Simpatizantes de Trump ante el Capitolio, en la tarde del 6 de enero. CC: Tyler Merbler
Después de haber celebrado durante años la indignación como valor político, tanto a la izquierda (Occupy Wall Street) como a la derecha (Tea Party), muchos se han convencido ahora de que la inmoderación en política no termina bien. Las alarmas han saltado con la irrupción violenta en el Capitolio de cientos de seguidores de Donald Trump, pero tendrían que haber sonado mucho antes.
Es interesante ver cómo han definido los hechos del 6 de enero, que han dejado cinco muertos, medios y analistas que en principio no se oponen a Trump por sistema.
The Wall Street Journal, uno de los grandes diarios estadounidenses que suele defender posiciones conservadoras en sus páginas de opinión, califica lo ocurrido de “asalto al proceso constitucional de traspaso de poderes tras una elección”. El editorial sostiene que el presidente saliente ha cruzado “una línea constitucional”, al incitar a marchar hasta el Congreso para obstaculizar la certificación de los resultados de unas elecciones que considera “robadas”. Y aunque en el transcurso de las cuatro horas de asalto pidió el cese de la violencia y al día siguiente prometió “una transición ordenada”, el diario también le echa en cara que tardara “demasiado tiempo” en llamar a la calma.
Por su parte, Heather Mac Donald subraya en City Journal que Trump no llegó a hacer una condena expresa del vandalismo en esos momentos. En cambio, siguió alimentando la narrativa de las elecciones fraudulentas. “La obligación de Trump en este punto era sencilla: denunciar la violencia. Nunca lo hizo. Su primera respuesta durante la invasión del Capitolio fue un tuit en el que arremetió contra el vicepresidente Pence (que según las informaciones acababa de ser escoltado fuera de la cámara del Senado) por su falta de coraje”. Un ejemplo de lo que dice Mac Donald son estas palabras de Trump a la turba: “Conozco tu dolor. Tuvimos una elección que nos fue robada. Fue una elección aplastante, y todo el mundo lo sabe, especialmente el otro lado, pero ahora tienes que irte a casa”.
Brendan O’Neill, director de Spiked, tampoco duda en hablar de “asalto multitudinario a las instituciones de la democracia” y de “incursión violenta contra la práctica y el ideal de la democracia”. Pero, a la vez, insiste en no exagerar la gravedad de la amenaza: el asalto al Capitolio “no fue un golpe fascista”. “Un golpe de Estado es un esfuerzo consciente de quitar el poder de forma ilegal a un gobierno. Pero esta gente ni siquiera podía creerse que había logrado entrar en el edificio del Capitolio”.
¿Por qué importa clarificar lo ocurrido el 6 de enero?, se pregunta O’Neill. Y responde: porque la narrativa del supuesto resurgir fascista podría servir para invalidar toda crítica a la corrección política, con la excusa de evitar que despierte “el fascismo latente” en la sociedad. Con esta explicación, los demócratas se estarían asegurando “una inmerecida autoridad moral” para dictar lo que se puede decir y pensar en los debates sociales. Por la vía de la histeria preventiva, se podría llegar al descarte de puntos de vista que nada tienen que ver con el fascismo.
Condenar toda violencia
El columnista de The Week Damon Linker, que sí suele ser muy crítico con Trump, también piensa que “no fue un intento de golpe de Estado”. Pero él sí defiende la descripción de los hechos que hacen destacados políticos demócratas, como el presidente electo Joe Biden o el líder demócrata en el Senado Chuck Schumer: el asalto fue “una insurrección, incitada por el presidente de EE.UU., contra el resultado de una elección democrática”. De todos modos, Linker presta más atención a lo que revela ese “gesto simbólico de lealtad” al presidente saliente, que acabó dando paso a lamentables acciones en el mundo real: la incapacidad de una facción de votantes republicanos de participar de forma democrática en política.
Al mismo tiempo, subraya lo que a su juicio representa “el acontecimiento más significativo de esta semana para la viabilidad a largo plazo de la democracia en Estados Unidos”: los discursos del líder saliente de la mayoría del Senado Mitch McConnell y otros republicanos que decidieron poner fin a la condescendencia con la manera de hacer política de Trump. “Finalmente, llegaron a una línea que se negaron a cruzar”.
