Flannery O’Connor: pluma sabia

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La escritora norteamericana Flannery O’Connor (1925-1964) tuvo una vida corta pero profunda, y su obra literaria se ha ido revalorizando con los años. La singularidad de sus temas y estilo va unida a un modo de percibir la realidad bajo una dimensión de fe. En Estados Unidos sus obras no dejan de reeditarse. También en Europa el interés se demuestra en nuevas traducciones. En España, Ediciones Encuentro acaba de publicar una antología de sus relatos y otros escritos (1).

El estado de Georgia, encima de Florida, forma parte de lo que se conoce como el «cinturón bíblico» norteamericano, un territorio de fuerte impronta protestante en donde los textos sagrados son parte habitual del sentir popular. En Savannah, ciudad marítima de la costa atlántica nace O’Connor en 1925, hija de una familia de ascendencia católica irlandesa. Cuando Flannery tiene 16 años pierde a su padre, víctima de una enfermedad degenerativa. Marcha a estudiar en el Georgia State College, donde comienza a manifestar su vocación literaria escribiendo relatos. Junto a eso, pintaba -comprensible en una escritora, en una artista completa como fue-. Sin embargo, la literatura llegó a ser su llamada principal, y decidió prepararse para ella matriculándose (1946) en un programa de creación literaria en la Universidad de Iowa.

Escribir a pesar de la enfermedad

Al año siguiente obtuvo una beca para realizar un master en Bellas Artes con una serie de relatos, entre ellos El geranio, incluido en la antología que ahora edita Encuentro.

Vivió una temporada en Nueva York, y luego en Connecticutt con sus amigos Robert y Sally Fitzgerald, que llevaron a cabo, tras la muerte de la autora, la primera recopilación de sus cartas. Por esa época Flannery O’Connor escribió su primera novela: Wise Blood (Sangre sabia), de amplia y positiva acogida en la crítica norteamericana. Al tiempo, la escritora empezó a notar los síntomas de la enfermedad degenerativa (lupus erithematosus) de la que había muerto su padre.

En 1950 Flannery se instala con su madre en una finca agrícola de la familia, desde donde, con alguna frecuencia, tenía que ser trasladada al hospital. La casa-chalet se llamaba «Andalusia», y allí dedicará su tiempo a escribir relatos y su segunda novela: The Violent Bear It Away (titulada en español Los profetas, aunque el título original es una traducción de la expresión evangélica violenti rapiunt illud, los esforzados lo arrebatan -el Reino de los Cielos-).

En 1958 realizó un viaje a Europa. En Lourdes, llena de fe, obtuvo una manifiesta aunque breve mejoría. Murió el 3 de agosto de 1964, a los treinta y nueve años. En 1972, se concede a sus Complete Short Stories el National Book Award.

La singularidad de O’Connor

O’Connor forma parte de la School of Southern Fiction, que en los años 50 y 60 fue despreciativamente apodada por algunos School of Southern Degeneracy. En tiempos de euforia postbélica, el mundo de tullidos e inadaptados, los ambientes miserables de los relatos de O’Connor resultan incómodos para un sector de la crítica que denuncia el empeño de algunos escritores del sur por perpetuar literariamente un mundo que se empeña en perder el tren de la historia y el desarrollo. Con una escritura muy depurada, O’Connor no se somete a la imposición de un entorno optimista y satisfecho, y crea ficciones pobladas por seres grotescos que reaccionan ante pequeños y cotidianos dilemas morales, de un minimalismo paradójicamente grandioso.

Ajena a distintos tipos de realismos (sucio, mágico), O’Connor -declarada admiradora de Conrad y del Faulkner de Mientras agonizo– practica el realismo de distancias, un estilo así bautizado por ella, que coloca a los personajes al borde del misterio para sumir al lector en un desconcierto fértil. Consciente de las limitaciones del naturalismo decimonónico, O’Connor había escrito que «el problema del novelista es conocer cuánto se puede distorsionar sin destruir. Para no destruir se debe descender lo suficientemente lejos como para llegar a alcanzar esas primaveras escondidas que dan vida a su trabajo.»

