Ediciones B. Barcelona (2002). 126 págs. 11,50 €. Traducción: Carmen Colomines y Christian Fisch.
La Inglaterra victoriana, la conquista del oeste, la revolución industrial… De algunas etapas históricas, objetos privilegiados del arte, es difícil hacerse con una visión que no esté mediada por el cine o las novelas. No en vano, uno de los rasgos de la literatura es rescatar del olvido, poniendo nombre y apellidos, a los personajes olvidados por la historia, a los que existieron y a los que pudieron haber existido. En El último verano se aborda otro gran tópico literario: la Rusia del último zar. Pero Ricarda Huch, al pintar este retrato de familia aristócrata, opta por silenciar al narrador y contar su historia con las voces de los personajes, en forma de un intercambio de cartas a través del que avanza la acción.
La familia de Yégor de Rasimkara, gobernador de San Petersburgo, vive alarmada por las amenazas de muerte que éste ha recibido. La llegada de Liu, encargado de su protección, aumenta los temores cuando también él se convierte en sospechoso. El argumento avanza entresacando hilos a partir de la correspondencia de la familia por un lado y los conspiradores por otro, hasta que se entreteje un tapiz que al final revela un dibujo inevitable.
En las cartas se muestran sucesivamente las distintas caras del viejo régimen, herido de muerte por la revolución que se gestaba soterrada bajo el amparo de los mismos zares. El gobernador y su esposa son una clase caduca, pero distinguida y no exenta de ideales, que tiene el contrapunto en sus propios hijos, emblema de esa nueva savia vitalista, protagonista de un relevo que con el tiempo también se les iría de las manos. El universo reflejado en las cartas encarna esta lucha entre lo nuevo y lo viejo dentro de una misma familia, por lo que el conflicto se aleja de lo político para convertirse en personal. El gobernador y su esposa saben que su misión ya ha concluido porque son incapaces de asumir un nuevo orden social más allá de su mundo decadente edificado sobre la servidumbre. A la hora de la verdad, los valores familiares pesan más que la ideología en conflicto que representan padres e hijos, porque, como dice la gobernadora, «los hijos son los únicos con los que actuamos de forma totalmente desinteresada, y por eso son los únicos que de verdad pueden destruirnos».
Lo más interesante de El último verano, junto con ese desplazamiento de lo político hacia lo ético, es quizá la perspectiva de la propia Ricarda Huch, comprensiva al mismo tiempo con el momento histórico al que pertenecen los herederos del antiguo régimen y con el papel nada fácil de los inauguradores del nuevo. El narrador sólo deja para sí mismo el papel de orquestador de las dos voces, intérpretes nostálgicas de un peculiar canto del cisne.
Esther de Prado Francia