El 20 de agosto de 1968, tropas del Pacto de Varsovia invadían Checoslovaquia para poner fin al plan reformista del gobierno de Dubček. La ocupación militar puso de manifiesto la imposibilidad de conciliar el comunismo con los principios democráticos, pero también avivó la disidencia.
Siempre se asocia el 68 a la rebeldía de los estudiantes parisinos y a las diferentes revueltas –más o menos importantes, más o menos transgresoras– que sacudieron las calles y las aulas de muchas partes del mundo. Pero mientras los jóvenes de Nueva York y de París criticaban el anquilosamiento de la democracia liberal y censuraban la desidia existencial a la que parecía condenarles el sistema político del mundo libre, los ciudadanos del otro lado del Muro –jóvenes y no tan jóvenes– arriesgaban realmente su vida, reclamando las libertades que aquellos denostaban.
La llamada Primavera de Praga no fue ni la primera ni la última ocasión en que la colosal maquinaria soviética se vio entre las cuerdas, pero sí una de las más significativas, a juzgar por la arriesgada decisión de intervenir militarmente Checoslovaquia que Leónidas Brézhnev tomó el 20 de agosto de 1968; un hecho que reveló que su doctrina sobre la soberanía limitada de los países satélites de la URSS cerraba de golpe y porrazo el supuesto deshielo iniciado por Nikita Jruschov.
Si la opresión soviética puso fin a la Primavera de Praga, no pudo liquidar su espíritu
No sería disparatado afirmar que fue en ese momento cuando comenzó a resquebrajarse el sistema soviético y a desmoronarse el Muro de Berlín, como tampoco sería desacertado decir algo similar sobre las crisis del 56 en Hungría o Polonia, por ejemplo. Y no lo es porque durante esos acontecimientos, en los que la ciudadanía tomó conciencia del autoritarismo comunista, empezó a debilitarse la narrativa cínica que la URSS elaboró tras la II Guerra Mundial y que la convertía en el baluarte supuestamente más eficaz contra el fascismo.
Primeras reivindicaciones
Aunque el comunismo checoslovaco tenía ya un largo historial de represiones y había sido especialmente intransigente con las desviaciones ideológicas durante las purgas de los cincuenta, el proceso de “desestalinización” abierto con posterioridad no solo rehabilitó a algunos de los dirigentes comunistas, sino que también supuso cierta apertura, en comparación con la situación que sufrían otros países de la órbita soviética.
Si la Primavera de Praga pudo tomar impulso en los foros cívicos fue gracias, precisamente, a la relajación de la censura, lo que permitió crear a lo largo de los años sesenta un clima crítico de opinión en el que intelectuales y escritores hacían públicas las deficiencias económicas y políticas del país. Floreció así una disidencia especialmente activa, formada por intelectuales y ciudadanos valientes, que iba a permanecer, en ocasiones de forma abierta, en otras clandestina, hasta la caída definitiva del régimen, en 1989.
Los comunistas checoslovacos pretendían una atenuación del comunismo, un “socialismo de rostro humano”, compatible con la democracia
Pero ya entonces, en 1967, se conformaron incluso en el seno del partido comunista checoslovaco dos corrientes ideológicas: la más dura, fiel al Kremlin, encabezada por el presidente Antonín Novotný, y la reformista, liderada por el comunista eslovaco Alexander Dubček. Para avivar más ese fuego crítico, la población manifestaba su descontento por el estancamiento económico del país.
En ese ambiente de discrepancia y de deseos de reforma, empezaron a concretarse algunas reivindicaciones: soberanía nacional frente a la amenaza y el patronazgo soviético, libertad de prensa y de reunión, libertad de creación artística, legalización de partidos políticos, fin de las purgas ideológicas, igualdad entre checos y eslovacos, integridad territorial, mejoras económicas, etc.
Socialismo de rostro humano
Pero, en realidad, la Primavera de Praga comenzó el 5 de enero de 1968, cuando, ante la inactividad de Moscú y tras la forzada dimisión de Novotný, los reformistas, con el propio Dubček a la cabeza, llegaron al poder. La primera decisión que tomó la nueva cúpula fue la de eliminar la censura. Al mismo tiempo adoptó medidas liberalizadoras para mejorar la economía del país, con el llamado “modelo socialista de mercado”.
