El debate teórico originado por la crisis mundial ha sido aprovechado también para plantear el problema en términos políticos: ¿basta con reformar lo económico o habrá que redefinir el modelo de Estado? Quienes proponen ese nuevo orden de cosas han desempolvado una palabra: socialdemocracia. Pero ¿qué significado puede asignársele en el contexto del mundo actual?
La llamada de atención que han hecho muchas voces autorizadas para buscar un compromiso entre los desafueros del mercado financiero y el control estatal ha sido traducida por algunos como un programa de avance hacia el ideario socialdemócrata. Se presenta ahora éste como una radical oposición a las tesis del “Estado mínimo” identificadas con el pensamiento neoliberal, y pretende oponer valores como “solidaridad” y “lucha contra la pobreza” a otros como “desarrollo individual” y “crecimiento”. Pero la desorientación ideológica no deja muy claro el sentido de tales antonimias, y brega como puede con una cantidad de consideraciones fácticas que remiten al pasado, al presente y al futuro.
Crisis del socialismo europeo
Lo que muchos se preguntan es si los partidarios de la socialdemocracia están en condiciones de consensuar una propuesta clara a este respecto: las recientes elecciones internas del Partido Socialista francés han puesto en evidencia la multiplicidad de líneas divergentes cuyas colisiones han tenido en esta campaña visos casi cismáticos.
François Hollande, el jefe saliente del PS, ha deplorado “el demonio de la ambición personal” que impide una clarificación estratégica y vuelve difusas las líneas directrices de los diversos planteamientos: por un lado, la “transformación social” preconizada por Martine Aubry parece en realidad recurrir a viejas prácticas oportunistas con la integración indiscriminada de seguidores de Fabius y de Strauss- Kahn, los llamados “elefantes”; por el otro, una Ségolène Royal que califica a la socialdemocracia de “idea caducada” juega con conceptos hurtados a la derecha (“seguridad”, “agilidad” para las empresas), y desbarra hacia propuestas de extrema izquierda como la de colocar a los bancos bajo la directa supervisión de usuarios y empleados.
Una encuesta publicada por Le Monde muestra el escepticismo de los propios militantes de izquierda sobre la capacidad de los socialistas para actuar en temas como el paro, el poder adquisitivo o la inmigración, y sostiene que la opinión negativa más gravosa para el partido es la de que éste “no es dinámico”.
Para el caso de Italia, Ezio Mauro, director de La Repubblica, se queja de que el nuevo Partido Demócrata se ha limitado en realidad a “fusionar las nomenclaturas de católicos y ex comunistas, pero no las ideas, y anda inmerso en unas luchas internas de jefes y jefecillos que no interesan a nadie. La tragedia es que no hay debate real, no hay ideas, solo una sorda batalla por el poder”.
La crisis del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) en las elecciones de Hesse se inscribe en la misma racha. Tras años de pacto con los demócrata-cristianos de la CDU -el partido de Angela Merkel-, la líder socialdemócrata en la región, Andrea Ypsilanti, se inclinaba por recuperar una línea reivindicativa capaz de devolver a su partido la personalidad que aquella coalición parecía haber disuelto. Ypsilanti prometió, durante la campaña para la presidencia del estado, no aceptar colaboraciones con La Izquierda (la formación radical compuesta de excomunistas del este y de los disidentes socialdemócratas de Oskar Lafontaine en la zona occidental). Pero he aquí que, en empate técnico con la CDU e incapaz de obtener la mayoría necesaria, Ypsilanti ha acabado por tender la mano hacia La Izquierda para escándalo de muchos miembros del partido. Con cuatro diputados de su bancadqa que se negaron a darle el voto, las pretensiones de la candidata se han frustrado.
Sobre la constatación de que en Europa las formaciones socialdemócratas han perdido trece de los últimos quince escrutinios, Liêm Hoang-Ngoc y Philippe Marlière llaman a la abjuración del Nuevo Laborismo implantado por Blair y a la instalación de un “auténtico New Deal”, en el entendido de que “los comicios futuros no se ganarán desde el ‘centro’” (Le Monde, 13-11-2008). Con perspectiva esencialmente electoralista concluyen los autores -sin advertir quizá la deslucida condición de suma cero a la que reducen a la izquierda- que “los electores que por despecho han llevado a las nuevas derechas europeas al poder pertenecen a las clases populares. La socialdemocracia tendrá que salir a su conquista o desaparecerá”.
La arenga polarizadora busca excluir posturas como la de Bertrand Delanoë, el alcalde de París que participó también en la reciente justa socialista francesa -de la que al fin decidió retirarse-, y cuyo eslogan, “Je suis libéral et socialiste”, basado en “la eficacia de la izquierda”, subvierte a los socialdemócratas a ultranza. Tanto como ha molestado a los liberales puros el llamado “Sarkocapitalismo”, que el presidente de Francia ha puesto por obra con la disposición a crear “fondos soberanos” con capital público para impedir que “las empresas francesas acaben en manos extranjeras” por un ínfimo precio.
Socialdemocracia y globalización
Ahora bien, en un artículo publicado en ABC (22-10-2008), Álvaro Delgado-Gal llama la atención sobre el hecho de que no es la intervención del Estado lo que define a la socialdemocracia, sino el propósito redistribuidor; un objetivo cuya herramienta por excelencia es el impuesto progresivo. Pero salvo el gobierno de Gordon Brown, que ha anunciado una subida del 40% al 45% en la carga impositiva para los que más ganan, el tema tributario ha sido soslayado por la mayoría de los líderes que han tratado las soluciones a la crisis; y, según ha revelado recientemente Nancy Pelosi, es más bien la rebaja de impuestos lo que está previsto en el plan de reactivación económica de Obama. El Foro Asia Pacífico, por su parte, se ha inclinado en su cumbre más reciente por más liberalización y por el rechazo del proteccionismo.
Un reciente artículo de Ulrich Beck (Le Monde, 24-10-2008) pone además en cuestión el hecho de que la “sociedad del riesgo global” permita soluciones autárquicas: “Por sí solo -dice el filósofo de la Universidad de Munich- un gobernante no puede combatir ni el terrorismo global, ni el desarreglo climático, ni atajar la amenaza de una catástrofe financiera. En otras palabras: la globalización de riesgos financieros podría engendrar también ‘Estados débiles’, incluso en los países occidentales”.
Ante tal realidad, la reacción que Beck describe como probable es para estar alerta: “La estructura estatal que emergerá de este contexto tendrá por características la impotencia y el autoritarismo post-democrático”, algo que puede dar origen a un círculo vicioso de cariz populista: “La impotencia de la acción política aumenta el riesgo, y por ende la angustia. Con una consecuencia paradójica: la angustia blanquea los errores políticos a la vez que crea las condiciones de su aparición. Mientras más acentúan las equivocaciones la angustia de la gente, más tienden a ser perdonadas”. La apertura de los Estados-nación a este mundo intercomunicado y lleno de riesgos es, según Beck, la “parte positiva” de tanto peligro inasible.
Parece, pues, volviendo a la opinión de Delgado-Gal (y según muestran casos como, por ejemplo, el de Brasil), que la redistribución hacedera debe pasar necesariamente por el fortalecimiento -gracias a un mejor marco regulatorio, entre otras cosas- del mercado. El mercado “no es sólo encomiable porque sume y concilie las preferencias individuales, y se erija, por este medio, en una expresión de libertad”, sino “porque dispersa el poder y rompe la estratificación en castas en que inevitablemente degenera una sociedad tutelada por pocos”.