Con un teórico control a posteriori
El pasado 30 de noviembre, Holanda se convirtió en el primer país del mundo en el que la eutanasia puede ser considerada legalmente como una causa más de muerte. Por una corta mayoría (37 votos contra 34), el Senado aprobó el proyecto de ley que exculpa a los médicos que practiquen la eutanasia en ciertos casos.
La ley se aplica a tres tipos de situaciones: la eutanasia en sentido estricto (provocar la muerte de un paciente terminal que así lo pide), la ayuda médica al suicidio, y acabar con la vida de pacientes que no pueden expresar su voluntad (dementes, comatosos, recién nacidos con graves minusvalías).
En principio, la eutanasia sigue siendo delito y como tal se mantiene en el Código Penal. Sin embargo, el médico puede aplicarla en casos previstos por la ley, en los cuales se tienen que dar los supuestos de tratarse de una enfermedad grave e irreversible, dolores insoportables y agotamiento de otros recursos. Éstos serían casos de «fuerza mayor», lo que justifica que el autor de un acto prohibido por la ley sea eximido de responsabilidad.
El médico que haya aplicado la eutanasia tendrá que rellenar un informe que se entregará al Ministerio Fiscal, quien comprobará posteriormente si se han cumplido todos los requisitos.
Con esta ley se ha dado carta legal a una práctica tolerada desde los años 80 y reconocida por los tribunales desde 1990 con un procedimiento de declaración igual al que acaba de aprobarse. Hace cuatro años, el informe de la comisión Remmelink, encargada por el gobierno de investigar la práctica de la eutanasia, mostró los siguientes datos: cada año la eutanasia se aplicaba a 2.300 enfermos que la solicitaban y a otros 1.000 incapaces de expresar su voluntad, mientras que en 400 casos el médico facilitaba el suicidio. Algunas voces hicieron notar que las cifras reales debían de ser más altas: era difícil aceptar que los médicos que habían estado realizando actas de defunción manipuladas reflejasen en su respuestas para el informe la realidad de la situación.
Desde que hace dos años se introdujo el procedimiento de declaración ahora sancionado por la ley, el número de casos declarados de eutanasia subió de 454 en 1990 a 1.323 en 1992.
El control del fiscal
La ley, fruto de un compromiso en el seno de la coalición gubernamental entre democristianos y socialistas, despertó sobre todo dos tipos de objeciones entre los senadores reacios a aprobarla. Por un lado, el hecho de que se aplique también a pacientes que no están en condiciones de expresar su voluntad; y por otro, el hecho de que hasta ahora el ministerio fiscal no haya llevado a los tribunales a ningún médico por haber aplicado la eutanasia. Con lo cual da la impresión de que la eutanasia es legal con tal que se entregue el informe preceptivo. De hecho, sólo en un número mínimo de casos se ha abierto una investigación judicial (5 en 1992 y 8 este año).
La mayor parte de las críticas contra la ley provienen de aquellos que la consideran poco liberal. Entre ellos, el colegio nacional de médicos (KNMG), que estima que la situación actual es poco clara, ya que, a pesar de que ningún médico ha sido condenado por aplicar la eutanasia, se sienten poco seguros por el hecho de que siga siendo delito. Entre los que han criticado la ley por no respetar la inviolabilidad del derecho a la vida se encuentran los obispos católicos, la Unión de médicos a favor de la vida, que aboga por desarrollar la medicina paliativa para los enfermos terminales, y una asociación de pacientes, que ofrece a sus miembros clínicas donde no se practica la eutanasia.
Otras voces de protesta han surgido en el extranjero. Así, el Dr. T. Malfliet, presidente del Sindicato Médico Belga, ha recordado un precedente histórico: «Holanda es el segundo país en la historia de Europa -el primero fue la Alemania nazi- que da tal paso. Se dice que es una ley que se aplicará únicamente en los casos límite. Pero si el control que se aplica en los casos de eutanasia es como el que se lleva a cabo en los casos de aborto provocado, significará luz verde para acabar con todas aquellas vidas que no se resistan a ello».
