Si se pide un motivo por el que valga la pena leer El pasado de una ilusión (1), de François Furet, puede ser éste: entender qué está pasando en los antiguos países comunistas, para que devuelvan el poder, en las urnas, a antiguos comunistas. El caso más reciente es el de Polonia, con la derrota de Wałęsa. Pero parece un proceso más amplio, los flecos de una aventura mucho más compleja.
Naturalmente, el libro ofrece pistas, líneas, direcciones de todo tipo. Furet es, desde 1965, fecha de sus primeros y fundamentales estudios sobre la Revolución francesa, el mejor conocedor de este movimiento, que no ha dejado de ejercer influencia hasta nuestros días. Pues algo semejante podría pensarse que ocurrió con la Revolución comunista de 1917. Esta obra, El pasado de una ilusión, es un ensayo histórico sobre la idea comunista en el siglo XX.
Empecemos por el final: Furet está convencido, y lo argumenta bien, de que el movimiento histórico que entre 1989 y 1991 acaba con el comunismo en Europa del Este hasta el desmembramiento de la Unión Soviética, no fue en realidad una revolución. Fue un hundimiento. Nada sustituyó de verdad, y en profundidad, a la ilusión comunista, que era la vieja ilusión del igualitarismo.
El título del libro recuerda el famoso de Freud, El porvenir de una ilusión, sobre la religión. Y en el fondo se trata del fondo humano de la creencia, que es indestructible. Por eso ya nadie recuerda las estructuralistas visiones de Marx como un científico puro de la historia (tipo Althusser, tan pasado ya todo eso). Furet se fija más en lo que el marxismo ha tenido de mesianismo ateo, de profetismo… Es cierto que Marx, fiel a la sensibilidad decimonónica, quería presentar todo como ciencia (su admiración por Darwin iba en ese sentido), pero el estilo le traiciona: al lado de los análisis históricos, a veces muy puntuales y precisos, suenan las invectivas, las frases utópicas, el enfrentamiento «religioso» contra la religión.
Historia y pasión
Furet perteneció al partido comunista desde 1949 hasta 1956. Fue uno de aquellos intelectuales que, fascinados primero por lo que se presentaba como heredero de la Revolución francesa y vanguardia de la historia, no pudieron soportar la represión, en 1956, del tímido intento húngaro de más libertad. Pero Furet no es un renegado, ni pasa al otro extremo. Al hacer esta historia de la idea, «a 40 años de distancia, juzgo mi ceguera de entonces sin indulgencia, pero sin acrimonia. Sin indulgencia, porque la excusa que a menudo se encuentra en las intenciones no redime, en mi opinión, de la ignorancia y de la presunción. Sin acrimonia, porque este desdichado compromiso me ha instruido».
El libro va siguiendo la historia del comunismo, en las ideas y en los hechos más salientes, desde la misma revolución de 1919 hasta, con detalle, los años cincuenta. Es imposible ni siquiera un resumen de tan densas páginas, llenas de referencias, de datos, de juicios ex-presados en un estilo diáfano. Pero es bueno saber que el libro es una refutación de la mayoría de los lugares comunes de la izquierda tanto en lo que se refiere a las ideas como a los hechos históricos.
Antifascista y totalitaria
Por citar sólo un caso, la guerra de España, entendida habitualmente como una lucha antifascista. Escribe Furet: «La leyenda de la guerra de España, tal como se ha transmitido a las generaciones, contiene en igual medida verdad y mentira. En julio de 1936, el antifascismo fue el estandarte de la revolución española antes de ser, menos de un año después, su sudario. Ese ramillete de pasiones democráticas y libertarias se marchitó al extremo de convertirse en un dogma de doble fondo y prácticas policiacas; se degradó hasta tal punto que mató la energía republicana so pretexto de organizarla».
Y continúa analizando la conocida actividad de George Orwell, a su vuelta de unos largos meses en la guerra española. Escribió Orwell en 1937: «Buen número de personas me han dicho con más o menos franqueza que no se debe decir la verdad sobre lo que ocurre en España y sobre el papel desempeñado por el Partido Comunista, porque ello suscitaría en la opinión pública un prejuicio contra el gobierno español, ayudando a Franco». Y comenta Furet: «De esta época data el velo de silencio y de mentira que recubrirá, a lo largo de todo este siglo, la historia de la guerra de España».
Mucha gente se ha preguntado cómo es posible que, bajo el rótulo de «una cultura antifascista», se agruparan, en torno al comunismo soviético, a Stalin, la flor y nata de los artistas y escritores, de Breton a Alberti, de Picasso a Neruda o Malraux. Furet explica muy bien cómo, desde la crisis económica de los años veinte, tanto la derecha como la izquierda es anticapitalista, el enemigo es el burgués. Por eso, decir que el nazismo es un títere movido por los burgueses (la interpretación habitual en la izquierda), sólo puede provenir del desconocimiento de la historia.
