A pesar del continuo flujo de ayuda extranjera de los países ricos, África no despega. El dinero “gratis” ha atrapado a muchos países en un círculo vicioso de corrupción, burocracias, falta de espíritu empresarial y persistente pobreza. Algunos empiezan a plantearse si no sería mejor ir reduciendo la ayuda y buscar otros modos de estimular el desarrollo.
Nairobi. Kibera, en Nairobi, es uno de los asentamientos chabolistas más grandes de África, lleno de chozas que a veces están hechas de barro y a veces de láminas de zinc y de cartón. El sector informal, jua kali (que en swahili significa “sol ardiente”), opera a cielo abierto: comida, ropa y artículos para el hogar se exhiben buscando seducir a los compradores. Podemos encontrarnos allí hombres que arman el mecanismo de una sencilla estufa, de una reja anti-robos para las ventanas, o unos tapacubos para el coche: miras, compras, y te lo llevas a casa.
Sin el sector informal, los cerca de un millón de habitantes de la barriada no podrían sobrevivir o asaltarían el centro de la ciudad, a unos dos o tres kilómetros de distancia, para provocar un motín.
En las afueras de Kibera, resguardadas por su proximidad a una de las principales autopistas, se alzan las oficinas centrales de la agencia de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos, cuya misión es “promover aldeas y ciudades sostenibles desde un punto de vista social y medioambiental, con el objetivo de albergar adecuadamente a todos”. Para ello dispone de un presupuesto anual de millones de dólares. Con todo, sus dependencias están lo bastante cerca para captar el olor de las aguas negras que impregna la barriada, y con el que sus habitantes viven a toda hora y todos los días.
La ayuda que no mejora
La ayuda extranjera, especialmente para el África más atrasada y sufrida, se ha transformado, sobre todo durante los últimos treinta años, en una actividad predilecta a la que dio impulso la hambruna etíope de 1984, causada por una combinación de sequías con políticas marxistas y mala administración.
Kenia es un paraíso de las ONG, aunque el tipo de beneficio que los pobladores locales ven en estas organizaciones es más bien desigual. La víspera de las elecciones norteamericanas, en 2008, me encontraba en Kibera conduciendo detrás de la furgoneta que transportaba a los directivos de una ONG blanca. Un joven del lugar les vio y les gritó: “¡Si Obama no gana, os matamos!”. ¿Se cumple lo de “morder la mano que te da de comer”, o se trata de otra cosa?
Quizá fuera la intuición de que, aun con la lluvia de dinero, la vida, por alguna causa, no mejora. La juventud sigue desempleada e inempleable; no hay carreteras que merezcan ese nombre, no hay saneamiento apropiado, no hay dinero para los uniformes y los libros escolares, la gente aún sobrevive con menos de un dólar diario, los gobernantes se lo llevan todo y las únicas mejoras visibles son las que promueven por su cuenta los propios pobladores.
¿Qué están haciendo entonces las ONG, con sus costosos todoterrenos, sus generosos salarios y sus servicios por temporadas de dos años? Decir que esta es toda la realidad podría ser injusto, pero muchos de los depauperados habitantes de las chabolas no ven otra cosa.
Por aquellos mismos días conocí a un grupo de jóvenes que necesitaban ideas, aliento y dinero para comenzar. Era la primera vez que los veía. Hablé con ellos. Un hombre joven y fuerte me preguntó: “¿Has venido para darnos dinero?”. Al ver que no lo tenía, se levantó y se fue. La dependencia de la ayuda exterior ha dejado a buena parte de África más pobre y con un crecimiento más lento, más hundida en las deudas, más expuesta a los caprichos de los mercados cambiarios, y sin capacidad para atraer la inversión extranjera.
Alimenta la corrupción
Es lo que mantiene la economista zambia Dambisa Moyo, autora de Dead Aid (1), donde analiza por qué la ayuda no ha funcionado en África y propone un camino mejor para el desarrollo. Dambisa Moyo, que trabajó como economista en Golman Sachs, afirmaba en un artículo publicado en Wall Street Journal (21-03-2009), que “la ayuda [a África] es un desastre político, económico y humanitario absoluto”.
A veces, igual que en todas partes, la ayuda es necesaria en África: tsunamis, terremotos, hambrunas. Pero se trata de situaciones excepcionales, que tienen sus límites. Por su propia naturaleza, esta clase de ayuda sólo puede aliviar el sufrimiento inmediato, pero no puede ser la plataforma para impulsar un crecimiento a largo plazo.
La economista recuerda que en los últimos 60 años, al menos un billón de dólares en ayudas relacionadas con el desarrollo ha llegado a África desde los países más ricos. Y, sin embargo, la renta per cápita es hoy más baja que hace treinta años, y todavía más del 50% de los africanos viven con un dólar diario o menos. Incluso tras la campaña de condonación de la deuda en los 90, los países africanos siguen pagando cerca de 20.000 millones de dólares al año (¡y se habla de darles comida gratis!). Para mantener operativo el sistema, la deuda se paga a costa de la educación, de la sanidad pública y de la infraestructura.
