Un debate en la OMC y en la UNESCO
Desde los años noventa se mantiene una polémica en torno a la «excepción cultural» al libre comercio. ¿Los productos culturales deben someterse, como los demás, a la ley de la oferta y la demanda, en un mercado internacional liberalizado? No, sostienen unos: eso llevaría a una «homogeneización» cultural, en perjuicio de las culturas que no pueden competir en el terreno comercial con las industrias más poderosas. El bando contrario replica que tales argumentos son solo proteccionismo y nacionalismo disfrazados.
El debate comenzó en la Ronda Uruguay del GATT, transformado en la Organización Mundial del Comercio (OMC) a raíz de aquellos acuerdos. Entonces no se pudo dirimir la disputa, y hubo que a aplazar el asunto hasta 2005, año en que volverá a discutirse la liberalización del comercio cultural, ya en el seno de la OMC.
A partir de ese momento pueden distinguirse dos estrategias. De un lado, los países francófonos, firmes defensores de la «excepción cultural», pretendieron reconducir el debate a un foro internacional que consideraban más adecuado: la UNESCO, que en 2001 elaboró la llamada Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural. Con ello evitaban un enfrentamiento directo con el principal oponente: EE.UU., que había abandonado la organización en 1984, después de denunciar algunas irregularidades. Junto a Francia y Canadá se alinearon también Suiza y los países de América del Sur, recelosos de la potencia norteamericana.
EE.UU., por el contrario, ha sido partidario de que el debate se celebre en el seno de la OMC. Sin embargo, no parece mostrarse dispuesto a bajar la guardia. La polémica en torno a la «excepción cultural» ha sido un motivo de su vuelta a la UNESCO, con el fin de impedir una proyectada Convención sobre la Diversidad Cultural (ver servicio 138/03). En el mismo bando militan, principalmente, Gran Bretaña, Holanda, Dinamarca y Nueva Zelanda.
Hacia una convención internacional
Durante la celebración de la Conferencia General de la UNESCO, en 2001, se presentó la Declaración sobre la Diversidad Cultural, que fue aprobada por unanimidad de los 185 países representados. La Declaración es vaga y se queda en una simple manifestación de buenas intenciones. Considera la diversidad cultural como patrimonio de la humanidad, con las mismas necesidades de protección que la diversidad biológica. Se basa en cuatro principios, que relacionan el ámbito de la cultura con las ideas principales sobre las que se asienta el sistema internacional de Naciones Unidas: pluralismo, defensa de los derechos humanos, promoción de la creatividad y promoción de la solidaridad entre las naciones.
Sólo en sistemas democráticos, advierte el artículo segundo, es posible la creación de ámbitos culturales plurales en los que sea fácil el intercambio. Vincula (art. 4) la defensa de la diversidad cultural, que califica de imperativo ético, con el respeto a la dignidad humana.
Pero es sólo una declaración, sin fuerza vinculante, que no impone obligaciones a los Estados. Esto sólo podría conseguirse si se transforma en Convención, que es lo que desea Francia.
En la última Conferencia General de la UNESCO (septiembre de 2003), ésa era la intención del llamado «eje franco-canadiense». Sheila Copps, ministra de Patrimonio de Canadá, declaró en este sentido que sus propuestas giraban en torno a la necesidad de una Convención, siempre en el ámbito de la UNESCO («Le Monde», 14-10-2003).
La UNESCO pone manos a la obra
Algo avanzaron en aquella ocasión los partidarios de la excepción cultural: en las conclusiones se solicitó al secretario general que presentara en la próxima Conferencia General (octubre de 2005) un anteproyecto de Convención sobre la Diversidad Cultural. Para ello se creó una comisión internacional de expertos encargada de realizar los borradores. La segunda fase se completó en septiembre pasado con la conclusión de la primera de las reuniones intergubernamentales, celebradas con el objetivo de presentar en octubre del próximo año el anteproyecto definitivo.
Se adopte o no una convención, la UNESCO ya ha venido dedicándose a promover la diversidad cultural. Ha establecido el Día Internacional de la Diversidad Cultural (14 de mayo) y elaborado programas de diálogo intercultural. Ha logrado que sea cada vez mayor el peso de la diversidad cultural en el sistema de Naciones Unidas. En el último Informe de Desarrollo Humano (2004) se ha vinculado la progresiva mejora del nivel de vida con la aceptación de la diversidad cultural.
Otro ejemplo de la implicación de la UNESCO es el recién celebrado Forum de las Culturas de Barcelona, evento en el que la organización ha figurado como socio principal. Entre los principios y valores básicos del Forum se mencionaba, en primer lugar, la diversidad cultural, a través del respeto de las diferentes identidades culturales. La idea era que constituyese un acontecimiento «multicultural y plurilingüe».
La cultura en el mercado
Los defensores de la excepción entienden que los bienes culturales no puede incluirse sin más dentro de un modelo económico dirigido exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda. En favor de esta idea se pronuncia la Declaración de la UNESCO sobre Diversidad Cultural al resaltar «el carácter específico de los bienes y servicios culturales que, en la medida en que son portadores de identidad, de valores y sentido, no deben ser considerados como mercancías y bienes de consumo como los demás» (art. 8). En suma, el libre mercado sólo entiende de beneficios, no puede acoger la diferencia entre valor cultural y rentabilidad económica.
A juicio de los países de la órbita francesa, la excepción cultural es sólo un instrumento jurídico para conseguir la pretendida diversidad cultural. Se trata de impedir cualquier riesgo de uniformidad. Por eso, frente a la incorporación de los productos culturales al régimen del mercado libre, proponen un proteccionismo que justificaría la subvención de las obras artísticas propias para compensar su falta de competitividad frente a los productos de culturas con mayor poder económico. Así, dicen, se posibilitaría la continuidad y permanencia de las distintas culturas, sin que ninguna se viera condenada a la extinción.
