cierto es que aún no se puede sentenciar que sea así, «pues carecemos de los datos necesarios para cotejar la tasa de extinción actual con las tasas del pasado», dice Trefil (p. 147). Además, «no está claro que el ritmo de extinción actual constituya un caso sin precedentes» (p. 154).
En efecto, hace «tan sólo» 13 millones de años se extinguieron el 30% de las especies, y este episodio no es considerado una gran extinción masiva. Dado que las extinciones de especies son inevitables y resulta imposible conservar todas, le toca decidir al hombre cuáles son las que habrá de preservar. A la luz de estos principios se pasa revista a toda una serie de cuestiones debatidas en la actualidad (además de si el hombre incide o no en las extinciones actuales, se analiza el calentamiento global, la contaminación, el cultivo de productos transgénicos, etc.).
La conclusión de Trefil es que, si bien en el pasado hemos cometido excesos y errores indudablemente dañinos para el medio ambiente, lo cierto es que cuando el ingenio humano se ha aplicado con interés ha sido capaz de hallar las soluciones que permiten una superación razonable de las dificultades. A la vez, no podemos dejarnos dominar por un optimismo ciego pensando que la tecnología tiene una capacidad infinita de subsanar nuestros errores o excesos en materia ecológica. Por tanto, «en la mayoría de los casos seremos capaces de prever los efectos de lo que nos propongamos hacer y con el tiempo también adquiriremos la facultad de saber cuándo conducirnos con más cuidado. Y estas son, a fin de cuentas, las únicas herramientas que necesitamos para gestionar el planeta» (p. 245).
En cualquier caso, la ciencia, según Trefil, no tiene la última palabra: la política, la moral y la religión también tienen algo importante que decir y, por ello, derecho a ser escuchadas. Pues, no en vano, Trefil considera que la religión expresa «profundas verdades acerca del mundo» (p. 78). Al fin y al cabo, «en última instancia, cualquier justificación que se haga de una opción ecológica nace de sentimientos de una honda raigambre moral o ética» (p. 262). Así, frente a un ecologismo al uso, que propone el cuidado del medio en pro de la propia naturaleza, Trefil contrapone un ecologismo humanista según el cual «el medio ambiente debe gestionarse en beneficio del ser humano» (p. 263).