Con la muerte de Jacques Derrida desaparece una de las voces más notorias del panorama intelectual (filosofía, crítica literaria, ensayismo) del último cuarto del siglo XX.
Con la muerte de Jacques Derrida (1930-2004) el pasado día 8 de octubre desaparece una de las voces más notorias del panorama intelectual (filosofía, crítica literaria, ensayismo) del último cuarto del siglo XX. Esta afirmación no necesita demostración. Basta con recurrir al procedimiento tan en boga de la medición del volumen de citas (en Internet, por ejemplo) para comprobarlo. Por mi parte, las dos ocasiones que tuve de coincidir con él, una conferencia suya en la Residencia de Estudiantes de Madrid y, poco después, un congreso celebrado en noviembre de 1998 en la Universidad de Valencia, me dieron la oportunidad de confirmarla (si hubiera hecho falta). Pertenecía al grupo de personas que llegan a hacerse un hueco en el mundo de la cultura, semejante al que tienen ciertos futbolistas para sus «hinchas» o determinados cantantes para sus «fans».
Su nombre ha ido unido a la hipótesis de la «desconstrucción» (o «deconstrucción», como se prefiera), es decir, la afirmación de que todo texto remite a otro y éste a otro en una serie indefinida. Aceptar que, a pesar de los pesares, de todos los malentendidos, los seres humanos podemos comprender lo que nos dicen otros en su propio sentido y nos podemos hacer comprender de la misma manera sería, según Derrida, un «prejuicio teológico», pues supone el optimismo de que existe la garantía de Dios, única que no pueden admitir quienes, como él, se insertan en la corriente del llamado pensamiento moderno que se resume en la conocida referencia de Woody Allen: «Dios ha muerto, el hombre ha muerto y yo mismo no me encuentro nada bien».
Derrida había nacido en Argelia el 15 de julio de 1930, donde padeció de niño discriminación por ser judío, y se ha relacionado después de una manera no siempre fácil con el mundo en ebullición intelectual del París de 1960 en adelante. Sin embargo, a partir de 1970 influye en los Estados Unidos de una manera masiva y muchas veces (a su pesar) degradada, sobre todo en el campo de la crítica literaria. En efecto, innumerables «scholars» de medio pelo creen encontrar una patente de corso en la desconstrucción y, en su nombre, interpretan y reinterpretan cualquier texto sin discernimiento alguno: lo mismo da «El Quijote» que un texto de la prensa «chicha».
Umberto Eco tomaba un tanto a broma tamaños dislates en su obra «Los límites de la interpretación». Cuenta que Derrida le había escrito en 1984 una carta comunicándole que estaba creando con unos amigos un Colegio Internacional de Filosofía y pidiéndole una carta de adhesión. «Apuesto que Derrida asumía que yo debía asumir que él decía la verdad, que yo debía leer su programa como un mensaje unívoco (…) y que la firma que se me pedía iba a ser tomada en serio».
La tesis de Steiner
Al principio de su libro «Presencia reales» (1989), otro intelectual judío famoso y contemporáneo, George Steiner, describe muy bien el clima intelectual del que Derrida es paradigma: «Continuamos hablando de que el sol sale y se pone. Como si el modelo copernicano del sistema solar no hubiese reemplazado definitivamente el sistema de Tolomeo. Nuestro vocabulario, nuestra gramática están poblados de metáforas vacías de sentido, de figuras desgastadas del lenguaje. Éstas se perpetúan con tenacidad en la carpintería, en los recovecos de nuestro hablar de todos los días. Se agitan como viejos harapos o como espectros que merodean por el desván. Por este motivo, los hombres y mujeres bienpensantes -particularmente en la realidad científica y tecnológica de Occidente- continúan refiriéndose a Dios. Por este motivo el postulado de la existencia de Dios se mantiene en un tan gran número de giros y alusiones espontáneas. Ninguna reflexión, ninguna creencia plausible que garantice Su presencia. Ninguna prueba inteligible tampoco. Si Dios se aferra a nuestra cultura, a nuestro discurso rutinario, es bajo la forma de un fantasma gramatical, de un fósil anclado en la infancia del lenguaje racional: eso es lo que piensa Nietzsche y más de uno tras él».
Y continúa Steiner: «Este ensayo sostiene la tesis opuesta. Propone que toda comprensión coherente de la naturaleza y del funcionamiento del lenguaje, que todo examen coherente de la capacidad que tiene el lenguaje humano de comunicar sentido y sentimiento, están fundamentados, en último término, en la hipótesis de la presencia de Dios».
Me parece que el resumen de Steiner evoca muy bien el del desaparecido Derrida (a quien, desde luego, no menciona) y lo contextualiza, indicando el camino alternativo en el conflicto de la crisis de la conciencia del primer mundo en los inicios del tercer milenio.