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Desde que el ensayista Nicholas Carr se preguntó “¿qué está haciendo internet con nuestras mentes?”, no han parado de surgir voces que alertan sobre el impacto de la tecnología digital en distintos ámbitos de la vida. Ahora, con el auge de lo virtual, parece buen momento para plantearse qué consecuencias tiene la desencarnación de las relaciones sociales.
Resulta paradójico que en una época en la que hablamos tanto de identidad y de reconocimiento –quiénes somos y cómo queremos que nos consideren los demás–, nos miremos tan poco a los ojos. Los adultos recomendamos a los jóvenes que sigan el consejo “sé tú mismo” y les animamos a que sean auténticos. Pero a veces olvidamos el papel que nuestras miradas tienen en la conformación de esa identidad.
Como explica el filósofo Byung-Chul Han en su libro No-cosas, la mirada de las madres (y de los padres, habría que añadir) “construye la confianza original” de los hijos; les brinda “apoyo, autoafirmación y comunidad”. En cambio, la ausencia de esa mirada deja una herida profunda, una falta de afecto que cala en el alma.
Algo análogo ocurre en el mundo laboral. Hoy el foco está en la digitalización de las empresas, pero falta por desarrollar el “trabajo conectivo”, como llama la socióloga Allison Pugh al esfuerzo por hacer que los demás se sientan mirados. Este trabajo humano de conexión –dice– es una forma de reconocer la dignidad del otro, de demostrarle su valor, que es lo opuesto a hacer que se sienta invisible.
Estresados
Para Han, el déficit de miradas es “responsable de la pérdida de empatía” en la sociedad actual, un problema que vincula a la propia naturaleza de la comunicación digital. El filósofo surcoreano rechaza la idea de que la tecnología sea neutral –todo depende de cómo la usemos, dice el tópico– y, en cambio, se alinea con quienes piensan que hay algo intrínseco a los smartphones que nos cambia por dentro y como sociedad.
En su opinión, un problema inherente a los dispositivos digitales es que favorecen la “comunicación descorporeizada”. Además, incitan a la comunicación verborreica, atolondrada, que demanda del resto una disponibilidad y una atención que ella niega: “La desaparición del otro es precisamente la razón ontológica por la que el smartphone hace que nos sintamos solos”, una sensación que tratamos de paliar aumentando el flujo de mensajes y de conexiones. “Pero esta hipercomunicación no es satisfactoria. Solo hace más honda la soledad, porque falta la presencia del otro”.
De todos modos, no toda distracción es imputable a los móviles. La era digital ha encontrado un aliado en el imperativo de la productividad a cualquier precio, que va tensando la vida social de diferentes maneras. Al final, es muy posible que el mismo estrés que nos está llevando a comunicarnos sin parar, nos esté haciendo sordos y distraídos. Lo expresaba una de las trabajadoras entrevistadas para un reportaje: “Cuando estoy con alguien, estoy más pendiente de pensar en mis cosas que de estar con esa persona. Quiero que pase rápido el tiempo para poder hacer todo lo que tengo pendiente”.
Gente “en pausa”
Que la conexión constante al smartphone está deteriorando nuestra capacidad de empatía es algo sobre lo que lleva tiempo advirtiendo Sherry Turkle, psicóloga clínica y socióloga del Instituto Tecnológico de Massachusetts, en ensayos como Alone Together y Reclaiming Conversation.
Una de sus intuiciones más agudas es que hoy hemos aceptado “un nuevo código de costumbres sociales” que otorga a las interrupciones ocasionadas por el móvil un trato de favor: “Yo crecí entre libros. Pero cuando hablaba con mis mejores amigas no tenía permiso para abrir un libro y ponerme a leer en medio de una conversación”.
La manía de poner a la gente “en pausa” o de sacar el móvil donde nos apetece –dice Turkle– son manifestaciones, más o menos conscientes, de falta de empatía. “Escribimos en los funerales. Escribimos durante los actos de culto del tipo que sean. Cuando pregunto a alguien por qué lo hace, responde diciendo que solo escribe en momentos aburridos. (…) Hemos perdido de vista que el objetivo de los funerales es precisamente estar junto a otras personas”.
