El 25 aniversario de la elección de Juan Pablo II ha suscitado numerosos comentarios que ponen de relieve su figura y la trascendencia de su pontificado. Ofrecemos una selección, empezando por un artículo de Marco Politi en La Repubblica (28 septiembre 2003) sobre la serenidad con la que Juan Pablo II afronta el fin de su vida.
«Non omnis moriar no moriré totalmente». En el crepúsculo de su existencia, el Papa eslavo vuelve con el recuerdo a la melancólica sabiduría de Horacio. A sus amigos, que no saben cómo transmitirle la preocupación por su fragilidad, Karol Wojtyla recita de improviso un verso de las Odas. El hombre venido de lejos recupera del tesoro de los recuerdos la cita clásica y pilla desprevenidos a sus íntimos que, como discípulos, están a su alrededor.
Sucedió hace pocos días. Los fieles, el mundo entero se preguntaban ansiosos por el futuro de este pontificado. En el estudio del Papa sus colaboradores más queridos buscaban las palabras adecuadas para manifestar su preocupación y él, el chico de Wadowice transformado en Romano Pontífice, acurrucado en su silla de ruedas ha movido un poco la cabeza y de golpe ha exclamado con voz profunda: «Non omnis moriar ».
El estudiante Karol Wojtyla sacaba muy buenas notas en latín. (…) Ahora, cuando en el palacio apostólico se alargan las sombras de la tarde, Juan Pablo II vuelve a aquella lengua de Roma que -no lo sabía cuando era un joven estudiante de bachillerato- le acompañaría durante toda la vida, como un destino.
No estaba triste, no estaba desanimado Wojtyla el otro día cuando citó al gran Horacio. Lo dijo con aquel tono sereno muy suyo en el que a menudo aflora el destello de una irónica autoconciencia. «Non omnis moriar ». El resplandor de un relámpago que rasga el velo del futuro. Porque el verso del tercer libro de las Odas de Horacio sigue así: «no moriré del todo y mucha parte de mí se salvará de Libitina». Esta oscura divinidad etrusca, Libitina, es recordada en la antigüedad como diosa de la muerte.
Pero Juan Pablo II nunca ha tenido miedo a la muerte. «Los años pasan deprisa, la muerte se acerca a cada uno de nosotros inexorablemente», escribió con sinceridad a sus compañeros de edad en la Carta a los ancianos cuando terminaba el milenio. Pero enseguida añadía: «A pesar de las limitaciones conservo el gusto por la vida», porque la vida es un don «demasiado hermoso y precioso para que nos podamos cansar de él».
El secreto de Wojtyla, ese secreto que lo acompaña desde los disparos de Ali Agca en adelante y lo acompaña también ahora en esta estación incierta, está en su místico abandonarse en el Señor. Ya hace nueve años, en París, su actitud firme y serena llamó la atención de los cardenales franceses. Una noche fue él mismo, personalmente, quien afrontó el argumento durante una cena. Muchos males lo habían agredido ya, pero el pontífice -confesó el cardenal Jean-Marie Lustiger- «habla de la muerte con ligereza y con la sonrisa en los labios».
El purpurado explicó que el Papa «monta guardia en el puesto que le ha sido confiado, sabiendo que un día será liberado de esta misión». (…)
Está sereno. Angelo Sodano, el cardenal secretario de Estado que representa la sombra fiel del pontífice, describe bien la atmósfera que reina en torno a Juan Pablo II en este otoño. «Se trabaja con serenidad, en el surco de la tradición». En los grandes momentos, la Santa Iglesia Romana reúne sus fuerzas e infunde disciplina a sus hijos. Es de nuevo el cardenal Lustiger el que nos revela los pensamientos más íntimos de Wojtyla. «Están aquellos que quieren hacerlo todo antes del fin, y los que declaran después de mi vendrá el caos. El Santo Padre no es de ninguno de estos. Para él cuenta la vida de la Iglesia».
Ayer, en la Misa en memoria de Pablo VI y del papa Luciani, Juan Pablo II recordó a los fieles y a sus hermanos obispos y cardenales que la Iglesia, incluso cuando sufre, «no tiene miedo, no se cierra en sí misma, sino que se fía del Señor». El cristiano tiene menos miedo todavía. Porque, silabeó el pontífice en la gran basílica, «ninguno vive para sí, ninguno muere para sí, sea que vivamos, sea que muramos, nosotros somos de Cristo».
Y Wojtyla ciertamente se siente de Cristo, le está dedicando hasta el último aliento de su existencia. «Nos sostiene la esperanza -dijo lentamente- de que un día, también nosotros podremos encontrar el Juez misericordioso, en el Paraíso, junto con María».
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