XII Jornadas Mundiales de la Juventud
Juan Pablo II sugirió grandes compromisos a una multitud entusiasta de jóvenesLa multitudinaria asistencia a las XII Jornadas Mundiales de la Juventud, celebradas en París del 18 al 24 de agosto, ha superado todas las previsiones. La Misa de clausura, con la asistencia de más de un millón de personas, ha sido la mayor reunión religiosa en Francia desde la II Guerra Mundial. Los primeros análisis destacan, sorprendidos, la emergencia de un catolicismo desacomplejado, de un sector importante de jóvenes -creyentes o en búsqueda- interesados por la fe cristiana. Tiempo habrá de sacar conclusiones. A diferencia de quienes piensan que sólo se puede atraer a los jóvenes con un discurso complaciente, Juan Pablo II les ha propuesto tareas comprometedoras e ilusionantes. Seleccionamos algunas de estas metas que el Papa ha planteado a los jóvenes en estos días.Servir es el camino de la felicidad
«La ley de Cristo es la ley del amor. Transformadora del mundo, a la manera de un fermento, desarma a los violentos y reserva un lugar para los débiles y los pequeños, llamados a anunciar el Evangelio. El Espíritu que ha recibido el discípulo de Cristo le impulsa a ponerse al servicio de sus hermanos, en la Iglesia, en la familia, en la vida profesional, en las diversas asociaciones y en la vida pública, nacional e internacional. Este modo de vivir es, en cierto sentido, el bautismo y la confirmación continuadas. Servir es el camino de la felicidad y de la santidad: nuestra vida se convierte así en un itinerario de amor a Dios y a nuestros hermanos.
«(…) ¡Que el amor y el servicio sean los principios de vuestra vida! En el sacrificio de vosotros mismos descubriréis lo que habéis recibido, y recibiréis, a vuestra vez, el don de Dios!
«En los ámbitos sociales, científicos y técnicos, la humanidad os necesita. Procurad perfeccionar sin cesar vuestras cualificaciones profesionales, a fin de desempeñar vuestro oficio con competencia; a la vez, no descuidéis profundizar vuestra fe, que iluminará todas las decisiones que tengáis que tomar, en bien de vuestros hermanos, en vuestra vida personal y en vuestro trabajo.
«(…) Con vuestro apostolado, proponéis a vuestros hermanos el Evangelio de la caridad. Allí donde el testimonio de la palabra es difícil o imposible en un mundo que no lo acepta, con vuestra actitud hacéis presente a Cristo que sirve, pues vuestra conducta está en armonía con la enseñanza de aquel a quien anunciáis. Esta es una forma eminente de confesar la fe, que los santos han practicado con humildad y perseverancia. Es un modo de mostrar que se puede sacrificar todo a la verdad del Evangelio y al amor de los hermanos, a ejemplo de Cristo». (21 de agosto: Encuentro con los jóvenes en el Champ de Mars).
La miseria no es una fatalidad
«Frédéric Ozanam amaba a todos los desamparados. Desde su juventud, comprendió que no bastaba hablar de la caridad y de la misión de la Iglesia en el mundo: eso debía traducirse en un compromiso efectivo de los cristianos al servicio de los pobres. (…) A la edad de veinte años, con un grupo de amigos, crea las Conferencias de san Vicente de Paúl, cuyo fin era la ayuda a los más pobres. (…) Comprende que la caridad debe conducir a esforzarse para cambiar lo que es injusto. Caridad y justicia van de la mano. Tuvo el coraje lúcido del compromiso social y político de primer plano en una época agitada de la vida de su país, pues una sociedad no puede, sin perjuicio de su honor, aceptar la miseria como una fatalidad. (…) Invito, pues, a los laicos, y en particular a los jóvenes, a dar muestra de valentía y de imaginación para trabajar en la edificación de sociedades más fraternas, en las que se reconozca la dignidad de los más desfavorecidos y encuentren los medios de una existencia respetable». (22 de agosto: Homilía en la beatificación de Frédéric Ozanam).
Formarse para ser testigos del Evangelio
«El Espíritu Santo os envía (…) a proclamar en vuestros países las obras de Dios y a ser testigos ardientes del Evangelio de Cristo entre los hombres de buena voluntad, hasta los confines de la tierra. La misión que se os confía exige que, a lo largo de vuestra vida, dediquéis el tiempo necesario a vuestra formación espiritual y doctrinal, a fin de profundizar vuestra fe y convertiros, a vuestra vez, en formadores.