El caso de los enfermos psiquiátricos
La lógica implícita en la admisión de la eutanasia se revela también en el informe que acaba de publicar el Colegio de Médicos sobre «la ayuda al suicidio de los enfermos psiquiátricos». Siempre que se habla de eutanasia se piensa en el caso de enfermos terminales con dolores físicos insoportables. ¿Pero hay que incluir también el sufrimiento causado por problemas psíquicos? La situación ya se ha dado. De hecho, el Tribunal Supremo debe pronunciarse sobre dos casos de médicos que ayudaron a suicidarse a pacientes gravemente depresivos. Los médicos fueron absueltos en primera instancia.
El informe del KNMG afirma que lo importante no es la naturaleza del mal que sufre el paciente, sino su capacidad para «desear la muerte real y lúcidamente». Lo esencial, también en el caso del paciente psiquiátrico, es que «comprenda su situación y mida el alcance de sus decisiones».
A partir de este principio, el informe, que habla de los psicóticos, esquizofrénicos y anoréxicos, admite la posibilidad de cooperación al suicidio si el paciente es consciente de sus actos, aunque sea con una voluntad disminuida; en cambio, lo rechaza en el caso de las personas que sufren de debilidad mental.
Ante la petición de ayuda al suicidio de un paciente psiquiátrico, el deber del médico, dice el informe, será influir terapéuticamente sobre el enfermo, recurriendo si es preciso a un tratamiento forzoso. Si este recurso «ha fallado y ya no hay alternativa», se podrá considerar la petición inicial. Antes de acceder, el médico deberá consultar el caso con otro colega. Después deberá justificar su actuación ante las autoridades sanitarias y, eventualmente, judiciales. Quienes piensan que Holanda está empezando a deslizarse por una pendiente peligrosa encontrarán en este informe un nuevo motivo de alarma.
(Con informaciones de Carmen Montón, desde Amsterdam).¿Existe el derecho a morir?Es frecuente defender la eutanasia apelando al «derecho a morir», basado en la autonomía individual. Leon R. Kass, profesor de la Universidad de Chicago, discute esa tesis en un trabajo publicado en Hastings Center Report (enero-febrero 1993), del que traducimos aquí un fragmento. Lo hace partiendo de los pensadores liberales, ya que dentro de esa tendencia se suele abogar hoy por el derecho al suicidio.
Para los grandes maestros filosóficos de los derechos naturales, la noción misma de derecho a morir sería absurda. Como enseñan Hobbes y John Locke, todos los derechos del hombre, otorgados por la naturaleza, presuponen nuestro apego a la vida, por interés propio. Todos los derechos naturales remiten al derecho primario a la vida, o mejor, al derecho a la auto-conservación, a su vez enraizado en los fuertes impulsos y pasiones de amor propio que tienden a nuestra propia supervivencia, y proclamado en primer lugar contra los regímenes opresores o contra quienes pudieran sostener que la moral me exige ofrecer la otra mejilla cuando amenacen mi vida. (…)
Puesto que la muerte, mi extinción, es el mal que es preciso evitar como condición de posibilidad de que yo tenga todos y cada uno de mis bienes, mi derecho a proteger mi vida contra la muerte -o sea, mi justa libertad para procurar mi propia conservación- es la base de todos los demás derechos y de todo principio moral políticamente relevante. Incluso Hans Jonas, en un trabajo en que defiende «el derecho a morir», reconoce que este derecho es un caso único, y concede que «todos los demás derechos que alguna vez se han defendido, reclamado, garantizado o denegado pueden considerarse derivados de este derecho primario [a la vida], pues todo derecho particular se refiere al logro de algo que presupone la vida, ya sea el ejercicio de alguna capacidad o la satisfacción de alguna necesidad o aspiración» (1). Es evidente que no se puede fundamentar sobre esta base derecho alguno a morir o a obtener la muerte. La vida desea vivir, y necesita toda la ayuda posible.