La religión, poesía del pueblo

La obra de Flannery O’Connor ha recibido y recibe en Estados Unidos una gran atención crítica y, a menos de cincuenta años de su prematura muerte, puede decirse que sus escritos han conseguido un puesto relevante en la historia de la literatura norteamericana. A pesar de ser católica -ella y su obra-, el influyente profesor universitario y crítico Harold Bloom, que se autocalifica ateo, comenta extensa y muy favorablemente la literatura de F. O’Connor en su conocido How to Read and Why (ver servicios 65/00 y 107/00). «El brío y el empuje de O’Connor, el ímpetu propulsor de su espíritu cómico son apabullantes. Si lo medimos por el efecto estético de las ficciones que escribió, bien puede considerarse un santo oleaje. Allí -escribe Bloom-podemos localizar su astucia natural: por más que parodiemos a esos religiosos americanos condenados y dementes, la parodia nunca tocará el seguro catolicismo de la autora. Más que simple comediante, O’Connor entrevió con lucidez que la religión de sus coetáneos no era el opio del pueblo, sino la poesía del pueblo».

La citada antología de O’Connor (1) tiene un estudio introductorio de Guadalupe Arbona, quien al final del libro ha seleccionado fragmentos de cartas muy personales de Flannery en las que comenta con una u otra amiga el sentido de este y de aquel relato. Normalmente, al hacerlo, responde o replica al inicial comentario de la amiga, que antes le escribió. Este pretendido sentido del relato es el que suele pedir alguien que no sabe leer, que no tiene disposición artística, es decir, pide lo que el relato dice fuera del relato: lo que dice en el plano de la razón.

«Publicar esas explicaciones racionales -comenta el escritor Pedro Antonio Urbina- me parece un error, y grave, contra el arte, la visión de los ensayos de O’Connor sobre la literatura, y el propio estudio preliminar de la profesora Arbona. Estimula esa mentalidad ajena al arte y a su lenguaje propio. Favorece la continuidad de esa gente que no sabe leer y que no tiene (ni parece querer adquirir) la disposición artística para acercarse al arte, y no a una transposición lógicoracional.

«O’Connor, al explicar ese sentido de su relato, lo hace una vez que lo ha escrito, lo dice ya como lectora, bien que como lectora privilegiada, pero lectora. Flannery no hace esos comentarios como creadora, y menos los hace en el proceso creador, durante el acto creador. Lo hace en un educado compromiso (quizá por flaqueza y cansancio ante la cerrada insistencia de ese tipo de personas) con la incomprensión.

«Pedir un sentido lógicoracional -concluye Urbina-, para poder entender rápida y cómodamente, como en resumen, lo que dice el arte es pedir otra cosa que no es arte ni del arte».

El escritor y la fe

La antología publicada por Ediciones Encuentro incluye tres ensayos sobre el oficio de escritor. En La Iglesia y el escritor de narrativa, publicado en 1957, O’Connor ofrece su visión particular, no exenta de ironía y fino humor, sobre una interesante cuestión que afecta por igual a escritores y lectores.

La escritora no ve la pertenencia a la Iglesia católica como una limitación para los escritores de ficción: «La Iglesia no restringe su libertad de ser artistas, sino que la asegura (las restricciones del arte son otro asunto)». Por eso, «cuando la gente me ha dicho que no puedo ser una artista porque soy católica, he tenido que responder que porque soy católica no me puedo permitir ser menos que artista».

La radicalidad del empeño artístico exige no distorsionar los hechos para probar la existencia de lo sobrenatural. «Cuando su obra deja ver que los hechos han sido manipulados fraudulentamente, u omitidos, o suavizados, cualquiera que fueran los propósitos con que el escritor comenzara, éstos han sido ya frustrados».