«(…) Que Cristo os conduzca, con caridad fraterna, al encuentro de hombres y mujeres de otras convicciones religiosas o intelectuales para fomentar el conocimiento auténtico y el respeto mutuo.
«(…) Queridísimos jóvenes, la Iglesia os necesita, necesita vuestra dedicación al servicio del Evangelio. También el Papa cuenta con vosotros. ¡Acoged el fuego del Espíritu del Señor para que seáis ardientes heraldos de la Buena Nueva!». (23 de agosto: Homilía de la Misa para el Foro de los Jóvenes).
La fe y la rectitud moral deben ir unidas
«Al recibir el santo crisma, os comprometéis con todas vuestras fuerzas a hacer crecer pacientemente el don recibido mediante la recepción de los sacramentos, en particular la Eucaristía y la Penitencia, que sostienen en nosotros la vida bautismal. Los que habéis sido bautizados dais testimonio de Cristo procurando llevar una vida recta y fiel al Señor, que conviene mantener mediante la lucha espiritual y moral. La fe y el obrar moral van unidos. En efecto, el don recibido nos lleva a una conversión permanente, para imitar a Cristo y corresponder a la promesa divina. La palabra de Dios transforma la vida de los que la acogen, porque es la regla de la fe y de la conducta. Los cristianos, que quieren respetar los valores esenciales en su existencia, experimentan a menudo el sufrimiento que pueden exigir las decisiones morales, a veces heroicas, opuestas a las corrientes dominantes. Pero este es el precio de la vida bienaventurada con el Señor. Queridos jóvenes, este es el precio de vuestro testimonio. Cuento con vuestra valentía y vuestra fidelidad.
«(…) El Bautismo y la Confirmación no nos apartan del mundo, pues compartimos las alegrías y las esperanzas de los hombres de hoy y aportamos nuestra contribución a la comunidad humana en la vida social y en todos los terrenos científicos y técnicos. Gracias a Cristo, estamos cerca de todos nuestros hermanos y estamos llamados a manifestar el profundo gozo que da vivir con Él. El Señor nos llama a cumplir nuestra misión allí donde estamos». (23 de agosto: Vigilia bautismal en el Hipódromo de Longchamp).
El deseo de Dios
«El hombre busca a Dios. El joven comprende en el fondo de sí mismo que esta búsqueda es la ley interior de su existencia. El ser humano busca su camino en el mundo visible; y, a través del mundo visible, busca lo invisible a lo largo de su itinerario espiritual. (…) Cada uno de nosotros tiene su historia personal y lleva en sí mismo el deseo de ver a Dios, un deseo que se experimenta al mismo tiempo que se descubre el mundo creado. Este mundo es maravilloso y rico, y despliega ante la humanidad sus innumerables riquezas, seduce, atrae a la razón tanto como a la voluntad. Pero, a fin de cuentas, no llena el espíritu. El hombre advierte que este mundo, con la diversidad de sus riquezas, es superficial y precario. (…)
«Cuanto más larga es su vida, más siente el hombre su propia precariedad, más se plantea la cuestión de la inmortalidad: ¿qué hay más allá de la frontera de la muerte? Entonces, en el fondo de su ser surge la pregunta planteada a quien ha vencido a la muerte: ‘Maestro, ¿dónde habitas?’. Maestro, tú que amas y respetas a la persona humana, tú que has compartido el sufrimiento de los hombres, tú que esclareces el misterio de la existencia humana, haznos descubrir el verdadero sentido de nuestra vida y de nuestra vocación.
«(…) ‘Maestro, ¿dónde habitas?’. La Iglesia nos responde cada día: Cristo está presente en la Eucaristía, el sacramento de su muerte y de su resurrección. En ella y por ella, reconocéis la morada del Dios vivo en la hisotria del hombre. Pues la Eucaristía es el sacramento del amor vencedor de la muerte; es el sacramento de la Alianza, puro don de amor para la reconciliación de los hombres; es el don de la presencia real de Jesús, el Redentor, en el pan que es su Cuerpo entregado, en el vino que es su sangre derramada por la multitud. (…)
«En la Nueva Alianza, la elección de Dios se amplía a todos los pueblos de la tierra. En Cristo, Dios ha escogido a toda la humanidad. (…) Nuestro encuentro en esta Jornada internacional de la Juventud, ¿no ilustra esta verdad? Todos vosotros, aquí reunidos, llegados de tantos países y continentes, sois testimonio de la vocación universal del Pueblo de Dios rescatado por Cristo. La última respuesta a la pregunta ‘Maestro, ¿dónde habitas?’ debe ser oída así: yo habito en todos los seres humanos salvados». (24 de agosto: homilía en la Misa en el Hipódromo de Longchamp).
