Escritor en el amplio sentido de la palabra –periodista, poeta, analista–, Valentí Puig rastrea en Memoria o caos (Destino, 2019) todas esas discontinuidades que amenazan nuestra identidad e insiste en que, sin recordar de dónde venimos, las sociedades corren el riesgo de empobrecerse.
— ¿Cuáles son, a su juicio, los rasgos que definen la crisis de la “conciencia occidental”, de la que trata en su libro?
— Se ha escrito mucho sobre la decadencia de Europa, desde hace algunos siglos. Ahora lo que tenemos es que, una vez desaparecido el totalitarismo –salvo restos pleistocénicos en Cuba o Corea del Norte, por ejemplo– han dejado un gran margen para la democracia liberal, hasta el punto paradójico de que ya parecen democracias liberales. Pero la cuestión es que, aunque el comunismo quiso acabar con la familia, la religión y la propiedad, no lo consiguió.
Actualmente, es más tenaz el relativismo. Atraído magnéticamente por la espiral de las redes, el relativismo acaba siendo uno de los rasgos de esa crisis de la conciencia occidental, aunque reconozcamos –como es mi caso– todo lo que la alta tecnología ha aportado al crecimiento económico, así como los avances en muchos campos, como la medicina, por poner un caso. ¿Es Europa actualmente un escaparate de la balcanización intelectual? ¿Existe un GPS para esas fases de caos político, estético y moral?
Aceptar la obediencia a lo mejor de lo que somos es una forma de trascender las limitaciones
— ¿Son nuestras sociedades cada vez más homogéneas?
— Es uno de los rasgos de nuestro tiempo. Necesitamos pertenecer, arraigar y, a la vez, buscamos la máxima autonomía personal, la emancipación del individuo. De lo que se trata es de lograr el equilibrio entre el afán de desvinculación per se y la lógica de las pertenencias asumidas como formas de libertad. Pertenecer también nos hace libres. Ahí vamos a parar a los dilemas de la libertad. Aceptar la obediencia a lo mejor de lo que somos es una forma de trascender las limitaciones. Por descontado, las sociedades inconexas llevan consigo el riesgo de descomposición moral. Dejar de lado lo que vincula al pasado, al presente y al futuro, a las generaciones que nos precedieron y las que vendrán, acaba siendo un limbo, el declive de la responsabilidad.
No bajar el listón
— ¿Cómo asegurar esa vinculación con la herencia cultural, ahora que se valora la novedad frente a la tradición?
— El vértigo del mundo digital nos lleva a continuos cambios de costumbres y, eso, sumado al relativismo, que niega las tradiciones culturales de Occidente, genera un “mix” de formas sin voluntad estética, muy erosivo para el canon clásico, que sabía adaptarse al espíritu de cada nueva época. Así integrábamos en el “continuum” occidental el Satiricón de Petronio y la obra de Proust, Velázquez y Cézanne. Pero sumarle el cómic o el grafiti es otra cosa. Por eso algunos defendemos el concepto de alta cultura y la autoexigencia elitista. Se pretende seducir culturalmente a los jóvenes bajando el listón, pero, en realidad, el acceso a la cultura requiere un esfuerzo, aunque ese esfuerzo que hay que hacer para acceder a Rilke o a Wagner sea a la larga copiosamente recompensado. Hay otro mundo más allá de MásterChef y Aquí no hay quien viva. Desde luego, no todo está en las series de Netflix.
— ¿Influye también la pérdida de referencias paternas en la familia?
— Los padres no pueden contentarse con ser buenos colegas de sus hijos. Tienen una autoridad que ejercer y un rol de ejemplaridad. En la adolescencia, por rebelión, uno a veces niega al padre. Después, ser adulto significa darse cuenta de cuánto le debemos al esfuerzo y al amor de nuestra familia. Eso es otro rasgo pernicioso del siglo XXI, la ingratitud sistémica, tanto como el victimismo, que es la forma más expedita de no asumir ninguna responsabilidad.
— Esa actitud irrespetuosa con el pasado ¿está relacionada con el secularismo?
— Sin duda, incluso hablando no ya en términos de fe, sino de reconocimiento de lo que Occidente, Europa, le deben a la tradición cultural del cristianismo. Pero Europa está en un proceso de descristianización. Y si consideramos los actos de la política antisistema, existe un frente muy activo y dispuesto a debelar los valores que sustentan la continuidad espiritual de Occidente, en una operación de derribo cuyo objetivo está siendo –de modo muy tangible– la familia.
— Por último, además del caos, al que alude en el título, ¿encuentra alguna alternativa a la crisis actual, alguna forma de regenerar la cultura?
— Algunos hablan de la solución benedictina. Recluirse para recuperar fuerza. A mi entender, la estrategia más indicada es el fortalecimiento intelectual de la continuidad de Occidente y apostar, bien avituallados, por la defensa de la memoria frente al caos. El mundo de las identidades y vínculos –el paisaje, la raigambre familiar, los sabores de la infancia, las tradiciones– es parte de un sistema de pertenencia, compuesto de conjuntos y subconjuntos. Esos vasos comunicantes corresponden en buena parte a la concordia hispánica que llegó a uno de sus mejores momentos –el mejor, posiblemente– en la Constitución de 1978.
Uno se siente de su pueblo –lugar de experiencias únicas e insustituibles– y, luego, de Andalucía o de Aragón, sumándose todo a la raíz que nos une, la idea de España, desde mucho antes de las Cortes de Cádiz. De ese modo, uno puede pertenecer de forma diversa sin dejar de ser lo que es. Hay cierta urgencia en todo eso y a la vez vale la pena valorar la actitud constructiva de no pocos jóvenes que reaccionan frente a la desmemoria y recuperan el valor de la responsabilidad, es decir, de la libertad.