«A la gente le gusta sentir. Sea lo que sea», escribió Virginia Woolf en su diario. Lo recuerda José Antonio Marina, cuando nos introduce en El laberinto sentimental (1), su último libro. Parece que los seres humanos no somos capaces de pasar sin sentimientos. «La anestesia afectiva nos da pavor». Cuando alguien nos habla de amor, odio, cólera, ilusión, pena, ganas o miedo, nuestras antenas receptivas se despliegan mucho más deprisa que si oyen un sesudo discurso sobre precios, metadona o derecho procesal.
«No es que nos interesen nuestros sentimientos -advierte Marina-, es que los sentimientos son los órganos con que percibimos lo interesante, lo que nos afecta. Todo lo demás resulta indiferente». La afectividad es la que vuelve el mundo fascinante, aburrido, cruel o embriagador, la que nos hace sentirnos descontentos, ilusionados, enfurecidos o llenos de vergüenza. A quien carece de sentimientos le falta algo más típicamente humano incluso que la razón calculadora, poseída también por los ordenadores y las máquinas inteligentes. La frialdad de un mundo técnicamente perfecto nos ha ayudado mucho a redescubrir cuánto más importa a veces lo que sentimos y anhelamos frente a lo que pensamos y sabemos.
Una realidad sutil y cálida
Los tiempos del racionalismo y del positivismo son ya, felizmente, historia. En el mundo del pensamiento nadie (o casi nadie) defiende hoy las viejas tesis ilustradas acerca del imperio de una razón abstracta. Llevamos más de cien años escuchando voces muy diversas que nos recuerdan que no hemos de ver el mundo «como algo que ha de ser dominado, sino como algo que ha de ser efusivamente comprendido», en frase feliz de Rof Carballo. Es por ello lógico que los pensadores contemporáneos se hayan preguntado y se pregunten por esa realidad sutil y cálida que son las emociones y los afectos. Su redescubrimiento no es casual: responde a una necesidad humana profundísima: la de vivir una vida interesante, e incluso apasionante. Quien no sabe sentir pronto dejará de desear, y más tarde será víctima del hastío, ese sentimiento que despoja a la vida de su sentido.
Las ciencias psicológicas y cognitivas, la literatura y la filosofía son una fuente muy bien surtida para aprender qué son los sentimientos y qué hemos de «hacer» con ellos para conducir nuestra vida de modo satisfactorio. A José Antonio Marina hay que agradecerle el paciente esfuerzo investigador y de escritura que ha realizado en su último libro, tras haber consultado muchas y grandes obras sobre ese mundo tan complejo, y tan elusivo al mero análisis racional.
A grandes rasgos, la expresión de Platón, que habla de «una parte del alma» donde se alojan las emociones, sigue siendo válida y señala un camino siempre fascinante de explorar. Es un reducto de nosotros mismos que no siempre controlamos ni conocemos con claridad, pero que acompaña nuestro vivir y actuar, produciendo de continuo balances y reacciones ante la realidad que nos rodea, haciéndonos adoptar actitudes más o menos intensas, induciéndonos a actuar en uno u otro sentido, señalándonos lo que es bueno, malo, atrevido, horrible, intolerable, asqueroso, dulce o estremecedor, por citar sólo unos pocos ejemplos.
Sin los sentimientos el mundo se torna mudo. Incluso hay quien confiesa sin rebozo que una vida sin sentimientos, por ejemplo sin amor, no merece la pena ser vivida.
Galerías y pasadizos
Sucede que la afectividad, aunque permeable a la razón, no es ella misma racional. Por eso no es tan sencillo el conocimiento de esa parte del alma (a veces llamada «corazón») donde se aloja lo que a uno le importa. Marina piensa que es un «laberinto sentimental». Y no le falta razón, puesto que está lleno de galerías y pasadizos que conectan toda nuestra vida psíquica y personal. El libro por él escrito es un trabajo de síntesis y ordenamiento de lo que la ciencia ha dicho acerca de este laberinto. No intenta tanto describir las situaciones afectivas como entenderlas. Contiene una buena serie de tesis y propuestas, suficientemente contrastadas con las averiguaciones de la psicología.
