Paidós. Barcelona (1999). 298 págs. 2.800 ptas.
Estamos ante un sugestivo ensayo, en el que el profesor Noble, historiador de la York University (Toronto), intenta demostrar que nuestra sociedad tecnológica occidental tiene su origen en el medievo cristiano. Nobel dedica la primera parte de su libro a estudiar la interpretación que algunos eclesiásticos medievales hicieron del pecado original (tal y como es descrito en el Génesis) y el fin del mundo (tal y como es pintado en el Apocalipsis).
El mundo grecorromano había estado siempre dominado por los ideales de theoría (contemplación) y logos (razón). Es lógico, por tanto, que para el espíritu clásico todo lo que sonara a actividad práctica manual (la técnica) ocupara un segundo plano en la definición esencial de lo humano. Esta percepción comenzó a cambiar con el surgimiento de las órdenes monásticas medievales, pues ellas, sin abandonar la dimensión contemplativa de la religiosidad, tuvieron que dedicarse también al trabajo manual para sustentarse, y con ello revalorizaron las «artes mecánicas». La labor paciente y meticulosa de los monjes no solo condujo a crear gran variedad de licores y reposterías (todavía hoy muy apreciadas), sino también nuevas variantes de arados, molinos, técnicas constructivas y de producción agrícola.
Con el paso de los siglos se hizo evidente la bondad de la técnica: facilitaba la vida del hombre, permitía dedicar más tiempo a la contemplación, y los huertos conventuales restituían a la naturaleza el carácter de jardín idílico que había perdido con el pecado. En el renacimiento carolingio, con su escuela palaciega (Alcuino, s. IX), y principalmente con Erígena, se crearon las bases teológicas para comprender esta nueva percepción: a partir de ahora, la técnica sería vista como una forma de cooperar con Dios en el dominio de la tierra y un camino para restaurar en el hombre la imago Dei deteriorada.
El segundo gran impulso a la tecnología procede de las órdenes mendicantes (s. XIII), que vivieron en medio de un intenso clima milenarista. Antes del fin del mundo, dice el Apocalipsis, los santos participarán durante mil años en el Reino de Cristo en la tierra. Movido por esa visión -siempre según Noble-, el abad cisterciense Joaquín de Fiore impulsó a sus monjes -y a varios Papas- para acelerar la llegada del milenio. Los franciscanos recogieron el impulso milenarista y se lanzaron al mundo en un afán misionero cuyos epígonos son los siglos renacentistas y modernos con sus descubrimientos, colonizaciones e inventos.
La Reforma protestante, y singularmente Roger Bacon, fueron también grandes impulsores de la encarnación de los ideales bíblicos en la técnica. Así, hasta llegar a la revolución tecnológica del siglo XX.
Científicos misioneros
En la segunda parte de su libro, Noble intenta demostrar cómo las grandes aventuras tecnológicas contemporáneas también han sido llevadas adelante por «apóstoles» (normalmente en el ámbito evangélico disidente), que se creían depositarios de una misión divina. Siguiendo el camino abierto por los pensadores medievales, muchos científicos han visto en la tecnología una forma de realizar las ideas teológicas de «espera activa del Reino» y de «restauración de las condiciones de vida del Edén» (inmortalidad, integridad, impasibilidad, etc.). Si bien esta peculiar fusión entre fe y tecnología es hoy un rasgo característico solamente del cristianismo liberal -tal y como este se da en algunas partes de Estados Unidos y Alemania-, no hay que olvidar, sin embargo, que en sus orígenes, el fenómeno era más universal.
El hecho es que, a decir de Noble, un número significativo de los protagonistas de los viajes lunares y de la conquista espacial (Von Braun, Scott…) fueron ministros evangélicos y creyeron cosas tales como que la experiencia de la ingravidez era una forma de superación de las condiciones terrenales de la existencia caída, etc. También debe de ser cierto que algunos de los pioneros de la informática y de la inteligencia artificial (Von Neuman, Packard…) persiguieron el ideal de inmortalidad, si no del individuo, al menos de la especie humana. Algunos creadores de las redes virtuales soñaron con la omnipresencia de los cuerpos gloriosos. E importantes investigadores del Proyecto Genoma (Collins, Gilbert) consideran que la ingeniería genética es un «nuevo Grial», que nos permitirá crear un segundo Adán.
Para Noble, todas estas aventuras tecnológicas no dejan de ser fantasías escapistas. Según él, dependemos de extremistas empresariales, gubernamentales y mediáticos, que apoyan falsas promesas de liberación a costa de los asuntos más urgentes. Antes que pisar la Luna estaría remediar el hambre del mundo, etc. Hasta aquí podemos estar de acuerdo. La dificultad surge en el paso siguiente.
Noble concluye su estudio afirmando que la propensión a la trascendencia que hemos heredado de nuestro pasado religioso es un lastre que nos impide trabajar con responsabilidad en «nuestra única existencia terrenal». En el fondo, lo que está afirmando es que el credo cristiano resulta incompatible con la responsabilidad social. Pero cualquiera que lea el ensayo verá que esto, más que una conclusión que se deduzca del estudio, es una premisa de partida, pues a lo largo de todo el libro el profesor canadiense deja traslucir una visión personal puramente secular del mundo, de la religión, de la Iglesia y del «papado». Su trabajo es rico en intuiciones y está bien apoyado documentalmente, pero resulta un poco escaso de perspectivas desde su nacimiento.
Gabriel Vilallonga