«Lo que tendrán que recordar el escritor y el lector católicos es que la realidad de la dimensión añadida (la fe) será juzgada en una obra narrativa por la verdad y la totalidad de los acontecimientos naturales que aparecen en ella. Si el escritor católico espera revelar misterios, tendrá que hacerlo describiendo exactamente lo que ve desde donde está».

Sobre la actitud del escritor ante la realidad dice O’Connor que «el escritor aprende, quizá más rápidamente que el lector, a ser humilde ante la realidad. Sólo tiene que tratar la realidad, lo concreto en su instrumento, y, al final, se dará cuenta de que la narrativa sólo puede trascender sus límites permaneciendo dentro de ellos».

«Lo que un escritor católico percibe en la vida es el misterio central de la fe cristiana: que por más horror que haya en la vida, Dios ha considerado que valía la pena dar su vida por ella. Pero esto debe ampliar, y no reducir, su campo de visión».

«Las limitaciones que cualquier escritor impone a su trabajo resultarán de las necesidades que hay en el material mismo y éstas, generalmente, van a ser más rigurosas que las que la religión pudiera imponer. Parte de la complejidad del problema para el novelista católico será la presencia de la Gracia como aparece en la naturaleza, y lo que le importa es que su fe no se separe ni de su sentido dramático ni de su visión de la realidad».

Algo más que cursos de escritura

El ensayo Naturaleza y finalidad de la narrativa fue inicialmente una conferencia que O’Connor pronunció ante un grupo de estudiantes en un curso universitario de escritura literaria. Muerta O’Connor, sus amigos los Fitzgerald rescatan el guión de esa conferencia y la publican en 1967 dentro del volumen Mystery and Manners, conscientes de que la lúcida y chispeante visión de la escritora salva los inconvenientes de un texto concebido para su exposición oral. Y es que, a pesar de su relativamente breve experiencia como escritora, O’Connor aconseja como una maestra consumada; y desciende a precisiones valiosas sobre el símbolo y la metáfora, sobre técnica y actitud del narrador ante el futuro libro, ante la sociedad y ante el arte. De nuevo, como en el ensayo anterior, su noción y definición del arte es completa y realísima, con una fundamentación filosófica, expuesta con sencilla claridad, que para sí quisieran tantos pretendidos científicos de esa mal llamada Estética.

«En los últimos veinte años -dice una divertida O’Connor- las universidades han estado enfatizando la escritura creativa hasta tal punto, que casi se piensa que cualquier idiota con una pizca de talento puede salir de un curso de escritura siendo capaz de escribir una historia adecuada. De hecho, hay tanta gente capaz de escribir historias competentes hoy en día, que el relato corto como instrumento está en peligro de desaparecer por la competencia que hay. Queremos competencia, pero la competencia por sí misma es mortal. Lo que se necesita es la visión que la acompaña, y ésta no la adquieres en un curso de escritura».

El tercer ensayo –Introducción a la biografía de Mary Ann– es la reflexión de O’Connor, escrita en 1960, ante la petición de unas monjas, que le hacen llegar la historia de una niña enferma y deforme, con la pretensión de que se escriba una novela. Todo un despliegue de sensibilidad y honradez artísticas por parte de la escritora.

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(1) Flannery O’Connor. El negro artificial y otros escritos. Ediciones Encuentro. Madrid (2000). 327 págs. 2.500 ptas. Traducción: María José Sánchez Calero. Introducción de Guadalupe Arbona Abascal. Antes se habían publicado en España otras dos recopilaciones de sus relatos, ambas por la editorial Lumen: Las dulzuras del hogar (1968) y Un hombre bueno es difícil de encontrar (1973). También existen traducciones de sus novelas: Sangre sabia (Cátedra, 1990) y The Violent Bear It Away, traducida como Los profetas (Lumen, 1986). En Italia se acaba de publicar una nueva edición de sus relatos (Tutti i racconti, Bompiani) que comprende algunos ya traducidos anteriormente y otros inéditos en italiano.

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