El colapso del comunismo sin «santa alianza»

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El norteamericano George Weigel, del Centro de Ética y Política Pública, reseña en The Washington Post (22-IX-1996) el libro His Holiness: John Paul II and the Hidden History of Our Time («Su Santidad: Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo», Doubleday, Nueva York, 1996), de Carl Bernstein y Marco Politi. Los autores sostienen que hubo una alianza secreta entre el Papa y el gobierno de Ronald Reagan para acabar con el comunismo.

Bernstein, ex redactor del Washington Post, fue, junto con Bob Woodward, quien destapó en ese diario el caso Watergate. Su teoría sobre la alianza entre Reagan y el Papa apareció por vez primera en un artículo que él mismo firmó en la revista Time (24-II-92: ver servicio 29/92). Como el propio Bernstein reconoce que sabe poco de la Iglesia católica, ha recurrido, para escribir el libro, a la ayuda de Marco Politi, corresponsal en el Vaticano del diario italiano La Repubblica. Por su parte, Weigel es autor de otro libro sobre la influencia de la Iglesia en la caída del comunismo: The Final Revolution: The Resistance Church and the Collapse of Communism.

Weigel concuerda con Bernstein y Politi en que Juan Pablo II fue un actor decisivo en la lucha por la libertad que comenzó con la fundación del sindicato Solidaridad en Polonia y acabó con el hundimiento de la Unión Soviética. Pero objeta que «la teoría conspiratoria con que interpretan los hechos olvida los muchos factores geopolíticos que intervinieron, arroja al menos tanta oscuridad como luz y pasa por alto la originalidad del diagnóstico y del tratamiento que Juan Pablo II aplicó a la confrontación con el totalitarismo».

Para Juan Pablo II, la artificial división de Europa en virtud del tratado de Yalta impuso a unas naciones cristianas una idea falsa del hombre y de la sociedad. Por tanto, «el antídoto más eficaz contra la toxina del comunismo, pensaba Wojtyla, pertenecía al orden de las ideas y los valores: un verdadero humanismo, que defendiera como inalienables los derechos fundamentales de la persona, era el arma con la que se podía hacer frente al comunismo».

«Para Wojtyla, no había tensión, sino más bien un profundo vínculo entre la reivindicación de los derechos humanos y el Evangelio». En esto se basó su «ofensiva», que se reveló asombrosamente eficaz.

Juan Pablo II aplicó esta «táctica» más de dos años antes de la llegada de Reagan a la presidencia de Estados Unidos. Por tanto, Bernstein y Politi fuerzan el calendario al atribuir la derrota del comunismo a una «Santa Alianza» forjada por Reagan y el Papa en la entrevista que tuvieron en el Vaticano el 7-VI-82.

Los autores revelan datos interesantes, obtenidos de funcionarios norteamericanos y de los archivos soviéticos; pero sacan conclusiones exageradas. Por ejemplo, al referirse a una audiencia de Juan Pablo II con William Casey, entonces director de la CIA, citan como prueba de su teoría que el Papa dio «su bendición» a Casey. Sin duda, replica Weigel; pero eso no es más que lo que el Papa hace muchas de veces al día con las personas que recibe.

«En suma, la hipótesis de la ‘Santa Alianza’ que proponen Bernstein y Politi es una exageración que tergiversa la historia. Que el Vaticano y la Casa Blanca tenían algunos intereses comunes en Europa oriental y central es evidente; que tanto el Papa como el presidente sospechaban (contra la opinión de sus asesores más tradicionales) que el emperador comunista estaba desnudo, parece claro; que la política estadounidense de Reagan y la Ostpolitik de Juan Pablo II se reforzaran mutuamente parece haber sido corroborado por los hechos.

«Pero esto no equivale a una ‘Santa Alianza’ en el sentido de un esfuerzo íntimamente coordinado para derribar el comunismo. La teoría de Bernstein y Politi, pues, muestra que cuando la historia se ve desde una perspectiva exclusivamente político-económica, no se logra captar la textura humana y moral de los grandes acontecimientos. Esta es una buena moraleja para todo aquel que pretenda discernir los contornos del próximo siglo, en el que las cuestiones religiosas van a desempeñar, sin duda, un papel predominante».

El libro es aún menos satisfactorio, añade Weigel, cuando describe la influencia de Juan Pablo II en la Iglesia católica. Quien no tuviera más fuentes de información «no podría saber que este ha sido un pontificado de gran actividad teológica, ni que Juan Pablo II entiende que su misión es llevar a término la reforma del Concilio Vaticano II». Los autores tampoco comprenden que el Papa, al ejercer su magisterio en cuestiones como la moral sexual o el ámbito de la especulación teológica, no impone sus personales opiniones a la Iglesia, sino que «desarrolla la tradición autorizada del catolicismo, de la que él es servidor y custodio». El Papa no impone nada, persuade. Lo que ocurre, señala Weigel, es que algunos norteamericanos y otros occidentales de hoy no entienden que la autoridad magisterial y la persuasión no son incompatibles, porque ellos identifican libertad con autonomía individual.

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