Hace diez o veinte años, ante la pregunta de qué pasaría en Cuba cuando muriera Fidel Castro, una parte de los cubanos, marcados por la percepción de que aquel hombre era inmortal, se encogían de hombros al no imaginar un futuro sin su omnipresencia. Otros, pesimistas, eran directos: “No pasará nada”. En efecto, nada pasó: otro Castro –su hermano Raúl, general de Ejército– heredó la dirección del gobierno y del Partido Comunista, hasta que, en 2018, un sexagenario lo relevó de lo primero, y ahora de lo segundo. Y lo mismo: “Nada”.
A diferencia de lo ocurrido a finales de los 80 en Europa del Este, donde la desaparición de los dirigentes comunistas de la escena pública –o de la vida, como el caso del rumano Ceausescu– coincidió con la caída de su régimen, en Cuba el líder murió en 2016 y el sistema le ha sobrevivido. Ahora, en el recién concluido VIII Congreso del Partido, se ha colocado al frente de esa formación al ya presidente Miguel Díaz-Canel, que ha hecho del hashtag “#SomosContinuidad” una especie de motto heráldico que avisa sobre aquello que no se plantea hacer: dar pasos hacia la democratización del país.
Las imágenes de abusos cometidos por la policía cubana contra ciudadanos comunes pasan de móvil en móvil en la isla
El aviso tiene como destinatarios principales a un cada vez mayor número de periodistas, escritores y artistas independientes, así como a activistas sociales y opositores políticos, a los que el mandatario tildó en su discurso de “sociópatas con tecnología digital siempre disponible, siempre a punto, en guerra abierta a la razón y a los sentimientos”. Todos ellos han venido planteando en los últimos años un desafío al poder por su falta de respuesta a las necesidades de la gente en temas de alimentación, transporte, calidad de los servicios de salud y educación –hoy en franco retroceso– y, en el orden de las libertades, de espacio para el disenso.
Algunas de estas figuras incómodas tienen rostro conocido, pero la advertencia no va solo dirigida a ellas, sino también a mucha gente que, armada con un teléfono móvil, documenta y divulga en las redes sociales las injusticias cometidas por funcionarios públicos, entre ellos agentes de la policía, que antes simplemente “no ocurrían”. El régimen no es ajeno al peligro que pueden representar para su estabilidad imágenes como la de una multitud que protesta por el arresto de un joven que camina con una pancarta con la palabra “Libertad”, o las de la denuncia de una madre por la agresión sexual a su hija adolescente por parte de dos policías.
Es así que Castro y Díaz-Canel, enterados de que los desmanes cometidos por las fuerzas del orden –así como la vida de lujos que se dan los familiares de los grandes dirigentes– circulan entre los móviles de los cubanos de a pie, han amenazado a quienes divulguen estos contenidos de potencial efecto levantisco con que “¡la paciencia de este pueblo tiene límites!”.
El ojo de Sauron
Vale la pena detenerse en dos o tres aspectos tocados por ambos en el Congreso, para entender por qué, una vez “ido” el menor de los Castro, hay poca esperanza de cambio.
El general de Ejército se ha ganado tradicionalmente fama de pragmático en cuanto a gestión económica. De hecho, bajo su mandato se eliminaron varias de las que llamó “prohibiciones absurdas” –los cubanos no podían tener un móvil, comprar o vender un coche o una casa, ni viajar al exterior sin permiso previo– y pareció romper una lanza por la pequeña empresa privada, también en el campo, para tratar de incrementar la producción de alimentos, algo que el Estado ha sido incapaz de garantizar con sus estructuras colectivizantes.
Pero las “buenas intenciones” no han fraguado y las fuerzas productivas siguen en pausa. En 2020, por ejemplo, del monto total de 8.400 millones de dólares destinados a importaciones, unos 1.800 millones se gastaron en adquirir alimentos en otros países. Buena parte de estos podrían producirse en Cuba, pero los ridículos precios de compra que tradicionalmente ha puesto el gobierno a los productos de los pequeños agricultores privados, amén de otras rigideces, como la obligada gestión de buena parte de esa producción por una empresa estatal incompetente, o la prohibición –hasta hace unos días– de la comercialización de leche y carne de vacuno por parte de los ganaderos, han desincentivado el cultivo de determinados frutos y la crianza de ganado mayor, todo lo cual se echa de menos en la mesa del cubano. Que, si a la hora de la cena tiene encendida la tele, se enterará, eso sí, del “éxito” de la policía al desmantelar la pequeña industria de producción quesera de un campesino.
Pese a estos disparates, Raúl Castro se encargó en su discurso de recordar que “el sistema empresarial estatal tiene ante sí el reto de […] afianzar su posición como la forma de gestión dominante en la economía”. A saber, que el desastre resultante de la intromisión estatal en toda actividad económica –en Cuba ha habido incluso zapaterías y puestos de frituras gestionados por el Estado– no parece suficiente para demostrar el fracaso del modelo.
