Con la exhortación apostólica Evangelii gaudium (“La alegría del Evangelio”), el Papa Francisco quiere que la Iglesia salga a llevar a la gente el anuncio cristiano. La tarea, advierte, requiere ser creativo, a fin de encontrar modos de llegar a todos, y para eso es más importante el espíritu interior que la programación. Ofrecemos un resumen del documento.
La exhortación toma pie de las reflexiones del último sínodo de los obispos, sobre la nueva evangelización, celebrado hace un año. El Papa cita y comenta a menudo los documentos del sínodo, pero entrega un texto muy personal. A diferencia de su encíclica Lumen fidei, basada en el borrador redactado por Benedicto XVI, esta exhortación está llena de expresiones características de Francisco y presenta temas que él ha tratado ya en ocasiones anteriores. Y aquí aparecen no separados, sino en conexión expresa con el núcleo de la misión de la Iglesia. Por eso este es un documento valioso para conocer el pensamiento del Papa Francisco y comprender mejor los mensajes que ha transmitido hasta ahora.
El documento es muy largo (220 páginas), y, como señala Massimo Introvigne (La Nuova Bussola Quotidiana, 27-11-2013), se presta por eso a lecturas parciales. Uno puede subrayar las denuncias contra los actuales mecanismos económicos y financieros, y en cambio silenciar la firme condena del aborto. O alguien quizá destaque la crítica al relativismo pero olvide la advertencia contra una fijación en la ortodoxia que no sirve para abrir puertas a los que podrían responder al anuncio de la misericordia divina.
Es preciso leer la exhortación a la luz de su conjunto, para advertir su estructura. Así se comprende que las distintas afirmaciones expresan aspectos de lo central: la exigencia de renovar la misión evangelizadora de la Iglesia en el contexto contemporáneo.
Un mensaje de alegría
Una frase de la introducción condensa el punto de partida y gran parte del desarrollo: “Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás” (n. 9). El anuncio cristiano es un mensaje de alegría, llevado por quienes la han experimentado ya; por eso “un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral” (ibid.).
La alegría del Evangelio no ignora el dolor ni el mal ni las dificultades, pero renace siempre porque está fundada en la infalible bondad de Dios. La alternativa es “una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales” (n. 2). Por el contrario, la Iglesia aprendió de su Maestro que la felicidad está en abandonar el egoísmo y servir a los demás. Esas son las dos claves, mutuamente conectadas, de la exhortación: experimentar la alegría y salir a ofrecerla. “Los cristianos tienen el deber de anunciarlo [el Evangelio] sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría” (n. 14).
“La participación de los laicos se limita muchas veces a las tareas intraeclesiales sin un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la sociedad”
Salir a las periferias
El capítulo primero (“La transformación misionera de la Iglesia”) señala que la prioridad no es gestionar lo que se tiene, como si la fe pudiera conservarse sin comunicarla. Hay que “ salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (n. 20). “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (n. 27). Toda reforma en la Iglesia solo puede buscar que sea más misionera, dice el Papa a renglón seguido.
Esto implica aceptar la limitación humana y, sin rebajar el Evangelio, ayudar a abrazar poco a poco todas sus exigencias, “acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas” (n. 44). Juan Pablo II expresaba la misma idea en un texto al que Francisco remite en nota: decía que no se puede admitir una “gradualidad de la ley”, pero se ha de aplicar “la ley de la gradualidad” (Familiaris consortio, 34).
De ahí también que no deban negarse los sacramentos, especialmente el Bautismo, “por una razón cualquiera”; y la Eucaristía “no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles” (n. 47). Algunos comentarios han relacionado este pasaje con el caso de los divorciados casados de nuevo o los personajes públicos que apoyan el aborto. Pero el Papa no hace ninguna aplicación concreta, sino indica la necesidad de “considerar con prudencia y audacia” las medidas pastorales oportunas.
“La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de manifiesto la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo”
En todo caso, se trata de “comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible” (n. 45). “Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ‘¡Dadles vosotros de comer!’ (Mc 6,37)” (n. 49).
Obstáculos y oportunidades
El capítulo segundo (“En la crisis del compromiso comunitario”) está dedicado a examinar la situación contemporánea. Francisco se fija primero en la pobreza y la exclusión, precisamente en una época que ha alcanzado un alto nivel de bienestar para muchos. Pide que se ejerza una dirección ética de la economía, pues no admite que el libre mercado sea una máquina que funciona sola. Al contrario, “la crisis mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo” (n. 55).
Después la exhortación va repasando otros obstáculos a la evangelización, como ataques a la libertad religiosa en unos lugares, la indiferencia relativista en otros (n. 61); la secularización que “tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo” (n. 64). Se extiende un poco más sobre la crisis de la familia. Apoyándose en un documento de los obispos franceses sobre el proyecto de legalizar el matrimonio homosexual, advierte que “el matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno” (n. 66).
También señala condiciones favorables, como el prestigio de la Iglesia en muchos países, incluidos algunos donde los católicos son minoría, el sustrato cristiano de las naciones occidentales o la piedad popular que está viva en distintos pueblos.
Sin cara de vinagre
La situación actual puede llevar a los evangelizadores, dice el Papa en la segunda parte del capítulo, a hacerse “pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre” (n. 85). O pueden caer en la “mundanidad espiritual” (nn. 93-97), de la que ha hablado recientemente (cfr. Aceprensa, 25-11-2013): la vida centrada en intereses terrenos y particulares bajo apariencias de religiosidad. La división y la incomprensión mutua entre los fieles es otra amenaza.
Luego se refiere a los distintos agentes evangelizadores. Respecto a los sacerdotes y personas consagradas, anota que la escasez de vocaciones suele deberse a “la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo”. Por eso no sirven los remedios fáciles; es más, “hoy se tiene más clara conciencia de la necesidad de una mejor selección de los candidatos al sacerdocio” (n. 107).
Antes recuerda que también los laicos tienen la responsabilidad de evangelizar, y primero en su ámbito propio. “Si bien se percibe una mayor participación de muchos en los ministerios laicales, este compromiso no se refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social, político y económico. Se limita muchas veces a las tareas intraeclesiales sin un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la sociedad” (n. 102). Lo mismo se aplica al caso particular de la mujer. El Papa celebra que muchas mujeres colaboren con los sacerdotes, se dediquen a la teología, etc.; pero señala, con palabras del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que “el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social” (n. 103).