Una entrevista con el Papa en «La Croix»El coraje de ser cristiano en toda la vida Con ocasión de las XII Jornadas Mundiales de la Juventud, Juan Pablo II ha concedido una entrevista al diario La Croix (20-VIII-97). A excepción de algunos encuentros con la prensa y de coloquios informales con los periodistas que siguen sus viajes, hay pocos precedentes de entrevistas propiamente dichas con el Papa.
A la pregunta de por qué las Jornadas de la Juventud despiertan tanto interés entre los jóvenes, Juan Pablo II explica: «Los jóvenes llevan en sí un ideal de vida; tienen sed de felicidad. Por su acción y su entusiasmo, los jóvenes nos recuerdan que la vida no puede ser simplemente una búsqueda de riqueza, de bienestar, de honores. Nos revelan una aspiración más profunda que todo hombre lleva en sí mismo, un deseo de vida interior y de encuentro con el Señor, que llama a la puerta de nuestro corazón para darnos su vida y su amor. Sólo Dios puede llenar el deseo del hombre. Sólo en Él los valores fundamentales encuentran su origen y su sentido último. No todas las opciones valen lo mismo, aunque, según la mentalidad dominante, todo vale, independientemente del sentido moral de los actos. Los jóvenes son arrastrados a veces en esta confusión, pero saben reaccionar; no cesan de decirnos que esperan de los adultos el testimonio de una vida recta y bella».
¿Y qué espera el Papa de los jóvenes? «Espero de ellos que movilicen su generosidad, su inteligencia y su energía para hacer el mundo más hospitalario para todos, que se pongan al servicio de la felicidad y de la dignidad de sus hermanos y hermanas; que sepan que darse a los demás será para ellos un modo de alcanzar su pleno desarrollo. Espero de los jóvenes cristianos que descubran cada vez más ‘la anchura y la longitud, la altura y la profundidad’ del misterio de Cristo (Ef 3, 18) y la belleza de su condición de hijos de Dios; que desempeñen plenamente su papel activo y responsable en la Iglesia y en la sociedad; que sean testigos convincentes del Amor con que Dios nos ama haciendo ellos mismos de su vida un don».
El testimonio de una minoría
Pero, ¿cómo ser testigos cuando los católicos en Europa occidental son una minoría? Juan Pablo II recuerda que la cuestión se planteaba ya en los orígenes del cristianismo, como se ve en la Epístola a Diogneto: los discípulos no se distinguen de los demás hombres por sus costumbres ni por su género de vida, sino «por las leyes sobre las que se basa su manera de vivir». Los cristianos «están en el mundo; están atentos a las alegrías y sufrimientos de sus hermanos, (…) están contentos de participar en el progreso de la humanidad, en todos los campos en que trabajan. Se alegran de los avances científicos y técnicos, pero mantienen un discernimiento crítico. En efecto, los cristianos recuerdan sin cesar que toda elección personal o colectiva de los hombres en el mundo debe hacerse en función del ser humano, que es una persona y el centro de la vida social».
Por otra parte, «el compromiso de seguir a Cristo va unido al deseo de darlo a conocer, como hicieron los primeros discípulos», de compartir esta felicidad con los que nos rodean. Juan Pablo II precisa que el anuncio del Evangelio es compatible con el respeto de las conciencias. «No se obstaculiza la libertad personal cuando se proclama: ‘He encontrado a Cristo. Pertenezco a la Iglesia’. La libertad religiosa es ante todo el respeto recíproco de las creencias y de las prácticas religiosas de las personas y de las comunidades. Un país es un lugar de paz y de convivencia en la medida en que -protegiendo a las personas de los riesgos físicos, morales o espirituales que les hacen correr ciertos grupos- se deja a cada uno la posibilidad de desarrollar su vida espiritual y de adherirse a Cristo y a la Iglesia. Más aún, en una sociedad, permitir que cada uno tenga los medios de profundizar en su itinerario espiritual es una fuente de desarrollo social. Pues toda persona que desarrolla su ser profundo se preocupa, al mismo tiempo, por su hermanos».
El hecho de encontrarse en minoría en muchas regiones puede llevar a los cristianos, dice Juan Pablo II, a un tipo de martirio (palabra griega que significa testimonio): «el coraje de ser cristiano en todos los campos de la vida: en el trabajo, en la pareja, en la familia. La vida del discípulo lleva a no conformarse a la mentalidad del ambiente, precisamente a causa del amor por el Señor. Vemos que la vida cristiana consiste en manifestar a Aquel que vive en nosotros, a Cristo, que nos revela la verdad completa, fuente de felicidad; la vida cristiana exige también el compromiso de amar a sus hermanos y de hacer prevalecer las virtudes. Vivir una vida exigente interpela. Puede ser una forma extrema de testimonio. Es la consecuencia suprema del amor al Señor».
