«La hora final de Castro», de Andrés Oppenheimer
El pasado año recibió el premio Pulitzer la obra La hora final de Castro (1), escrita por el periodista argentino Andrés Oppenheimer, redactor del Miami Herald. Se trata de un documento excepcional para conocer la realidad interna de Cuba, fruto de la experiencia de cinco viajes del autor a la isla y de sus entrevistas a más de quinientas personas. Pero, a diferencia de la abundante bibliografía sobre la Cuba de Castro, lo que encontramos en este libro no es ni una biografía de Fidel ni una historia de su régimen. Lo que narra es el derrumbe de una revolución fallida, a partir de la caída del comunismo en 1989. El autor presenta un país dirigido por un caudillo sexagenario, muy distinto ya de aquel joven audaz, pletórico de discursos y entusiasmos revolucionarios, que descendiera de Sierra Maestra a La Habana hace más de tres décadas.
Podría decirse que el libro de Oppenheimer tiene bastante de «sinfonía patética» que está en su movimiento final, aunque éste pueda durar todavía meses o años. Buena parte del patetismo de esta crónica reside en la pérdida progresiva de amigos y aliados por parte de Cuba: el Panamá de Noriega, la Nicaragua sandinista y, sobre todo, la Unión Soviética. La caída de su gran aliado y mentor político echó por tierra muchos años de esfuerzos de los cubanos, por lo general salpicados de sangre, por tierras de África, América y Asia.
Y la realidad es que un régimen abanderado de la revolución, y que hace tan sólo unos años creía poder hacer estallar toda América Central, se ve obligado a replegarse sobre sí mismo. El propio Fidel Castro reconoció a finales de 1991 que éste es «no sólo el periodo más difícil de la revolución, sino el más difícil de la historia cubana». Sólo así pueden entenderse actitudes como la que ha llevado al régimen comunista cubano a intercambiar su azúcar por petróleo enviado por el régimen integrista de Irán.
El caso Ochoa
Oppenheimer considera que el inicio de la crisis cubana tuvo lugar en el verano de 1989 con el proceso al general Arnaldo Ochoa y otros tres militares acusados de estar implicados en actividades de narcotráfico. Ochoa era un héroe de la revolución, un combatiente victorioso de las campañas militares cubanas en el extranjero, pero sobre todo era amigo íntimo de Fidel Castro. Su proceso y fusilamiento marca para el autor la primera grieta en el sistema.
Pocos han creído la versión oficial de unos hechos cuya puesta en escena estaba en la más pura tradición de los regímenes estalinistas, incluyendo un «último pensamiento para Fidel y la revolución» que Ochoa formulara antes de ser ejecutado.
Oppenheimer piensa que Castro consintió las operaciones de narcotráfico, pero es dudoso que autorizara que éstas tuvieran lugar en suelo cubano. Ello habría supuesto dar a los Estados Unidos un magnífico instrumento de propaganda en contra del régimen cubano. Cuando todo salió a la luz, Castro, según esta versión, prefirió sacrificar a algunos de sus hombres en aras de la buena reputación de su revolución. Es evidente que el dirigente cubano nunca emplearía en público argumentos como los utilizados por movimientos guerrilleros que traficaban con droga justificándose con que así minaban la juventud del país centro de todos sus odios: los Estados Unidos.
Todos los indicios apuntan a que el caso Ochoa también sirvió para que Castro se deshiciera de un reformista identificado con la perestroika y que iba a asumir en breve plazo el mando del ejército de la región occidental de Cuba, con todos los riesgos que eso supondría. Asimismo, Ochoa era plenamente consciente de que habían cambiado las circunstancias en el panorama internacional y que ya no resultaba posible obtener una victoria en Angola desde el momento en que Washington y Moscú querían imponer a los beligerantes una solución negociada.
Retórica nacionalista
Son muchos los testimonios que dan fe de las dotes de memoria prodigiosa, oratoria y carisma demostradas por Castro. Pero no es menos cierto que entender de muchos temas no implica necesariamente estar firmemente asentado en la realidad.
Los discursos más recientes de Castro están impregnados de la misma retórica revolucionaria de siempre con las habituales invocaciones a la Historia y a una defensa de la revolución que pasa por el «morir matando». Mas existe una cierta diferencia con discursos de épocas anteriores. Hay menos referencias a Marx o Lenin y más a Martí o Maceo, padres de la independencia cubana. Es decir, que lo nacionalista tiende a desplazar en ocasiones a lo comunista.