El punto de inflexión del que habla Linker podría ser decisivo para la reconstrucción del Partido Republicano y, de paso, del conservadurismo post-Trump. Una reconstrucción que, como veremos enseguida, bien podría pasar por dejar atrás la pulsión populista. La otra cuestión acuciante para el futuro de la democracia estadounidense –cabe añadir a Linker– es si el Partido Demócrata también tendrá su punto de inflexión: ¿condenará con igual firmeza la violencia de los radicales de izquierdas?
La pregunta viene a cuento de los disturbios tras la muerte de George Floyd. En The Federalist, Tristan Justice llama la atención sobre el doble rasero ante la violencia con motivación política. No para defender que la de un lado es más respetable que la del otro, sino para condenar ambas y repartir responsabilidades. Mientras los medios más notorios de la derecha –dice– han condenado con firmeza la violencia de los seguidores de Trump en el Capitolio, los de izquierdas tendieron a quitar hierro a la provocada por el movimiento anarquista Antifa o los simpatizantes más radicales de Black Lives Matter. Y repasa más de una veintena de ocasiones en que periodistas afines a los demócratas han minimizado altercados violentos.
La derrota en el Senado y la crisis en Washington D.C. dejan a los republicanos en clara desventaja
Cuando solo habla uno
Pero volvamos a los republicanos. El asalto al Capitolio puede verse como un grito de frustración, y a la vez revela el fracaso de la indignación populista como estrategia política. Para muchos, Trump era el altavoz de unos puntos de vista que las élites progresistas insistían en ningunear. Con la denuncia que hizo de la corrección política (CP), una de las claves de su victoria en 2016, volvió a hacer presentes las voces silenciadas. El problema era real, pero el hecho de que el republicano optara por la vía del exceso, acabó deslegitimando la causa. ¿Cómo convencer a los partidarios de la CP que bajaran la guardia, si enseguida vieron que la “incorrección” era sinónimo de falta de respeto?
La derrota de Trump muestra a las claras cuál es el precio de poner todos los huevos en la misma cesta, que es lo propio del liderazgo populista. El trato es que uno solo habla por todos. Él monopoliza la representación en beneficio de los suyos y, a cambio, les ofrece victorias. Es lo que Trump siempre ha vendido a los conservadores que recelaban de él: vosotros me votáis, y yo prometo pelear por vuestros valores en Washington.
Es cierto que el presidente saliente ha dado a los suyos victorias políticas tangibles; la más significativa, el nombramiento de tres jueces conservadores para el Tribunal Supremo. Pero también es verdad que, cuatro años después de su victoria, los votantes republicanos han perdido voz y voto: en las elecciones legislativas de mitad de mandato (2018), perdieron la mayoría en la Cámara de Representantes; y el día antes del asalto al Capitolio, la del Senado (quedan 50 republicanos contra 48 demócratas y 2 independientes afines a los demócratas, con la vicepresidenta electa Kamala Harris con voto de desempate). En consecuencia, ahora sus posiciones estarán menos representadas, por mucho que cuenten con el último recurso del Supremo.
Peor aún: el comportamiento antidemocrático de la minoría que protagonizó el asalto al Capitolio deja en una posición incómoda a los 74 millones de votantes de Trump. Como dice Emily Jashinsky en The Federalist, “el motín del Capitolio perjudicará a las personas que ya estaban perjudicadas; los manifestantes decentes [los pacíficos] quedarán ignorados y manchados por siempre, con el sanbenito de una violencia que no cometieron”.
El paradójico final del 6 de enero es que mientras los conservadores se verán ahora todavía más a la defensiva, Trump tuvo su espectáculo de luces y colores. Lo vio muy bien Lance Morrow en City Journal: el día en que la Cámara de Representantes y el Senado se reunieron para certificar de forma oficial que Trump era el perdedor de las elecciones, que es lo que más podía temer –observa Morrow–, logró dirigir los focos hacia la narrativa de las elecciones robadas. “A su manera, Trump tuvo éxito: logró una disrupción espectacular”. La cuestión es saber cómo les irá ahora a quienes le votaron.