La aspiración a una ley moral universal
Otra de las preguntas se refiere a la mundialización, que lleva a diluir las identidades nacionales, y, como reacción, a la emergencia de nacionalismos a ultranza. Juan Pablo II advierte que las técnicas de comunicación dan una dimensión mundial sólo a una parte de la vida económica y cultural. Pero, «lo que es mundial, ante todo, es un patrimonio común, yo diría, el hombre, con su naturaleza específica, y toda la humanidad, con su sed de libertad y de dignidad. Me parece que es a ese nivel en el que se debe hablar en primer lugar de un movimiento de mundialización, aunque sea menos visible y todavía encuentre obstáculos. Pero, desde la Segunda Guerra Mundial, la Declaración Universal de los Derechos Humanos testimonia la aspiración general a reconocer una ley moral universal -nosotros hablamos de ley natural-, sin la cual el mundo estaría privado de sentido y se perdería de vista el valor de la vida.
«A este nivel, el patrimonio común de la humanidad no es contradictorio con las especificidades nacionales de los pueblos. La diversidad cultural es evidentemente una riqueza. (…) El amor de los grupos humanos a su lengua y a sus tradiciones no les impide acoger lo que viene de fuera. Sabemos bien que una persona no alcanza su plena dimensión sino en relación con los otros; de modo análogo, ¿no se podría decir que un pueblo no puede desarrollar su ‘personalidad’ más que en relación con los otros pueblos? En las condiciones actuales, el repliegue sobre sí mismo es prácticamente ilusorio y los nacionalismos exacerbados llevan a choques terribles, como hemos visto estos últimos años».
En la mundialización, concluye el Papa, «lo que importa ante todo es que el hombre prime sobre la economía y sobre el mercado, que la legítima concurrencia no asfixie la solidaridad a la más amplia escala».
Tolerancia en el cementerio
La visita del Papa a la tumba de su amigo el profesor Jérôme Lejeune ha servido para comprobar una vez más dónde están hoy los gérmenes de la intolerancia. En la Francia de los derechos humanos parece que debería respetarse el derecho de una persona a rezar en la tumba de un amigo sin necesidad de pedir permiso a nadie. Y así lo han comprendido casi todos. Pero un sector minoritario de los profesionales de la tolerancia han visto ahí una «provocación», un «gesto inamistoso» o, incluso, una incitación a «acciones violentas» por parte de los que «no respetan» la ley del aborto.
Quizá no es superfluo recordar que el profesor Jérôme Lejeune fue un ardiente defensor del derecho a la vida, con su ciencia y su acción ciudadana, siempre con medios pacíficos y dentro de la ley. Por tanto, hablar de él como de un farouche (feroz) adversario del aborto, es tanto como calificar al nuevo beato Frédéric Ozanam como un farouche adversario de la pobreza. Ciertamente, ninguno de los dos se conformó ante algo que parecía normal en su tiempo, pero que era profundamente injusto. Y los dos reaccionaron luchando contra la exclusión de los más débiles, ya fuera de los excluidos de los bienes terrenos o de excluidos del derecho a la vida.
El gesto del Papa molesta de tal modo a estos fundamentalistas del aborto que les hace olvidar sus propios argumentos. Mientras justifican el aborto invocando el respeto a la libre autodeterminación de la mujer, consideran injustificable que un hombre decida visitar la tumba de un personaje que ellos preferirían olvidar. Defienden el derecho a escoger, pero querrían censurar lo que escogen otros. Aseguran que están defendiendo la tolerancia, pero no toleran que alguien defienda la postura contraria aunque sea con un gesto. Se presentan como los paladines del pluralismo, pero temen que el pluralismo se utilice para reabrir un debate que consideran zanjado.
Juan Pablo II, como de costumbre, sin atender a las críticas, ha hecho lo que pensaba que debía hacer: rendir homenaje a un amigo que tanto se distinguió en la defensa de la vida. Y es absurdo que alguien pretenda negarle ese derecho. En cuestión de cementerios, uno de los signos de los fanáticos -también a veces en Francia- ha sido profanar las tumbas de los enemigos. Pero ir a rezar a las tumbas sólo puede molestar a los intolerantes.
Ignacio Aréchaga