Dentro de la confusión que rodea las prácticas eutanásicas, a veces se presenta la sedación terminal como si fuera algo exigido por los cuidados paliativos. Pero una cosa es sedar al enfermo cuando no hay otro modo de reaccionar frente a síntomas refractarios y otra sedarlo con intención de que muera. Así lo pone de manifiesto Ferdinando Cancelli en un artículo publicado en L’Osservatore Romano (26-02-2009).
La práctica de inducir el sueño profundo mediante la administración de fármacos no es exclusiva de la cirugía; también la medicina paliativa, en fases terminales de enfermedades degenerativas crónicas como los tumores, puede recurrir a ella bajo condiciones precisas. Se habla en tales casos de sedación farmacológica o de sedación paliativa. (…)
La sedación farmacológica, cuando es profunda, continua e intencionada, consiste en la administración de un fármaco con la finalidad de hacer perder la conciencia a un enfermo en fase terminal aquejado por la presencia de uno o más síntomas refractarios al tratamiento. (…)
Farmacológica, no “terminal”
Antes de todo, observemos el nombre: “sedación farmacológica”. Convendría no utilizar la expresión “sedación terminal”, ya que esta última podría inducir a pensar que la sedación, en algunos casos, asumiría el papel de una práctica eutanásica dirigida a abreviar intencionalmente la vida del paciente.
Un importante documento emitido en 2003 por la European Association of Palliative Care es muy claro a este respecto: tanto desde el punto de vista de la intención, como del procedimiento utilizado y del resultado obtenido, la sedación es algo completamente distinto de la eutanasia. Su intención es, de hecho, la de hacer frente a síntomas refractarios, y no la de matar al enfermo; el procedimiento excluye la administración de fármacos letales; y el resultado es el de provocar en el paciente un sueño profundo, no el de matarlo. Esto es hasta tal punto cierto que los estudios de las curvas de supervivencia de los enfermos sedados, en comparación con aquellos no sedados en igualdad de condiciones clínicas iniciales, muestran una supervivencia mayor en el primer grupo, lo que incluso hace superfluo invocar el principio del doble efecto para justificar éticamente tal procedimiento.
En segundo lugar, los fármacos: las benzodiazepinas son las que más frecuentemente se utilizan para obtener un sueño profundo. Ni la morfina -ampliamente usada para el control del dolor, de la disnea (dificultad para respirar) y de la tos en fase avanzada de la enfermedad-, ni los cócteles de más fármacos deberían utilizarse en este campo.
Por otra parte, la definición antes acuñada se refiere al “enfermo terminal”: la sedación farmacológica es y debe permanecer como una práctica rara en los cuidados paliativos, reservada a aquellos casos que se encuentran a poquísimos días del deceso natural, a veces a pocas horas. Los mayores centros europeos de cuidados paliativos registran porcentajes de enfermos sedados que en general no superan el 5% o el 10% del total de pacientes atendidos, y así lo ha confirmado también nuestra experiencia en los últimos diez años.
Finalmente, los síntomas por los que se decide intervenir sedando al enfermo deben ser rigurosamente “refractarios”, esto es, que resulte imposible tratarlos con los fármacos comunes que no alteran el estado de la conciencia. Se dice que, además de los fármacos, cualquier medida terapéutica en el sentido más pleno del término debe intentarse antes de considerar realmente “refractario” un síntoma. Si esto es cierto para los síntomas físicos, lo es aún más para los psíquicos, originados o exacerbados por el abandono terapéutico y humano en que se encuentran con frecuencia los enfermos terminales.