Un modelo que el nuevo secretario del Partido no parece tener intención de trastocar, en parte por convicción propia y en parte porque se sabe vigilado. Según Díaz-Canel, su antecesor “estará siempre presente, bien al tanto de todo, combatiendo con energía, aportando ideas y propósitos a la causa revolucionaria, a través de sus consejos, su orientación y su alerta ante cualquier error o deficiencia”.
Así pues, mientras viva Raúl, el nuevo primer secretario tendrá sobre sí el “ojo de Sauron”. Y cuando ya no esté, quedarán otros ojos: los de cientos de generales y altos oficiales, muchos de ellos formados en los primeros años de la Revolución en una lealtad ciega a las figuras fundacionales (los Castro, el Che Guevara, Ramiro Valdés, etc.) y en una aversión total al “imperialismo yanqui”, por lo que cualquier paso de Díaz-Canel que huela a concesión, cualquier tibieza para poner en su sitio a los “mercenarios” (los disidentes), puede implicar un problema para sí mismo.
No parece, por tanto, que la transición esté a la vuelta de la esquina.
Biden no es Obama
Ningún discurso de un alto dirigente cubano es completo sin una alusión a Estados Unidos. Castro aprovechó para recordar que en estos días se cumplen 60 años de la invasión de Bahía de Cochinos, protagonizada por exiliados cubanos con apoyo estadounidense, “bajo el mandato de un presidente demócrata”.
El pésimo tratamiento de La Habana a la disidencia interna está demorando una postura más abierta de Biden hacia el régimen
Precisamente bajo otro demócrata, Barack Obama, ambos países restablecieron las relaciones diplomáticas en 2015, pero lo logrado quedó en poco bajo la presidencia de Donald Trump, que impuso decenas de sanciones a La Habana. Con Biden, los dirigentes cubanos creyeron ver de nuevo los cielos abiertos, pero el nuevo mandatario les ha dado –de momento– pocas alegrías.
Juan González, director principal para el Hemisferio Occidental del Consejo de Seguridad Nacional, aseguró días atrás a la CNN que “quienes piensan que EE.UU. va a entrar en estos momentos en un diálogo de múltiples años con Cuba, yo creo que no entienden el momento político, la situación que estamos viviendo y el desorden que heredamos de la Administración anterior”.
El pésimo tratamiento de La Habana a la disidencia interna, agravado en los últimos años, está pesando en esto. Los arrestos frecuentes, las duras condenas por “desacato” a quienes se manifiestan contra el gobierno, la prohibición de entrada al país a nacionales díscolos, los “actos de repudio” y otras acciones por el estilo, hacen ver al gobierno como el deudor de la parábola, que habiendo obtenido gracia de su acreedor, asfixiaba a un pobre que le debía bastante menos, por lo que terminó enfadando al primero.
Biden, dijo González, “no es Barack Obama en la política hacia Cuba. El momento político ha cambiado de forma importante; se ha cerrado mucho el espacio político porque el gobierno cubano no ha respondido de ninguna forma, y de hecho la opresión contra los cubanos es hoy peor aun que lo que tal vez fue durante la Administración (George W.) Bush”.
Sin embargo, el analista cubanoamericano Arturo López-Levy, profesor de Política Internacional en la Holy Names University (California), opina que un “corte drástico” con las políticas de Trump pondría a los diplomáticos estadounidenses en una mejor posición negociadora frente al gobierno cubano y lo animaría a adoptar reformas necesarias, máxime en un contexto tan adverso en lo económico. “Una crisis migratoria en el verano –advierte–, con miles de cubanos tratando de alcanzar las costas de México o de EE.UU., o de camino a la frontera sur, no es nada improbable”.
Puede ocurrir. Ya sucedió en el verano de 1994, con una administración demócrata en Washington, y una población económicamente asfixiada y un gobierno cerril en La Habana.
Cualquier semejanza…
¿Las mujeres a la mili?Una de las afirmaciones de Raúl Castro en su discurso a los comunistas cubanos estuvo relacionada con el Servicio Militar Obligatorio (SMO), que es de un año para los jóvenes varones que han pasado exámenes de acceso a la universidad, y de dos para quienes no cursarán estudios posteriormente. Las muchachas están exentas. Pero podrían no estarlo más. Castro dio por buena la experiencia de la escuela de diplomáticos cubanos, de enviar durante un año a sus egresados de ambos sexos a la unidad militar colindante con la base naval estadounidense de Guantánamo. Dada la baja natalidad y la consecuente reducción de la población joven, el general dijo que el caso “debería estudiarse, con el propósito de generalizar de forma gradual que todos los estudiantes de la educación superior cumplan previamente este deber”. |