(Actualizado el 15-11-2023)
Uno de los rasgos que identifican a las democracias es la protección de las minorías. Otro es el respeto de las libertades de creencia, conciencia y expresión. Ambos principios han empezado a entrar en conflicto con ocasión de nuevas leyes de igualdad o contra distintas fobias.
Ya hay todo un rimero de casos, en distintos países, en que las autoridades limitan las libertades de expresión, de conciencia o religiosa de quienes disienten en algunos temas sensibles. Uno de los motivos de conflicto más frecuentes es la presunta conducta homofóbica de personas o instituciones que, según su propia visión de los hechos, simplemente pretendían defender su derecho a expresarse o actuar conforme a su visión de la sexualidad.
Disentir no es odiar
Un caso significativo es el de Päivi Räsänen, una política finlandesa de 62 años, parlamentaria y exministra del Interior, que está siendo juzgada por delitos de incitación al odio hacia los homosexuales. En concreto, se han formulado tres denuncias contra ella: por un tuit de 2019 en el que usaba un pasaje de la Biblia para criticar el respaldo de la Iglesia luterana nacional a la celebración del Orgullo Gay; por una publicación parroquial de 2004 sobre ética sexual y matrimonio; y por unas palabras pronunciadas durante una entrevista en la emisora pública nacional, también en 2019.
El fiscal general del país ha decidido procesarla a pesar de que la policía desestimó la denuncia tras una larga investigación, y de que ni Twitter ni la emisora pública consideraron que sus palabras infringían sus respectivas políticas respecto al “discurso del odio”. Las penas pueden ser de hasta dos años por cada denuncia. (Actualización: Räsänen fue absuelta de todos los cargos por decisión unánime del tribunal el 30 de marzo de 2022; el recurso subsiguiente de la Fiscalía fue rechazado por el Tribunal de Apelación el 14 de noviembre de 2023.)
El caso de Räsänen recuerda a otros dos protagonizados por pasteleros, uno en Belfast (Irlanda del Norte) y otro en Colorado (Estados Unidos). Ambos guardan muchas similitudes: los dos comerciantes fueron igualmente acusados de conducta homofóbica, aunque no por sus palabras sino por negarse a hacer una tarta para una boda homosexual; el camino judicial de los dos litigios ha sido complejo, pleno de alegaciones y recursos, y los dos se han resuelto –al menos, por ahora– con victoria de los demandados.
No se puede obligar a nadie a manifestar algo en lo que no cree
No obstante, también hay importantes diferencias entre los dos casos. En el primero, al acusado se le pidió que escribiera en la tarta una frase a favor del matrimonio gay; algo a lo que, como sentenció el Tribunal Supremo del Reino Unido, tenía derecho a negarse porque no se puede obligar a nadie a manifestar algo en lo que no cree. En el segundo, los jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos no reivindicaron tan claramente la libertad de expresión del acusado (no entraban a valorar si el negarse a hacer el pastel, aunque este no llevara un mensaje explícito a favor del matrimonio homosexual, era una forma de ejercer este derecho); con todo, dieron la razón al demandado por considerar que la acusación de la Comisión de Derechos Civiles de Colorado, que previamente había fallado en su contra, había incurrido en “hostilidad hacia las creencias religiosas del acusado”, por ejemplo al compararlas con la defensa de la esclavitud o el holocausto.
Cuestiones de género
Igualmente acabó en los tribunales el biólogo alemán Ulrich Kutschera. En 2017, concedió una entrevista a raíz del debate nacional en torno a la adopción por parte de parejas homosexuales. En ella repetía algunas críticas a las teorías de John Money, uno de los padres de la ideología de género, y en concreto a su posición sobre la pedofilia (Money no la consideraba reprobable mientras no hubiera violencia). Kutschera fue acusado de inventar o tergiversar datos científicos con la intención de desprestigiar a los homosexuales. Al absolverlo, el juez señaló que sus afirmaciones, más allá de su exactitud científica, estaban protegidas por el derecho de expresión, y que no constituían delito de odio.
Estas acusaciones suelen apoyarse en leyes que, con la intención oficial de proteger contra el odio, terminan por limitar en exceso la libertad de expresión o religiosa.
Es el caso de una iniciativa legal presentada en Italia –conocida como la ley Zan, según el apellido del parlamentario que la promocionaba–, y que recientemente ha sido rechazada en el Senado. Gran parte de la oposición se debe al posible menoscabo de la libertad de expresión a que da pie el texto. En concreto, este proponía instituir un día nacional contra la homofobia, en el que todas las escuelas, incluidas las privadas, debían desarrollar actividades “de concienciación” que, según la Conferencia Episcopal italiana, violentarían el ethos de las instituciones católicas. Además, se describía el discurso de odio de tal modo que, en opinión de los críticos, se estarían criminalizando determinadas creencias. Aunque durante la tramitación parlamentaria se modificó el artículo cuarto para proteger la libertad de expresión, no ha sido suficiente para eliminar las suspicacias.
