Gerard Baker (Financial Times, 16 octubre 2003) sostiene que Juan Pablo II merece ser recordado con el título de Magno, como sus predecesores León I (440-461) y Gregorio I (590-604), los dos únicos Papas llamados así.
Ahora bien, señala Baker, el juicio de la historia suele hacerse esperar algún tiempo, y lo más común es que las grandes figuras solo sean reconocidas después de su muerte. La razón es que «el liderazgo genuinamente magno exige ir contra la corriente dominante, cuestionar las ideas convencionales, contestar los postulados de los que modelan el debate público».
«En gran parte de Occidente, el Papa sigue siendo, aun en el declive de su vida, una de las figuras más odiadas por las autonombradas elites liberales. Para muchos de sus críticos europeos, que ven el mundo a través las gafas de su nirvana post-religioso, a veces el problema parece ser que el Papa es… en fin, demasiado religioso». Baker menciona algunos de los principales cargos contra el Papa: no ceder en la doctrina de la Iglesia sobre aborto, contracepción, divorcio, homosexualidad.
Pero «mantenerse firme y defender la verdad contra la corriente dominante nunca ha sido gran problema para este Papa. De joven resistió a los nazis, siendo obispo de mediana edad plantó cara a los comunistas. Los intelectuales liberales de principios del siglo XXI no van a quitarle el sueño».
«A la vista de este extraordinario cuarto de siglo, sostengo que este combativo y compasivo sacerdote no tiene rival como candidato al título de líder más importante de nuestra época». Y no simplemente, precisa Baker, por su influencia en la transformación de Europa del este, o por su condena del capitalismo salvaje, o su extraordinario esfuerzo ecuménico; méritos que le acreditan -cualquiera de ellos- como líder religioso excepcional. «La verdadera razón por la que las generaciones futuras aclamarán a este Papa como un hombre para toda la humanidad, los creyentes y los no creyentes, está en las posturas que ha adoptado, esas mismas que le han atraído tantas burlas en Europa y Estados Unidos. A lo largo de toda una vida de lucha personal y a lo largo de un pontificado que ha durado una generación, Juan Pablo II ha dado testimonio inquebrantable de la proposición fundamental que sitúa el respeto a la dignidad de la vida en el centro del progreso humano. Que toda vida es sagrada, y no se puede desecharla, ya sea en las piras del campo de concentración, o en el anonimato del Estado totalitario, o con la cómoda facilidad de la probeta y de la jeringa de la eutanasia».
«Su coherente rechazo de la cultura de la muerte ha sido la verdadera teología de la liberación de los tiempos modernos. Su insistencia en la adhesión a la doctrina no es un obstinado y anacrónico celo por su autoridad o la de la Iglesia, sino una enérgica reafirmación del mensaje evangélico».
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