La moda, el élan, el espíritu, como quiera llamarse, de la modernidad de los años veinte es lo anti-burgués, sea en la forma fascista sea en la forma marxista. Aunque, según Furet, tengan orígenes filosóficos diversos (el marxismo proviene de la Ilustración; el nazismo, de una mezcla de Nietzsche con algunas burdas ideas biológicas), coinciden en proponerse como la Modernidad anti-burguesa.
Esto seguirá así decenio tras decenio. Incluso a lo largo de los años cincuenta, «la izquierda intelectual europea, considerada en su conjunto, es antifascista, pero es totalitaria». Breves palabras, luminosas palabras. A causa de esto muchos intelectuales, que no eran fascistas, pero tampoco totalitarios -ni de derechas ni de izquierdas- han tenido que trabajar en silencio, sin encontrar eco, porque en el fondo no podían ser compañeros de viaje de nadie.
El principio del fin
Furet conoce mejor la época de los años treinta, cuarenta y siguientes. Por eso, los años sesenta y setenta, por no hablar de lo último, están apenas tocados. Con el rótulo de «El principio del fin», el último capítulo arranca de la muerte de Stalin, se detiene en el cambio que trae Jrushchov y analiza con clarividencia la crisis de 1956. «En la historia del comunismo, la segunda parte del año de 1956 pertenece a los polacos y a los húngaros. Ante todo, es la experiencia de esos dos pueblos la que pone punto final, casi por doquier en Europa, a la gran época mitológica del sovietismo». Es curioso que, a pesar de la gravedad de los hechos, sobre todo en Hungría, haya que esperar aún hasta 1968 -la frustrada «primavera de Praga»- para que la mayor parte de intelectuales de izquierda, en Occidente, dejen de ser prosoviéticos (pero algunos, huérfanos de madre ideológica, se harán maoístas).
Furet trata en el epílogo, de una manera sumaria, la época de Jrushchov. Después, en breves páginas, la de Brézhnev: «La época de Brézhnev, desde mediados de los sesenta, fue, sin duda, en términos materiales, la menos desdichada de la historia soviética de Rusia. Pero también fue la menos legítima: la Unión Soviética invadió Checoslovaquia y ocupó Afganistán; mandó al exilio, aprisionó o deportó a sus disidentes; por último, estaba en manos de una burocracia de ancianos corrompidos… Comienza entonces en el Oeste el sepelio de la idea comunista, que va a durar 30 años. El suceso congregará a su alrededor una muchedumbre inmensa e irá acompañado de lágrimas. Incluso las generaciones jóvenes se integrarán al fúnebre séquito, intentando darle, aquí y allá, visos de renacimiento».
Furet se contenta con señalar las principales etapas de este proceso. No se trata de periodizaciones, sino de algunas épocas o estados de ánimo en las décadas de los sesenta y los setenta, desde el movimiento estudiantil hasta el «socialismo con rostro humano» de Dubcek. Furet es muy certero: «Uno de los secretos de la popularidad de Dubcek entre la izquierda europea en 1968 consiste en encarnar el resurgimiento de la libertad en el interior del partido único, sin dejar así lugar a la aparición de los partidos burgueses». Es la vieja idea marxista, y leninista, de hacer compatible una única cosa -la sociedad ya reconciliada consigo misma- con la diversidad.
Los derechos del hombre y el mercado
Pocas, pero esenciales páginas, para los últimos años del poder soviético. Furet enuncia verdades sencillas, que algunos tacharían de ingenuas, quizá, si su autor no fuese un prestigiosísimo historiador. En realidad, algunas expresiones son enigmáticas. Por ejemplo: «La manera en que se llevó a cabo el proceso de descomposición de la Unión Soviética, y después de su Imperio, sigue siendo un misterio. Es difícil precisar la parte que en ello desempeñaron los designios humanos». ¿Se admite con eso designios no humanos, es decir, divinos? Furet no ofrece ninguna pista más.
Analizando los «factores objetivos» cita: la ruina económica a base de querer seguir en la carrera armamentista, lo que trajo consigo la imposibilidad de satisfacer elementales necesidades sociales; el país «estaba engangrenado por la corrupción, por doquier se veían el cinismo, la embriaguez y la pereza»; Gorbachov, «al suprimir el miedo a hablar suprimió el principio de obediencia».
Y el final: el comunismo ha sido privado de la ambición original, ha sido destruido en cuerpo y alma, pero con eso se ha perdido también una ilusión. Ahora, «privado de Dios, el individuo democrático ve tambalearse sobre sus bases, en este fin de siglo, a la diosa historia: ésta es una zozobra que tendrá que conjurar (…) El fin del comunismo le hace regresar al interior de la antinomia fundamental de la democracia burguesa. Entonces redescubre, como si fueran de ayer, los términos complementarios y contradictorios de la ecuación liberal: los derechos del hombre y el mercado (…) La idea de otra sociedad se ha vuelto algo imposible de pensar y, por lo demás, nadie ofrece sobre este tema, en el mundo de hoy, ni siquiera el esbozo de un concepto nuevo. De modo que henos aquí, condenados a vivir en el mundo en que vivimos».