La molesta conciencia de los objetores
Los debates referidos a la homosexualidad no son los únicos que ocasionan conflictos con “disidentes”. Otro campo de lucha habitual es el de asuntos bioéticos como el aborto o la eutanasia.
A veces, se acusa al objetor de discriminar por motivos religiosos sin que él haya invocado estas razones
Dado el carácter de derecho que desde algunos sectores se quiere dar a estas prácticas, es frecuente que quien reivindica la objeción de conciencia para no intervenir en ellas sea acusado, paradójicamente, de discriminar por motivos religiosos, incluso cuando no se invoca la fe como argumento para oponerse. En este sentido, las leyes que buscan amparar al objetor en base a su fe, aunque quizás estén guiadas por las mejores intenciones, pueden hacer un flaco favor a la causa de la deontología profesional.
Un ejemplo es la ley contra la discriminación religiosa que se está discutiendo en el Parlamento australiano. Para sus defensores, se trata de un necesario complemento a la legislación nacional existente, que ya protege frente al trato injusto motivado por la raza, el sexo o la orientación sexual. Sin embargo, los críticos consideran que el texto concede una inmunidad total a cualquier conducta siempre que sea dictada por la propia fe. Esto no es cierto, pues el texto precisa unos límites para la libertad religiosa. En cualquier caso, la oposición ya ha conseguido que se elimine del articulado el derecho de los médicos a no involucrarse en prácticas como el aborto.
Sin acomodaciones razonables
Frecuentemente, los jueces que han tenido que resolver casos concretos en los que se dan este tipo de conflictos han recomendado llegar a una acomodación razonable; es decir, buscar una solución en la que la persona concreta pueda actuar en conciencia sin grave menoscabo del servicio que se pide. Sin embargo, no siempre parece existir la buena fe necesaria por ambas partes para llegar a este entendimiento.
El año pasado, una cadena de farmacias despidió a una empleada por oponerse a vender un tipo de anticonceptivos que pueden tener efecto abortivo. La mujer fue contratada en 2015, y ya entonces solicitó una dispensa por motivos de conciencia, que le fue concedida entonces, pero que fue revocada sin explicación en 2021, pese a que el acuerdo de acomodación razonable no había producido ningún perjuicio práctico en esos años.
La oficina de empleo de Canadá tampoco ha mostrado mucho aprecio por la libertad de conciencia, ni mucho sentido común para acomodar diferentes intereses, al excluir de su programa de becas a algunas instituciones que se oponen a la postura gubernamental sobre la homosexualidad o los “derechos reproductivos de la mujer”.
Por ejemplo, la petición de la Redeemer University fue desestimada por señalar, en su código de conducta para los estudiantes, que estos debían evitar “las relaciones sexuales fuera del matrimonio heterosexual”, lo que a ojos de la agencia pública podía entenderse como una forma de discriminación hacia el colectivo homosexual. Así mismo, se excluyó del programa a la Asociación por el Derecho a la Vida de Toronto por oponerse al aborto.
Ambos casos han llegado a los tribunales, aunque con suerte dispar: mientras un juez dio la razón a la Redeemer University precisamente porque no se había podido constatar ningún hecho discriminatorio, otro sentenció que la exclusión de la asociación provida del mismo programa fue “razonable”. Esto último supone, según los “disidentes”, que la financiación pública se emplea para cerrar forzosamente y por la puerta de atrás un debate que la sociedad mantiene abierto; además, la asociación implicada no impedía a nadie abortar, sino que ofrecía otras alternativas.
Espacios libres de religión
Otras veces es un excesivo celo por la neutralidad religiosa del Estado lo que lleva a los gobiernos a limitar la libertad de creencias. En Quebec, provincia francófona de Canadá, la ley de laicidad aprobada en 2019 prohíbe a los empleados públicos (en escuelas, hospitales, ministerios, etc.) portar símbolos religiosos. En aplicación de ella, una profesora musulmana fue destituida de su puesto y reasignada a otro por llevar hiyab, el velo islámico, lo que ha generado protestas sociales. En su nuevo puesto de trabajo, la maestra no tiene contacto directo con los escolares, como si el gobierno pensara que la religión (en este caso la musulmana, pero también se prohíben símbolos cristianos y judíos) tiene algo de tóxico para los niños.
Algo parecido transmite la ley de laicidad del cantón suizo de Ginebra, que también prohíbe que los funcionarios manifiesten sus creencias religiosas a través de símbolos e incluso palabras. Además, hasta hace unos meses, estaban vedadas las reuniones de carácter religioso en la calle, salvo “casos excepcionales”. Esto último ha sido rechazado por el Tribunal Supremo como anticonstitucional.
Todos estos ejemplos muestran cómo, cada vez más a menudo, se mira con sospecha al que piensa diferente respecto algunos temas. Y cómo, una vez se percibe al disidente como una amenaza a la igualdad, tiende a olvidarse el deber político y social de hallar un acomodo con derechos fundamentales como la libertad de conciencia, de expresión o religiosa.