Mi cuerpo no es tan mío
Con esto no se quiere decir que esos primeros pensadores modernos no fueran conscientes de que los hombres pueden cansarse de vivir o llegar a sentir la existencia como una carga pesada. Pero el debilitamiento de la voluntad de vivir no anula el derecho a la vida, menos aún abre paso a un triunfante nuevo derecho a morir. Pues el derecho a la vida depende de la naturaleza, no de la voluntad. Locke rechaza que haya un derecho natural al suicidio, al tratar del estado de naturaleza: «Es un estado de libertad, pero no un estado de libertinaje; aunque el hombre en ese estado tiene una libertad incontrolable para disponer de su persona o sus posesiones, no tiene libertad para destruirse a sí mismo, ni para destruir ninguna criatura que posea, salvo cuando lo reclame algún uso más noble que su mera conservación» (2).
(…) Algunos sostienen -erróneamente, en mi opinión-, que las tesis de Locke sobre la propiedad se basan en un principio de propiedad sobre uno mismo, que puede, así, usarse para justificar la auto-destrucción: como poseo mi cuerpo y mi vida, puedo hacer con ellos lo que guste. (…) En efecto, Locke dice algo que a primera vista parece sugerir la idea de propiedad sobre uno mismo: «Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores son comunes a todos los hombres, cada hombre tiene propiedad sobre su propia persona; nadie tiene derecho a ella más que uno mismo. Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos son propiamente suyos» (3).
Pero el contexto define y restringe ese derecho. A diferencia de los derechos de propiedad sobre los frutos de su trabajo, la propiedad que tiene un hombre sobre su propia persona es inalienable: un hombre no puede transferir ese título vendiéndose como esclavo. La afirmación de Locke no es una tesis metafísica que establezca la propiedad sobre uno mismo; sino, más bien, una tesis política que niega que uno mismo pueda ser propiedad de otro. Este derecho excluye a todos y cada uno de los seres humanos de los bienes comunes de los que todos los seres humanos pueden apropiarse y hacer uso. Mi cuerpo y mi vida son de mi propiedad sólo en el sentido restringido de que no son tuyos. Son diferentes de mi propiedad enajenable, como mi casa, mi coche, mis zapatos. Mi cuerpo y mi vida, aunque son míos para usarlos, no son míos para desprenderme de ellos. En el sentido más hondo, mi cuerpo no es de nadie, ni siquiera mío.
Ni a petición propia
Aun si se sigue, contra razón, sosteniendo que uno tiene, estrictamente, propiedad sobre sí mismo y poder de disponer de sí mismo, hay otro argumento, que es decisivo. La propiedad sobre uno mismo podría justificar, a lo sumo, el atentar suicidio; pero no puede justificar un derecho a lograrlo ni -lo que es más importante- a la cooperación de otros. Quien sea elegido para cooperar al suicidio no tiene deber ni derecho natural a cooperar, y el Estado liberal, constituido por encima de todo para proteger la vida, no puede en ningún caso aprobar semejante derecho a matar, ni siquiera a petición del interesado. El pensamiento liberal clásico no puede justificar un derecho a morir ni a ser matado.
Tampoco los pensadores posteriores de la tradición liberal, incluidos los que pusieron la libertad por encima de la conservación, admitieron el «derecho a morir». Las quejas de Jean-Jacques Rousseau contra los males de la sociedad civil se centraron especialmente en las amenazas a la vida y a la integridad por parte de un orden social cuyo principal cometido habría debido ser protegerlos. E Immanuel Kant, para quien los derechos se basan no en la naturaleza sino en la razón, sostiene que el acto voluntario de autodestrucción es simplemente contradictorio.