Oppenheimer pone de relieve que el nacionalismo cubano es rico en ejemplos de autoinmolación. El propio Martí murió en una carga de caballería contra los españoles y una muerte similar encontraron Maceo y Gómez en su lucha por la independencia de la isla. Más cercanos en el tiempo son el suicidio de Eduardo Chibás o el temerario asalto de los hombres de Castro al cuartel Moncada.
Ni que decir tiene que esta retórica nacionalista encuentra su mejor excusa en el enemigo exterior representado por Estados Unidos. Es bien conocido que la revolución presumió de haber erradicado de Cuba lacras como la prostitución o los sobornos. Atrás habían quedado aquellos tiempos en que la mafia norteamericana campaba por sus respetos en las zonas elegantes de La Habana como El Vedado. Pero el visitante que llegue hoy a Cuba, un país que se está abriendo al turismo extranjero con hoteles de lujo regentados en gran parte por españoles, encuentra estas mismas lacras en un momento en que la escasez y la miseria atenazan más que nunca a la población cubana.
El ocaso de los aliados
En la crónica del final del castrismo desempeña un papel fundamental el ocaso de sus aliados. En diciembre de 1989 la invasión norteamericana de Panamá puso fin al régimen de Noriega, y con ello Castro perdía un aliado. Claro que se trataba de un aliado eventual basado en intereses económicos y poco fiable. Pero era un buen instrumento para burlar el embargo norteamericano.
El libro de Oppenheimer nos presenta a un Noriega de acentuados rasgos grotescos con detalles tales como el pintoresco intento de compra de misiles a Libia o el caos organizativo de los llamados «batallones de la dignidad», que demostraron no tener demasiada cuando entraron en Panamá los primeros soldados estadounidenses. Y Cuba tampoco pudo sacar partido de la invasión, pues en Panamá apenas hubo resistencia popular y fueron muy escasas las protestas al Sur del Río Grande.
Más importante fue para el régimen castrista la derrota electoral del sandinismo en Nicaragua. Castro nunca estuvo de acuerdo con la convocatoria electoral y sus temores se confirmaron plenamente.
Pero mucho peor fue en aquel 1990 la comprobación de que los soviéticos empezaban a soltar amarras en sus relaciones con Cuba, pues estas relaciones -y la de los otros miembros del todavía existente COMECON- se basarían desde entonces en criterios puramente económicos. Hoy ya no queda casi nada de los treinta años de vida soviética en Cuba aunque, a decir verdad, los soviéticos siempre vivieron al margen de la población de la isla. En este sentido, Oppenheimer aporta el dato de que sólo uno de los soviéticos que pudo entrevistar hablaba español. Otro ejemplo patético: en 1991 Cuba celebró todavía con cierto fasto el aniversario de la revolución de octubre y en las ceremonias se vio lucir a dirigentes comunistas cubanos toda clase de medallas soviéticas, unas medallas que ya entonces se vendían como objetos de recuerdo en los puestos callejeros de Moscú.
La frustración de los jóvenes
En la obra también salen a relucir testimonios de las nuevas generaciones que no ocultan una amarga frustración. Tal es el caso de Alina, una hija rebelde de Fidel Castro, o el de Canek, nieto del Che Guevara. Como sucede en otros países, el rock fascina más a los jóvenes que todas las retóricas revolucionarias. Y Fidel es para ellos no un ejemplo de rebeldía sino un tipo de viejo patriarca que les impide su emancipación. Ello les hace bastante inmunes a argumentos como el de que todo lo que sucede en Cuba se debe a la «agresión yanqui».
Se cita también en el libro a Roberto Robaina, recientemente nombrado ministro de Asuntos Exteriores de Cuba. A sus 37 años, Robaina aparece como uno de los renovadores del Partido. «Robertico» -como le llama Castro- viste de manera informal y organiza conciertos de rock que sirven de acompañamiento a sus mítines políticos. Mas esto dista mucho de ser suficiente para contar con las simpatías de una generación que se considera sin futuro.
La cerrazón de Castro
Oppenheimer pone de relieve cómo Castro trata de salvar al socialismo con algunas dosis de capitalismo, es decir recurriendo a las inversiones extranjeras, principalmente en el sector turístico. Pero en lo político el dirigente cubano no da muestras de ninguna flexibilidad. En este sentido, muchos cubanos quedaron decepcionados por la cerrazón a cualquier tipo de apertura política que demostró el Congreso del PCC de octubre de 1991. Castro sigue apegado a su retórica de sacrificio y autoinmolación en la que no faltan frecuentes alusiones a la muerte.
