Contrapunto
En España, el proyecto de la llamada Ley del Alcohol se venía abajo estruendosamente sólo un día antes del Miércoles de Ceniza. La medida pretendía imponer restricciones a la publicidad de bebidas alcohólicas incluyendo limitaciones de consumo, algunas de las cuales ya se aplican en varias comunidades autónomas. El objetivo confesado de la ley era proteger la salud de los menores al favorecer el retraso en su iniciación al consumo de alcohol, que hoy está en 13,7 años, según datos de Sanidad correspondientes a 2004. La iniciativa contaba con el apoyo de las asociaciones de consumidores y profesionales sanitarios, pero ha tropezado con la oposición de los productores.
Las cifras de consumo de alcohol entre los adolescentes son desde luego preocupantes. Según la Encuesta Escolar del Plan Nacional sobre Drogas, el porcentaje de estudiantes de 14 a 18 años que admiten haberse emborrachado en los 30 días anteriores al estudio era ya el 27% en 2004.
Esta medida y otras de parecido cuño, como la ley antitabaco, las que previenen la obesidad, o las referidas a los hábitos sexuales, ponen de manifiesto la nueva moral pública de lo saludable. La borrachera no es mala porque anule la racionalidad humana, sino porque tiene efectos perjudiciales para la salud; el problema de la promiscuidad sexual no es que falsee las relaciones humanas o resquebraje interiormente al que la ejerce, sino que conlleva riesgos de infecciones; los efectos psicotrópicos de la droga importan menos que las consecuencias para la salud.
Esta moral de fines sanitarios acaba reflejando graves contradicciones. Así, mientras el ministerio de Sanidad ataca con buena voluntad la intemperancia adolescente en consumo de alcohol, grasas o tabaco, fomenta la falta de moderación en las relaciones sexuales con campañas de prevención del «sexo seguro» que han aumentado la promiscuidad (ver Aceprensa 91/06). Se pretende que quien es incapaz de controlar sus pulsiones en un aspecto lo haga en otros, algo especialmente ingenuo a una edad en la que las hormonas se disparan. Llevado a la caricatura, podríamos llegar a prohibir las películas de John Ford en horario infantil porque beben cerveza o salen tipos fumando, mientras la pornografía campa a sus anchas en los medios.
Más difícil, pero más eficaz, es educar a los adolescentes -y a los mayores- en lo que los clásicos llamaban templanza. Este hábito modera la natural tendencia hacia el placer sensible -en la comida, la bebida, el sexo- para poner orden en el interior de la persona. En esta línea se mueve la acción educadora de la Iglesia católica.
Los obispos irlandeses acaban de publicar al comienzo de la Cuaresma una carta titulada «Alcohol, el desafío de la moderación». También en Irlanda el creciente consumo de alcohol se considera un reto a todos los niveles. Los prelados proponen a los fieles como primera medida que se «abstengan de alcohol durante la Cuaresma» y animen a familiares y amigos a beber menos, para «encontrar el modo de que no sea destructivo o dañino, para disfrutar el alcohol como un don de Dios».
Lo difícil es exaltar estilos de vida propios de la cultura del Carnaval, sin llamar a la templanza ni en Cuaresma, y pretender que resulte una vida sana.
Al final, esta moral de lo saludable acaba queriendo imponer la templanza por ley. Con la idea de que no somos capaces de encauzar nuestras pulsiones y por lo tanto no se nos puede pedir cuentas por sus consecuencias, se despoja a la libertad de la responsabilidad. La única manera de limitar los resultados evidentemente lamentables de esa libertad desenfrenada es la prohibición por decreto y una regulación a veces superprotectora. Todo sería mucho más razonable si los que promueven esa ética reflexionaran sobre el hecho de que no parece casual que haya una correlación entre virtudes fundamentales y estilos de vida saludables. Nos recuerda que aquéllas no son convenciones arbitrarias. Quizá transformando el malicioso dicho, se pueda decir que todo consumo sin medida engorda… y es pecado.
Agustín Alonso-GutiérrezACEPRENSA