Rialp. Madrid (2001). 324 págs. 2.700 ptas.
AJosé Luis Comellas le gusta alternar los estudios de detalle con las grandes síntesis. Los grandes imperios coloniales pertenece a este último género y se enfrenta a un desafío. Para abordar un tema tan espinoso, el autor debe sortear escollos ideológicos: no es políticamente correcto mencionar el fenómeno colonial si no es para denigrarlo, hablar de las injusticias pasadas y presentes y avergonzar a los occidentales; por otra parte, la historiografía de la segunda mitad del siglo XX tuvo diversas fases marcadas por las ideologías -la marxista en particular- que, si bien han sido relegadas, dejaron su impronta en numerosos estudios.
Comellas comienza mostrando las dificultades: el peligro de las descalificaciones a priori, de los reduccionismos y de los lugares comunes. Reconoce que muchos de los tópicos están fundados y que el historiador está en una situación incómoda, ya que no puede atacar una leyenda negra -o una leyenda rosa- en sus fundamentos sin caer en el error contrario. Advierte también que no siempre se ha dicho ni pensado lo mismo sobre el colonialismo y que no debemos pretender que en la actualidad hayamos alcanzado criterios definitivos sobre los diversos aspectos de la convivencia, la libertad y los derechos humanos.
Ante todo, hay que conocer y comprender los hechos. En la primera parte del libro, Comellas explica los fundamentos de los imperios y muy particularmente la mentalidad y los valores que empujaron a los europeos a «hacerse» con el mundo en tan solo veinte años (1880-1900), en una empresa que -ahora se sabe con certeza- no fue rentable. La segunda parte es una breve exposición de cómo se formó cada uno de los grandes imperios, particularmente el británico y el francés.
El balance final es un cuadro compuesto de luces y sombras. No todas las empresas fueron bastardas, ni todos los hombres blancos carecían de escrúpulos y se movían por simple ambición económica. No faltaron las gestas nobles aunque no se pueden ignorar los abusos. Tampoco se puede negar que las ideas de libertad y justicia que ahora defienden las naciones que fueron colonias las recibieron de la cultura occidental. El relativismo vigente tiende a valorar positivamente cualquier manifestación cultural autóctona y a equipararla con cualquier manifestación cultural occidental.
Previene Comellas contra esa tentación y concluye que Occidente no debe avergonzarse de haber llevado su cultura a las colonias.
Fernando Gil-Delgado