Se abría así la “vía checoslovaca al socialismo”, cuyos puntos principales se resumieron en un programa de acción hecho público el 6 de abril de 1968. En él se defendía la descentralización económica y la necesidad de reconocer los derechos y libertades básicas, así como cierto pluralismo político.
También fue en ese documento donde apareció por primera vez la idea del “socialismo de rostro humano”, una fórmula que pretendía armonizar el comunismo con los principios democráticos. A pesar de que la expresión ha hecho historia, los dirigentes comunistas no tenían intención de renunciar a su ideología, ni al predominio de la misma frente a otras doctrinas políticas –de hecho, la apertura se consideraba legítima siempre que no cuestionara el monopolio ideológico del partido–, sino demostrar su compatibilidad con la libertad democrática.
Las reivindicaciones de los disidentes eran bastante precisas: soberanía nacional frente al patronazgo soviético, libertad de prensa y de reunión, legalización de partidos políticos…
En cualquier caso, el programa era como una bocanada de aire fresco y promovió aún más el debate político en el país, donde se sucedían manifestaciones populares y se formaban movimientos para defender determinadas reivindicaciones.
La férula de Moscú
Moscú no tardó en mostrar sus recelos y, ante el cariz que tomaban los acontecimientos, dejó clara su voluntad de mantener el control sobre los checoslovacos. Brézhnez temía que el veneno de la disidencia se extendiera por otros países y que se debilitara el liderazgo soviético.
Tras una reunión del Pacto de Varsovia, los países que lo integraban –acaudillados por la URSS– mandaron a Dubček un ultimátum: debía retirar las reformas y seguir manteniendo la censura. Pensaban que la situación era insostenible e impropia de un país comunista y acusaban a Occidente de promover la acción de “fuerzas anticomunistas” en Bohemia.
Además de reclamar la vuelta de Checoslovaquia a la ortodoxia, exigían la entrada del ejército soviético, bajo el paraguas del Pacto de Varsovia, y el permiso para efectuar maniobras militares en territorio checoslovaco. Esto último suponía una clara y contundente forma de intimidación, ya que poco más de una década antes Moscú había acabado con la revolución húngara, invadiéndola militarmente en 1956.
Pero la Primavera de Praga parecía imparable y Dubček fue incapaz de satisfacer las demandas soviéticas. Finalmente, tropas soviéticas, alemanas, polacas, húngaras y búlgaras tomaron el país en la noche del 20 de agosto, en lo que calificaron de “operación defensiva”. Los tanques no encontraron resistencia militar, pero sí tuvieron que vérselas con una contundente respuesta ciudadana, que se enfrentó con arrojo, pero desarmada, a los tanques invasores, sin posibilidad de parar la ocupación.
De la Primavera de Praga a la Revolución de Terciopelo
Mientras el mundo asistía a la retransmisión en directo de la invasión, Dubček y los miembros del Partido Comunista Checoslovaco eran detenidos y trasladados a Moscú, donde se vieron obligados a firmar una declaración anulando las medidas liberalizadoras que habían tomado. Dubček quiso evitar un enfrentamiento violento y no tuvo más remedio que plegarse a las exigencias de Brézhnev.
La Primavera de Praga no fue ni la primera ni la última ocasión en que la colosal maquinaria soviética se vio entre las cuerdas, pero sí una de las más significativas
El 26 de agosto finalizó la Primavera de Praga con la aceptación del Protocolo de Moscú. Checoslovaquia renunció a su plan democratizador, impuso de nuevo la censura, ilegalizó los partidos no comunistas y aceptó la presencia de las tropas extranjeras en su territorio. Comenzó a perseguirse de nuevo a los opositores; se reanudaron las purgas y Dubček fue reemplazado por Gustáv Husák, un hombre de paja dispuesto a seguir los dictados de Moscú.
Pero si todo ese proceso puso fin a la Primavera de Praga, no pudo liquidar su espíritu, que siguió madurando bajo la opresión soviética en los ambientes intelectuales, universitarios y artísticos. Casi diez años después del sueño del socialismo con rostro humano, se publica la Carta 77 en la que los disidentes, liderados por Václav Havel y bajo la batuta del filósofo Jan Patočka, manifestaban abiertamente su oposición al régimen comunista y denunciaban la violación de los derechos humanos por parte de las autoridades. La iniciativa puso entre rejas a Havel, pero encauzó un movimiento de oposición que vincula aquella lejana Primavera del 68 con la Revolución de Terciopelo y la caída del comunismo veinte años más tarde.