Sin embargo, Oppenheimer no cree que en Cuba pueda repetirse el caso Ceaucescu. La solución no pasa, según él, por la lucha armada o la rebelión popular tal y como propugnan algunos exiliados de Miami. La mayoría de los cubanos de la isla cree que los cambios tendrán que venir del interior del propio PCC, como sucedió en algunos países del desaparecido bloque del Este.
Pero lo que ya no nos dice el autor es si Fidel Castro, pese a todas sus proclamas, terminará por asumir los inevitables cambios. No cabe duda de que esto no resulta agradable para quien consideró desde el primer momento la perestroika de Gorbachov como un grave error. Mas la otra opción es el bunker y la defensa numantina de la revolución. Esta es la vía, al parecer, elegida por Castro. Pero, si damos crédito a numerosos analistas de la realidad cubana, no habría que subestimar la conocida capacidad de maniobra de Fidel Castro. En medio de sus discursos de rabioso nacionalismo, el líder cubano no debe de haber perdido su habilidad para las sorpresas, eso sí, canalizadas en su propio interés. Pero independientemente del día, mes y año del final del régimen, el libro de Andrés Oppenheimer quedará como una de las crónicas más interesantes y documentadas de la última época de la dictadura castrista.
Antonio R. RubioEl régimen promueve la superstición
Oppenheimer explica que el régimen de Castro fomenta las supersticiones de origen africano, con el doble propósito de obtener el favor de sus seguidores y debilitar la Iglesia católica. Así, a fines de 1990, el Comité Central del Partido lanzó una gran campaña para ganarse a los fieles de las tres religiones afrocubanas más importantes de la isla: la Santería, culto yoruba influido por el catolicismo; el Palo Monte, un culto bantú, y el culto de los Abakuás, formado por pequeñas sociedades secretas de protección mutua que practican antiguos ritos de los guerreros africanos.
El Comité Central ordenó a su Departamento de Asuntos Religiosos que aumentase considerablemente el apoyo económico y político a los sacerdotes de las religiones afrocubanas, a fin de convertirlos en aliados del régimen. También ordenó al Departamento de Propaganda del Partido que iniciara una campaña propagandística en los medios de comunicación estatales en favor de los tres cultos.
«Cuba pronto se vio inundada de propaganda santera impulsada por el gobierno -señala Oppenheimer-. Casi no pasaba una semana sin un artículo de color sobre la Santería en las páginas por lo demás bastante grisáceas del Granma, Juventud Rebelde o la revista Bohemia. La mayoría de estos artículos eran entrevistas con babalaos [sacerdotes santeros] progubernamentales, que describían sus ritos religiosos y sus tradiciones africanas. Eran los únicos trabajos periodísticos relacionados con la religión que podían ser publicados en la prensa cubana».
La televisión comenzó a transmitir regularmente, en horas de máxima audiencia, documentales sobre los cultos afrocubanos. El régimen promovió mucho un nuevo disco de la cantante popular Celina González, con la canción Que viva Changó (dios de la Santería). En 1991 la Unión de Escritores y Artistas de Cuba publicó Los Orishas en Cuba. Era un compendio de las deidades (orishas) de la Santería, sus historias, sus colores favoritos y los sacrificios que más les agradaban. En una rara muestra de tolerancia política, el régimen también permitió la publicación de un clásico de la Santería titulado El Monte, de la escritora Lydia Cabrera, que se había exiliado mucho tiempo atrás y vivía en Miami. La mayoría de los escritores cubanos en el exilio jamás eran mencionados en los medios de comunicación cubanos.
Incluso, escribe Oppenheimer, «el Partido Comunista -acostumbrado durante mucho tiempo a someter a sus miembros a cursos exhaustivos de marxismo- comenzó a patrocinar cursos acelerados de Santería para sus cuadros». Oppenheimer consigna lo que le explicó un miembro del Partido que asistía a uno de esos cursos: «Se nos dijo que necesitábamos estos cursos para mantenernos en contacto con el pueblo. Nos dieron horas libres en nuestros trabajos para venir acá».
Antonio R. Rubio _________________________(1) Andrés Oppenheimer. La hora final de Castro. Javier Vergara Editor. Buenos Aires (1992). 477 págs. 2.590 ptas. (Castro’s Final Hour, Simon & Schuster, Nueva York, 1992).