Que el cine es luz y tiempo lo tenemos todos (o al menos casi todos) bastante claro. También Christopher Nolan (Londres, 1970), que insiste en un relato que toma ideas de las leyes de la termodinámica para construir laberintos dramáticos desdramatizados en los que se pretende disociar el conocimiento de la sensación. Es algo muy inventado en las artes, de la música a la pintura, pasando por el teatro, la fotografía y la literatura.
Inserto en el célebre cuadrado mágico (SATOR AREPO TENET OPERA ROTAS), Tenet es un palíndromo, como lo es la pretensión de Nolan de hacer cine comercial de género y cine de autor. Esta vez, el argumento es un calco de Misión: Imposible 2 con pegatinas de Bond y de Bourne, en el que un innominado Protagonista tiene que salvar al mundo de un peligro ominoso y devastador. A la vez, pretende ser cine ontológico en el que la representación de la reversión de la flecha temporal haga que algunos (quizás muchos) espectadores, que acuden al cine convenientemente agitados por las expectativas de películas precedentes y por críticas polarizadas en las que hay entusiasmo o desprecio, piensen que Nolan ha pisado un territorio virgen. Otros bostezarán entre carreras de coches, regatas de catamaranes, peleas en cocinas, disparos y explosiones, lujo estiloso y una rubia infinita a la que hay que salvar: un personaje, por cierto, ya interpretado con talento por Elizabeth Debicki en The Night Manager (la serie de Susanne Bier).
La estética escheriana sigue muy presente en la obra de Nolan, que abre puertas, ventanas y caminos que llevan adonde no se llega porque no se ha salido, etc. Reversión de la fecha del tiempo en contexto macro o microscópico, disquisiciones sobre la segunda ley de la termodinámica y la entropía. En realidad, lo que me parece que obsesiona a Nolan, desde su primera película hasta la última, es la retrocausalidad.
Hay un aspecto llamativo en la estrategia de lanzamiento de la película: su estreno en Europa, Oceanía y otros países del mundo una semana antes que en Estados Unidos. Parece que quisieran generar ruido que impregne la película de un debate mediático, una emoción reflejada en las redes sociales, un aroma de aventura fílmica kubrickana llena de una audacia formal y material.
Tenet es gélida, mecánica, desalmada. Dramáticamente es muy pobre. El conflicto es tan elemental que casi no llega a conflicto. Los personajes son cuerpos que en algunos momentos hablan: no hay rastros de humanidad en una película en la que los actores son cobayas de un experimento fílmico que maneja masivamente el deus ex machina mientras exhibe un pasaporte habilitante que dice Cineasta trascendente aunque parezca intrascendente. La acción (bueno, ustedes ya me entienden, no se le puede llamar acción con nitidez, porque igual es reacción) discurre por distintas ciudades, intentando frenar el apocalipsis que solo la gnosis en forma de esquirlas de modelos de la física cuántica puede impedir.
Para quien se someta gustoso a la perplejidad, la película puede resultar interesante, amena e incluso mística en su cientifismo cosificado. La foto es buena y el formato 70 mm / IMAX hace que lo más elemental parezca brillante. La música electrónica pesadillesca y machacona del sueco Ludwig Göransson, junto al atronador sonido de todas las películas de Nolan, contribuye eficazmente al aturdimiento y desorientación del espectador –con el cerebro voluntaria o involuntariamente guardado en una caja– que como peatón desconcertado recorre –con gusto o sin él– durante dos horas y media los dilemas que Nolan tiene en su mente como guionista aficionado a la física teórica, que sabe que una pantalla de cine lo aguanta todo. Es más, si recupera (es productor con su esposa) los 300 millones de inversión, podría haber saga. Al tiempo. Igual en el presente-pasado-futuro la saga ya está hecha, pero Nolan no lo sabe. Pero lo siente…