No sería difícil encontrar más ejemplos. Quien haya asistido últimamente a una boda religiosa, quizá se haya topado con un reparto desigual de la empatía según el momento del día: si en el banquete y el baile cualquier ocasión sirve de excusa para jalear a los recién casados y sumarse a su alegría –como debe ser–, en la ceremonia religiosa no es infrecuente que algunos invitados se entretengan con los móviles o se salgan de la iglesia, a la espera de otros momentos de la boda con los que sí conecten. Parece que no cuenta a qué dan importancia los novios.
Afortunadamente, también hay contraejemplos y encontramos reacciones llenas de empatía ante la evaporación de los cuerpos. Así ocurrió con el amplio apoyo que suscitó la petición en Change.org de un jubilado español de 78 años que reclamó a los bancos más atención presencial, frente a la tendencia a cerrar sucursales y multiplicar los trámites online.
“A medida que el cuerpo desaparece, también lo hace nuestra capacidad para empatizar” (Jenny Odell)
Crisis del tacto
La digitalización de cada vez más ámbitos de la vida no solo se está llevando por delante miradas, sino también palabras y gestos. No es posible saber si hoy decimos buenos días o acariciamos más o menos que antes de la era digital, pero está claro que nuestras pantallas ya son objeto de muchas de nuestras acciones: tocar, arrastrar, deslizar, ampliar…
La escritora JoAnna Novak habla en el New York Times de una “crisis del tacto”, que se vio acentuada por la pandemia del coronavirus, pero que es más profunda. Entre otras cosas, porque es hacia donde quieren llevarnos las grandes empresas tecnológicas que están detrás del metaverso: “A pesar de su retórica sobre unir a las personas, Meta fomenta una desconexión humana fundamental: elimina nuestros cuerpos de la ecuación”.
Los impulsores de la realidad virtual –dice Novak– son conscientes de esta carencia y están interesados en desarrollar inventos que recreen el tacto. Pero las simulaciones somatosensoriales nunca podrán suplir las conexiones humanas profundas, como abrazar a los seres queridos.
El teólogo Carl R. Trueman, autor de The Rise and Triumph of the Modern Self, va todavía más lejos y sostiene que la verdadera amenaza de la revolución digital es que nos acostumbra a pensar que la presencia corporal no es importante. “Ser humano es estar presente con y para los demás, como sabe cualquiera que haya estado alguna vez junto a la cama de un ser querido agonizante”.
La familia nace de la carne
Otro ámbito en el que se notan los efectos de la desencarnación digital es la vida familiar. En su libro ¿Qué es una familia?, el filósofo Fabrice Hadjadj llega a mostrarse más preocupado por la falta de proximidad en los hogares que por las ideologías antifamiliares: “Lo que deshace el tejido familiar en nuestros días, (…) no es tanto un militantismo ideológico como un estado de hecho tecnológico”. Y añade: “No sufrimos un déficit de ideas, sino de presencia”.
Lo ilustra con una imagen: la de la sustitución de la mesa familiar por los móviles y las tabletas (un juego de palabras en francés). Si la mesa desencadena una fuerza centrípeta que reúne y orienta hacia un punto común los afectos, las preocupaciones, los temas de conversación –dice glosando al filósofo Günther Anders–, las pantallas empujan de manera centrífuga a cada miembro de la familia hacia un punto de fuga privado.
Y si la familia brota de la carne, del contacto cuerpo a cuerpo, el ensimismamiento digital erosiona esa cercanía. “Aunque sus miembros sigan alojándose bajo un mismo techo, si las tabletas han ocupado el lugar de la mesa, cada uno de ellos vive por su cuenta. La jornada de su prójimo le resulta menos familiar que los desengaños de tal o cual artista. El divorcio acaba siendo el estado habitual, ordinario y subyacente de la vida familiar”.
También la artista plástica Jenny Odell tiene claro que los dispositivos digitales no son medios inocuos. “A medida que el cuerpo desaparece, también lo hace nuestra capacidad para empatizar”, escribe en Cómo no hacer nada. “(…) Veo el teléfono móvil y me pregunto si no se trata de una especie de cámara de privación sensorial”.
Y al revés: tiene la experiencia de que, cuando lo ha aparcado y se ha entregado a “prácticas de atención deliberada” en medio de la naturaleza y de sus próximos, ha descubierto delante de sus ojos la “realidad aumentada” con la que soñaba.
Un comentario
Totalmente deacuerdo, es frecuente ver un grupo tomando café … en la misma mesa pero cada uno con su movil, ordenador…