Lentamente pero con constancia, La sombra del viento, del casi desconocido Carlos Ruiz Zafón, se ha convertido en un inusitado éxito de ventas en España. Estamos ante uno de esos fenómenos editoriales que se dan de tarde en tarde, lo que certifica que en el panorama editorial, a pesar de lo que pueda parecer, no todo está planificado.
Como suele suceder con este tipo de libros, no es fácil explicar las claves de su éxito. Se trata de una voluminosa novela ambientada en la España de postguerra, con elementos propios de las novelas de intriga y aventuras góticas y con una trama culta que utiliza ingredientes de la metaliteratura. La novela engancha por el ritmo de la narración, por la originalidad del argumento, por la presencia de ingredientes de diferentes géneros literarios y por la descripción de ambientes realistas de una Barcelona gris, que intenta olvidar las consecuencias de la guerra.
Hasta ahora, Carlos Ruiz Zafón había escrito cuatro novelas juveniles. Todas tenían en común unos protagonistas jóvenes en medio de un asunto misterioso; unos escenarios góticos, con tendencia a la novela de terror; rasgos que también se repiten en La sombra del viento, aunque esta obra tiene una estructura más ambiciosa y consistente, pues aúna elementos del thriller culto y otros del popular.
La acción comienza en 1945 cuando, a sus diez años, Daniel Sempere es llevado por su padre, un librero viudo, al Cementerio de los Libros Olvidados. Allí escoge un título, La sombra del viento. En torno a ese extraño libro, del que queda un único ejemplar, empiezan a suceder múltiples enredos que se prolongan a lo largo de varios años. Con habilidad, Ruiz Zafón controla las múltiples derivaciones y paralelismos de la historia sin desorientar al lector. Destaca también su facilidad para componer réplicas y comentarios dignos de las mejores novelas populares, algunas veces a costa de repeticiones y del uso de lugares comunes. Los flecos fantásticos acaban siendo disueltos y explicados, excepto las típicas premoniciones y sueños que adelantan los acontecimientos. El tono es normalmente serio, con acentos burlescos en algunos momentos.
En todas las andanzas del joven Daniel Sempere, acompañado de un viejo consejero locuaz y experto en artes amatorias, el lector encontrará, sin embargo, algunas escenas de marcado carácter anticlerical y otras de contundente carga erótica. Y muchos personajes están deliberadamente utilizados para provocar una superada, pero manida, ambientación de la España de postguerra: padres rígidos que maltratan a sus mujeres mientras cuelgan crucifijos por todos lados, policías infernales que golpean y torturan a bondadosos homosexuales, prostitutas compasivas que acogen a un pianista que no tiene dónde caerse muerto, abuelos lujuriosos que sólo sueñan con tener alguna oportunidad antes de morirse… Esta sobrecarga ambiental, innecesaria y sórdida, hace que por momentos la novela se empantane con tanto tópico.