Pero advierte que «la democracia genera, por el solo hecho de existir, la necesidad de un mundo posterior a la burguesía y el capital, en que pudiese florecer una verdadera comunidad humana». Furet termina con una vaga sospecha: la de que la idea del comunismo vuelva a ser admirada, de otro modo, no soviético, con las figuras familiares de este siglo. Sueño, ilusión o quizá pesadilla.
Comunismo y fascismo
En el capítulo VI de su libro, pp. 222-223, Furet compara la naturaleza y los resortes de los regímenes comunista y nazi.
Bolchevismo y nacionalsocialismo comparten una verdadera religión del poder, profesada en la forma más abierta del mundo. Para conquistar ese poder y para conservarlo son válidos todos los medios, no sólo contra el adversario sino también contra los amigos: todos los medios, incluso el asesinato, práctica corriente de ambos partidos, de ambos regímenes, de ambos dictadores. Sin embargo, hasta ese poder tan inapreciable depende de una lógica superior: el fin que debe realizar, que es el de la historia, escondido en el tumulto de los conflictos y revelado por la ideología. El terror, ya no sólo como respuesta real o imaginaria contra el enemigo, sino como práctica cotidiana de gobierno, destinada a imprimir un temor universal, es inseparable de esta realización del porvenir cuyos secretos posee el Jefe supremo, seguido por el partido.
Poco importa que a la transparencia de la historia y de la razón se le asignen tareas contradictorias en los dos regímenes: la emancipación del proletariado en el uno y el dominio de la raza aria en el otro. No es que la distinción sea insignificante, como es evidente, en el plano filosófico; pero no invalida la posibilidad de comparar la naturaleza y los resortes de ambos sistemas políticos. Por lo demás, es vasto el florilegio de las frases con las cuales Hitler expresa su respeto, cuando no su admiración, por el comunismo estalinista y su jefe. Hitler detesta en el bolchevismo la última forma de la conjura judía, e hizo del combate contra las ambiciones bolcheviques sobre Alemania uno de sus primeros lemas. Pero comparte con los bolcheviques el odio y el desprecio a la democracia liberal, y la certidumbre revolucionaria de que la época de la burguesía ha llegado a su fin. El punto de partida de la conquista judía, sus raíces más profundas están allí, en el liberalismo moderno, y más adelante en el cristianismo, al que los comunistas también intentan desarraigar. El enfrentamiento entre nacionalsocialismo y bolchevismo no se da así en primer lugar en el aspecto ideológico. Por lo demás, Stalin se ha liberado de la vieja guardia, en gran parte judía, de los compañeros de Lenin: Trotski, Zinóviev, Kámenev y Rádek, perseguidos o sometidos desde 1927.
«No es Alemania la que se volverá bolchevique -vaticina Hitler ante Rauschning en la primavera de 1934-, sino el bolchevismo el que se transformará en una especie de nacionalsocialismo. Además, hay más nexos que nos unen al bolchevismo que elementos que nos separan de él. Hay, por encima de todo, un verdadero sentimiento revolucionario, vivo por doquier en Ru-sia, salvo donde hay judíos marxistas. Siempre he sabido dar su lugar a cada cosa y siempre he ordenado que los antiguos comunistas sean admitidos sin demora en el partido. El pequeño burguéssocialista y el jefe sindical nunca serán nacionalsocialistas, pero sí el militante comunista» (2).
Como demuestra lo que sigue del texto, esta comprobación no invalida el deseo de Hitler de atacar un día a Rusia para conquistar las fértiles tierras eslavas: la idea de fundar un imperio germánico ario lo opondrá en forma más segura a Stalin por cuanto la idea de la expansión territorial también forma parte de las preocupaciones políticas de su rival. Mas la existencia de una voluntad común de quebrantar las democracias liberales lleva al Führer a considerar la posibilidad de una alianza provisional con la Rusia de Stalin, al menos mientras vence a Francia. El anuncio está en ese punto en las conversaciones de 1934.
Antes de convertirse en una especie de alianza -la que se concretará en agosto de 1939-, este parentesco inconfesado se manifiesta ya en el terreno como una complicidad conflictiva a lo largo de los años de posguerra. Se debe, para empezar, a una situación general, ya que Alemania y Rusia se encuentran en el bando de los vencidos y, por consiguiente, de los enemigos del Tratado de Versalles: el Komintern espera canalizar la hostilidad alemana al imperialismo francés, y una parte de la extrema derecha alemana, deseosa de avanzar más por el camino abierto en Rapallo, ve con buenos ojos a la joven Unión Soviética. Buenos ojos que pueden ser sólo circunstanciales debido a la fase de posguerra; pero que a menudo encuentran raíces más profundas, tomadas de la cercanía germano-rusa frente a Occidente.
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(1) François Furet. El pasado de una ilusión. Fondo de Cultura Económica. México (1995). 571 págs. 2.950 ptas. (T.o.: Le passé d’une illusion. Ed. Robert Laffont. París, 1995).
(2) Hermann Rauschning, Hitler m’a dit. Confidences du Führer sur son plan de conquête du monde, Coopération, 1939.