Es obvia la radical instalación afectiva del hombre en la realidad, ya desde su primera infancia: «nuestro primer trato con la realidad es afectivo», y continúa siéndolo después. Es ésta la perspectiva que hoy se ha reivindicado: vivimos en una situación real y concreta, con un pasado concreto y un futuro inconcreto. En tanto estamos implicados en nuestra situación real, ésta nos interpela, se nos aparece como dura o blanda, como seria o risible, como clara u oscura. Son los sentimientos los que nos ayudan a habérnoslas con ese mundo real que nos ha tocado vivir.
«En la aparición del sentimiento influyen dos elementos de distinto signo. Uno de ellos es la situación real. Otro el sistema interpretativo del sujeto. De la mezcla de ambos surge la aleación sentimental», tan enormemente rica y variada, que para inventariar los sentimientos se necesita un diccionario entero (que Marina, por cierto, está terminando de escribir). Un primer croquis de este laberinto es éste: «Lo que sentimos está determinado por elementos coyunturales y estructurales. Coyunturales son los que cambian continuamente: la situación real, mis intereses momentáneos, el estado en que me encuentro. Los estructurales son más estables y se refieren a lo que con gran vaguedad llamamos temperamento, carácter o personalidad».
Un croquis de la psicología humana
A medida que estas tesis se van precisando resulta imprescindible ofrecer también un croquis de la psicología humana, de su organización interna, de todo eso que llamamos inteligencia, deseo, voluntad, memoria, creencias, acción, de la base orgánica y fisiológica de los fenómenos afectivos, de los esquemas neuronales e interpretativos desde los cuales se articulan, etc. Un buen libro sobre los sentimientos tiene que ofrecer una visión precisa y bien elaborada sobre la subjetividad y la vida psíquica del hombre. Marina la ofrece, aunque su formulación admite preguntas y algunas objeciones, cosa que por otra parte él estará perfectamente preparado para oír. En un libro de estas características, además, no hay lugar para detenerse demasiado, puesto que se trata de sintetizar para el lector culto una visión seria, inteligible, global y articulada de un mundo sumamente complejo.
Sin embargo, los dos últimos capítulos nos llevan a lo que constituye la salida del laberinto: ¿qué hacer con nuestros sentimientos?; ¿cómo conducir, por seguir con metáforas platónicas, ese corcel rebelde y en apariencia insolidario de nuestras pasiones y emociones? La educación de los sentimientos no es otra cosa que la educación del carácter. «El ser humano necesita vivir sentimentalmente, pero necesita también vivir por encima de los sentimientos». «Pretendemos utilizar nuestros afectos como utilizamos el mar. No podemos alterar sus mareas, ni el encrespamiento de su oleaje, pero podemos utilizar su fuerza para navegar». Se trata, siguiendo con los clásicos, de llevar los sentimientos a ese punto en el cual la intensidad con que los sentimos es la adecuada respecto de la situación en la que estamos y respecto de nosotros mismos, de modo que con ellos llegamos a ser y a sentirnos felices. Aquello que nos importa nos debe importar de tal manera que ayude a construir una vida armónica, plena, lograda.
No es ésta una ciencia fácil; nadie pueda aprenderla por nosotros. Pero es una ciencia no sólo posible, sino también necesaria: se aprende no con teorías, sino con la práctica, con el ensayo real, aunque para ese momento necesitemos un cierto pertrecho teórico que ayude a conocer mejor lo que nos pasa. Esa ciencia tiene un nombre hoy muy traído y llevado: es la ética, la ciencia que nos enseña a sentir óptimamente. Vista así, la ética se convierte en algo mucho más interesante de lo que pensábamos (2).
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(1) José Antonio Marina, El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona (1996), 280 págs., 2.400 ptas.
(2) N. de la R.: Ricardo Yepes ha desarrollado esta tesis en un libro ya reseñado en nuestro servicio 44/96: Fundamentos de Antropología, EUNSA, Pamplona (1996), págs. 67-74.