Aún más: la ayuda alimenta una rampante corrupción. Los flujos de ayuda destinados a favorecer a los pobres de África sustentan por el contrario a enormes burocracias. En 2002, la Unión Africana, una organización multilateral, estimaba que la corrupción costaba al continente 150.000 millones de dólares al año, mientras muchos donantes internacionales parecían hacer la vista gorda mientras su dinero alimentaba los chanchullos.
Las elites políticas y empresariales se enriquecen de manera notoria, mientras más y más gente cae incluso por debajo del nivel de la mera subsistencia. La ayuda se dispensa a menudo sin condiciones, y cuando éstas se ponen son del peor tipo, como la de adoptar políticas agresivas para el control de la natalidad; lo que se completa con equipamientos y personal local espléndidamente pagados, que facilitan usar los fondos para asuntos de todo tipo (excepto para el desarrollo de la zona), tanto como para iniciar a la gente en la habilidad de hacer negocios.
Los ejemplos de corruptelas abundan. Basta recordar los millones de dólares desviados a sus cuentas personales por el ex presidente congolés Mobutu Sese Seko durante sus 32 años de reinado, o el caso del ex presidente de Zambia Frederick Chiluba, procesado por millones de dólares que pasaron de los fondos de la sanidad pública, la educación y las infraestructuras a su bolsillo. En Kenia se suceden las estafas más grandes sin que a nadie se pida cuentas, sin nadie que vaya a prisión; antes bien, los sospechosos terminan en cargos ministeriales.
Burocracias contra empresarios
Las economías jóvenes necesitan transparencia, gobiernos responsables y un eficiente servicio público. Un flujo permanente de ayudas no logra esos objetivos. En realidad, un chorro continuo de “dinero gratis” -actualmente el 70% de los fondos públicos procede de la ayuda extranjera- sólo consigue mantener en el poder a gobiernos ineficientes. Tales gobiernos no necesitan recaudar impuestos, ni rendir cuentas a nadie, y todo lo que necesitan pagar son sus ejércitos para mantener a raya, cuando haga falta, a la población descontenta.
Por otra parte, hacer negocios en África desanima al empresario medio. Dambisa Moyo cita que en Camerún, a un inversor potencial le lleva 426 días completar 15 trámites para obtener una licencia de apertura; en Angola, 119 días; en Corea del Sur, sólo 17. No sorprende que muy pocos inversores vengan a África.
Ciertos tipos de ayuda deberían, de hecho, prohibirse, si se busca el desarrollo de las economías locales. La economista de Zambia cita un ejemplo: cuando un gobierno extranjero provee de manera gratuita 100.000 mosquiteros, está desplazando inmediatamente al fabricante local de mosquiteros que quizá emplee a diez personas para manufacturar 500 mosquiteros a la semana. Cada uno de estos empleados tiene a su cargo a quince parientes. Cuando los mosquiteros se rompan y ya no sirvan, no habrá un fabricante local al que recurrir, y entonces será necesaria más ayuda de fuera, mientras la población local sigue hundida en la pobreza.
La ayuda y la política están entremezcladas. En África las luchas civiles (llamadas a menudo luchas tribales, con lo que se convierte lo étnico en el factor conflictivo) están motivadas invariablemente por la sed de poder. Quienquiera que gane sabe que tendrá un acceso ilimitado a los paquetes de ayuda que se reciben con el poder. Los esfuerzos de la ayuda financiera para fortalecer la democracia en las precarias economías africanas generalmente no resultan. Una estabilidad política a largo plazo sólo se logrará sobre una base económica sólida. África necesita socios comerciales honrados, no un interminable ciclo de ayudas, especialmente occidental, que la mantenga dependiente y oprimida.
Otro camino
Más que incrementar la ayuda, habría que reducirla, dice Dambisa Moyo. O, mejor, habría que buscar otros modos de ayudar. Se trata de estimular el espíritu empresarial, reduciendo las trabas burocráticas; de favorecer el comercio; de atraer inversión directa extranjera mediante incentivos fiscales y menos papeleo burocrático. Los países africanos podrían intentar captar capital mediante emisiones de deuda dirigida a mercados no tradicionales como China y Oriente Medio. Fórmulas de microcrédito y las remesas de emigrantes ayudarían también al desarrollo.
Pero todo esto requiere como requisito previo gobiernos estables, que no malgasten los recursos captados.
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NOTAS
(1) Dambisa Moyo. Dead Aid: Why Aid is not Working and How There Is Another Way for Africa. Allen Lane (2009). 208 págs.