Una expedición a la Antártida. La recuperación de un derrame cerebral. Una obra de teatro interpretada por afectados por la afasia. Estos tres temas –aparentemente independientes– forman los tres cimientos sobre los que se asienta la última novela del escritor inglés Jon McGregor, finalista en tres ocasiones del premio Man Booker y autor de El embalse 13, novela también publicada en Libros del Asteroide.
Inclinado. Robert Wright “Doc”, asistente técnico en una base del Polo Antártico, sufre un derrame cerebral en medio de una fuerte tormenta en la que desaparece uno de sus dos compañeros. Caído. Anna, su mujer, se hace cargo de los cuidados de Robert y todo lo que ello implica. De pie. “Doc” se une a un grupo de afectados por la afasia para aprender nuevas técnicas de comunicación no verbal.
El inicio de la obra, Inclinado, es magistral. La tensión narrativa de la tormenta es emocionante y agobiante, y muestra en tiempo real el derrame que sufre Robert. McGregor consigue generar una creciente impaciencia en el lector, sobre todo en Caído, la segunda parte. Los pantalones, la falta del habla, las repetidas caídas de Robert. Una impaciencia que siente su mujer, pero que, simplemente como observador, también siente el lector. “Se tardaba mucho en hacer cada cosa”. McGregor también refleja el desamparo al que se enfrentan muchas familias de personas dependientes cuando faltan las ayudas públicas, y se hace eco de una emoción que pocas veces se trata en la literatura y menos se permite sentir el propio cuidador, ni en la ficción ni en la realidad: “No sé si quiero que él venga a casa”.
Las últimas dos partes de la novela, la vuelta al hogar y el proceso lento de recuperación, pueden resultar más flojas que la primera. El cambio de registro, de una trepidante acción a una –aparente– sosegada cotidianidad, sin excesiva emotividad ni descripciones, puede dejar al lector en el limbo de esta montaña rusa de sentimientos. Pero también puede ser que McGregor las haya concebido como un juego de omisiones en el que no se cuenta todo lo que viven los protagonistas ni todo lo que piensan –esto, especialmente–, logrando con unas pocas migajas transportar al lector al núcleo de la situación y de la emoción.
Mediante este “poco” –un suspiro, un momento a solas en el baño, una mirada ausente y desganada por la venta–, McGregor consigue invocar esos sentimientos de los que, en gran medida, no gusta hablar. ¿Qué pasa cuando ya no quieres cuidar a alguien? ¿O cuando está el deber de hacerlo, pero no entraba en tus planes? Y, sobre todo, ¿cómo asumir que la persona que era, ya no volverá a ser?
La palabra para rojo da permiso a sus protagonistas –sobre todo, a Anna– y también a sus lectores, para progresivamente sentir y cuestionar. Y muestra cómo, aunque sea un proceso lleno de tristeza y sufrimiento y la persona haya cambiado, seguirá siendo la persona querida. “Lo único que había querido siempre es que volviera entero de la Antártida. Y había vuelto, pero era diferente. Puede que su ser querido no sea la misma persona que antes. Pero seguirá siendo su ser querido”.