(…) Es realmente irónico que la autonomía, el concepto moral que se debe principalmente a Kant, sea hoy lo que se invoque para justificar el derecho a morir. Para Kant, la autonomía -que literalmente significa ley propia- requiere actuar de acuerdo con el verdadero yo, es decir, de acuerdo con la propia voluntad racional determinada por una máxima universalizable, o sea, racional. Ser autónomo significa no ser esclavo del instinto, los impulsos o el capricho, sino hacer lo que uno debe, en cuanto ser racional. Pero hoy autonomía ha venido a significar «hacer lo que me plazca», algo compatible con la autocompasión no menos que con el autodominio. Aquí se ve claramente el triunfo del yo nietzscheano, que considera a la razón tan esclavizadora como el instinto ciego, y que pone su verdadero «yo» en los actos incondicionados de la pura voluntad creadora.
Autonomía contradictoria
Pero aun en este voluntarista sentido moderno, la «autonomía» no puede fundamentar un derecho a morir. En primer lugar, no se puede justificar sobre esta base un derecho a que otro coopere al suicidio propio; derecho, por cierto, que impondría una obligación a otro y, por tanto, restringiría la autonomía de éste. En segundo lugar, aun si mi decisión de morir fuera «razonable» y la persona elegida estuviera libremente dispuesta a cooperar, mi autonomía no puede fundamentar su derecho a matarme, y, por consiguiente, no puede fundamentar mi derecho a obtener la muerte. Tercero, un derecho de libertad (o sea, un derecho contra la intromisión ajena) a morir con la cooperación de otro puede a lo sumo justificar la cooperación al suicidio o la eutanasia para las personas mentalmente capaces y conscientes: una restricción que prohibiría dar muerte a los pacientes mentalmente incapaces o comatosos que no hayan dejado instrucciones expresas sobre su tratamiento.
Por cierto, es una cuestión muy debatida si hay que obedecer tales instrucciones en todos los casos, pues la persona que las dio hace mucho tiempo puede no ser ya, llegado el momento, «la misma persona». ¿Puedo realmente hoy, a los 53 años, decir qué será lo mejor para mí cuando tenga 75 y esté senil?
En contra de los argumentos presentados en procesos judiciales recientes, es contradictorio sostener que un apoderado no escogido por el paciente pueda ejercer los derechos de autonomía del paciente. ¿Puede tener un ciudadano un derecho a voto que fuera ejercido irrevocablemente «en su lugar», y en nombre de su autonomía, por el Estado? Por la misma razón resulta vano el intento de fundamentar un derecho a morir en el llamado derecho a la intimidad [privacy]. Un derecho a decidir por uno mismo sobre el propio cuerpo, en la esfera privada, libre de intromisión estatal, no puede servir de base al derecho de otro, designado o amparado por el Estado, a poner fin a la vida de uno. Finalmente, si la autonomía y la dignidad se basan en el libre ejercicio de la voluntad y la capacidad de elegir, es al menos paradójico decir que nuestra autonomía justifica un acto que la suprime definitivamente.
Es precisamente esta paradoja lo que apela al yo creador nietzscheano, el sujeto de tantos de los «nuevos derechos» que se reclaman en este siglo. (…) El más auténtico yo autocreador se deleita en lo impredecible, lo extremo, lo perverso. Ni siquiera retrocede ante la contradicción; más aún, puede exhibir el triunfo de su voluntad especialmente en la auto-negación. Y aunque quizá nos subleve, ¿quién puede negarle esta forma de auto-expresión? Sumamente tolerantes con los derechos de otros a sus propias excentricidades, desviamos la mirada. Éste es, en definitiva, el único fundamento filosófico posible de un derecho a morir: la voluntad arbitraria, apoyada en el relativismo moral. Es decir, ningún fundamento.
_________________________(1) Hans Jonas, «The Right to Die», Hastings Center Report, n. 4/1978.(2) John Locke, Second Treatise on Civil Government, II, 6.(3) Ibid., V, 27.