Natalia con sus hijas en Moscú el pasado febrero (foto cedida)
Bruselas.— Natalia y su marido son colombianos, y vivían en Bruselas desde hacía más de 14 años. El pasado enero, antes de que estallara la guerra en Ucrania, él fue destinado por su empresa –una multinacional del automóvil– a Moscú, donde aterrizaron a principios de febrero. Acaban de dejar Rusia tras una salida precipitada y casi a la fuga, tras comunicarle la empresa de él que debían irse antes de que pudieran quedar atrapados.
No había hecho ni un mes desde que habían puesto el pie por primera vez en territorio ruso. Él iniciaba su andadura en un nuevo puesto dentro de la misma empresa de coches; ella, dispuesta a asentarse, a aprender ruso y sacar adelante a su familia, con cuatro niñas y un varón a punto de nacer. Acaban de regresar a Bruselas, tras un periplo infernal. Nos lo cuenta Natalia.
— ¿Cómo has vivido la salida de Moscú?
— ¡Todo ha sido tan rápido! Lo peor era la incertidumbre. Pero comprendimos que teníamos que salir, sin ni siquiera haber desecho la mudanza de Bruselas, cuando recibimos el primer correo electrónico del colegio de mis hijos con un mensaje de la embajada americana. Poco después llegó el mensaje de la belga y supimos con certeza que teníamos que huir cuando la empresa de mi marido nos animó a salir y volver a Bélgica, de donde habíamos salido hacía tan solo tres semanas con toda la casa a cuestas y después de que las niñas dejaran su colegio, amigos y conocidos. El miedo era que la situación degenerará aún más y no poder coger un avión porque el espacio aéreo estuviera cerrado, como ha sido el caso posterior.
— ¿Cuál es el ambiente que habéis dejado en Rusia?
— Lo increíble es el silencio. Los rusos no pueden acceder prácticamente a la información. Todo está controlado, todo da miedo. Te sientes completamente vigilado. Notas sencillamente que saben todos tus movimientos. Por ejemplo, hay cámaras en todos los lugares, en los más inimaginables. Si quieren saber quién ha asistido a una manifestación, pueden registrar las cámaras y, si te identifican, se acabó tu libertad. Cuando llegamos a Rusia, al aeropuerto, nos midieron los rasgos faciales con una regla, totalmente surrealista, para luego aplicar las técnicas de reconocimiento facial y compararlo con nuestras fotografías en el pasaporte. Para poder acceder al permiso de trabajo, todos los extranjeros y sus familias tienen que superar un exhaustivo examen médico que tarda más de un día y que debe hacerse cada cierto tiempo.
Y los ciudadanos padecen la falta de información total. Cuando nos fuimos nuestra casera no entendía por qué salíamos de Rusia. Nos dijo: “Pero si esto se acaba en una semana y ya”. Es la idea que tenía Putin. Una operación fugaz de menos de una semana para controlar el país. Ahora todo es distinto.
— ¿Cómo habéis conseguido salir? ¿Han salido más extranjeros en el mismo vuelo o recorrido?
— Lo más importante era actuar con rapidez. El lunes pasado teníamos varias opciones de vuelo, ninguna por Europa, pero había. Tres días después cuando fuimos a comprar los billetes solo teníamos la opción de salir por Turquía, vía Estambul, donde aterrizamos cinco horas después (es un vuelo que normalmente dura tres horas) y donde pasamos una noche a la espera de coger otro vuelo al día siguiente hacia Bruselas.
Otro problema era la falta de dinero en los cajeros. Aunque nosotros pudimos conseguir rublos, muchos expatriados se desesperaban porque los bancos no les proporcionaban dinero de sus cuentas. En apenas unos días todos los extranjeros madrugaban y a horas intempestivas iban a retirar el dinero. Nuestra urbanización, muy cercana al centro de Moscú, pero llena de extranjeros, se vació. Recuerdo el silencio. De un día para otro, no quedaba nadie. Al llegar al aeropuerto de Moscú, cuando intentamos salir…, silencio. Parecía un aeropuerto fantasma. Todos habían huido los días anteriores.
Natalia y su marido vuelven a la casilla de salida. Su aventura rusa ha durado apenas tres semanas.
— Natalia, ¿y ahora qué?
— Todo esto no tiene mucho sentido para nosotros ahora. Habíamos decidido realmente asumir este riesgo y este cambio de vida, con cuatro chicas y un niño en camino [está embarazada de ocho meses], también por la oportunidad laboral para mi marido. Estábamos muy contentos. Y todo ha cambiado en menos de un mes. Tenemos que volver a integrar a nuestros hijos, mi marido igual en el trabajo. Pero entendemos que tiene que ser por “algo”… Supongo que Dios nos lo hará ver muy pronto.
Por lo que hay que preocuparse realmente es por Ucrania, evidentemente, pero también por los rusos. No se merecen esto, no lo quieren. Y van a sufrir económicamente una barbaridad.