Por su parte, los partidarios de la liberalización coinciden en señalar que es precisamente la competencia lo que favorece la mejora de los productos, culturales o de otro tipo. Se niegan a aceptar que todas las culturas sean igualmente valiosas. Recelan de la implicación del poder político en la creación artística. Y creen que la posición francesa es comprensible sólo como respuesta a un proceso de decadencia cultural, con perentorias necesidades de estimulación y apoyo público. En esto tienen aliados aun en la misma Francia, en particular Nicolas Baverez, que en su libro «La France qui tombe» (Perrin), publicado el año pasado, denuncia la burocratización, la crisis económica y el estancamiento del país, con claros efectos en el panorama cultural.
Todos proteccionistas
Para sus enemigos, la excepción cultural huele a chovinismo. Pero, en general, sus partidarios se muestran mucho más preocupados por la «homogenización» impuesta desde EE.UU., que por la defensa de la cultura propia. Por ello apoyan sus propuestas con datos del mercado cinematográfico: las producciones norteamericanas copan el 85% del mercado cinematográfico mundial; en Europa representan el 71,2%. Hollywood, dicen, no entiende de subvenciones al cine ni valora argumentos culturales: para los EE.UU., las películas en el mercado internacional constituyen un suculento negocio.
Así, la polémica se ha centrado en buena medida en torno a un asunto que no constituye su núcleo principal: las subvenciones a producciones cinematográficas propias. Esta práctica es discutida, pues al prescindir del dictamen del mercado se corre el peligro de financiar con dinero público tanto proyectos que no ven la luz como estrepitosos fracasos comerciales. En la UE se prevé la posibilidad de que los estados miembros obliguen a los operadores de televisión a destinar el 5% de su presupuesto a financiar producciones nacionales o europeas, como sucede en España.
En fin, la diversidad cultural es una cosa muy elevada, pero inevitablemente acaba llevando a cuestiones, más prosaicas, de subvenciones y cuotas. Entonces se comprueba que no hay en el mundo un campeón absoluto del libre comercio. La UE no es candidata al título, pero las barreras que EE.UU. combate cuando se trata de producciones audiovisuales, las aplica al algodón y al acero, como le ha reprochado la OMC. Cada país tiende a promover sus exportaciones y a proteger sus sectores amenazados. Y en esto, los bienes culturales no son una excepción.
Josemaría CarabanteEl Estado mecenas
El debate sobre la excepción cultural ha suscitado comentarios sobre la forma adecuada de promover la cultura. ¿Qué papel corresponde a los poderes públicos en este ámbito?
Para Mario Vargas Llosa, los temores a la uniformidad cultural son exagerados. Suponen concebir a las culturas como incomunicadas, en competencia por el mismo espacio, cuando una de las características de las verdaderas expresiones culturales es su universalismo. Por eso, según él, la excepción cultural puede amenazar la libertad creadora y animar un nacionalismo cultural impropio de un mundo globalizado. Toda intromisión, entonces, resulta inoportuna, ideológica y dirigista. Ni el mercado ni el Estado pueden otorgar calidad «cultural» a un producto: lo máximo que pueden dar es popularidad. Y concluye: «La idea de ‘proteger’ a la cultura es ya peligrosa. Las culturas se defienden solas, no necesitan para eso a los funcionarios, por más que éstos sean cultos y bienintencionados» («El País», 5-08-2004).
También otros se muestran suspicaces con la implicación del poder en la cultura. En Francia se publicó a inicios de los noventa un libro titulado «L’État culturel: une religion moderne», de Marc Fumaroli, que discute la pertinencia de las funciones culturales de la administración pública, con la ingente creación de maquinaria burocrática con pocos efectos positivos en el área de la cultura.
Dos son las cuestiones que se plantean: ¿El apoyo público garantiza unos buenos resultados? ¿Existe riesgo de dirigismo cultural? En cuanto a la primera, muchos intelectuales han puesto de manifiesto que los fondos públicos no pueden asegurar la calidad cultural. Jordi Solé Tura, nada proclive a veleidades neoliberales, escribía que «ni los valores culturales ni la calidad se pueden asegurar con simples mecanismos de protección arancelaria» («El País», 18-10-1993). Señalaba que el cine norteamericano es tan poderoso porque apostó por la industria cinematográfica cuando nadie lo hizo. Otros, por ejemplo José Manuel Caballero Bonald, entienden que el establecimiento de tutelas o de patrocinios oficiales lo único que consigue es triplicar la burocracia, pero que no ofrece beneficio alguno a las obras de arte.
A la vez, las artes siempre han necesitado mecenas. ¿No puede ser uno de ellos el Estado, en cuanto administrador de los recursos públicos, al igual que fomenta otros bienes de interés común? Los mismos EE.UU., como tantos países, tienen una Fundación Nacional para las Artes, que otorga subvenciones a los creadores. El problema es que, mientras nadie discute las subvenciones de los mecenas privados, la política cultural de todo gobierno se presta a polémicas. Entonces no se trata de lo que un particular hace con su dinero, sino de lo que decide un servidor público con el dinero de todos.
Como afirma Eugenia Trías, «entre la Scilla de un neoliberalismo sin trabas, que no atiende a la excepción ni a la regla, sino tan sólo a la rotación mercantil, y la Caribdis de un intervencionismo estatal siempre inclinado a cuidar su propia clientela (…), es necesario hallar un justo medio» («El Cultural», 23-09-2004). Lo difícil es determinar dónde está exactamente el justo medio.