El debate de los cultivos transgénicos
El debate sobre las plantas genéticamente modificadas arrecia en distintos frentes. Las multinacionales de la agricultura invocan la libertad de comercio para quitar obstáculos a los cultivos transgénicos, mientras que algunos grupos ecologistas aseguran que comportan riesgos para la salud y el medio ambiente. Los científicos se quejan de que en la polémica predomine el alarmismo sobre los datos y la información. Algunos gobiernos han decidido imponer que los supermercados y restaurantes especifiquen la presencia de productos transgénicos; y sigue sin haber una convención internacional sobre la comercialización de estos productos.
A cualquiera le resulta familiar y natural una tortilla de patatas, con sus tubérculos, sus huevos de gallina ponedora y su aceite de oliva. Pero nadie cae en la cuenta de que estos productos, al fin y al cabo, son artificiales. Dicho de otro modo, no germinan así de la naturaleza. Los habitantes de la América precolombina lograron neutralizar -por cruzamientos- una toxina que hacía amarga la patata. De igual modo, en la llamada «revolución verde» del Neolítico, los asentamientos humanos transformaron especies vegetales silvestres para convertirlas en «cultivos».
Así lo ha hecho notar Francisco García Olmedo, profesor de la Escuela de Ingenieros Agrónomos de la Universidad Politécnica de Madrid, durante su intervención en el simposio internacional sobre «Plantas y animales transgénicos», celebrado en la Fundación Areces (Madrid, 16 y 17 de marzo). En el Neolítico se produjo «un cambio drástico, de hasta 20.000 genes foráneos en el trigo, el primer alimento transgénico». A partir de entonces, las especies cultivadas dependían del agricultor para existir, puesto que las épocas de plantación y cosecha marcan el ritmo de vida radicalmente, al contrario de lo que sucede en las plantas silvestres.
La tercera revolución verde
Como explica este profesor en La tercera revolución verde (1), la civilización se basa en la agricultura, porque en el pilar de la alimentación encontramos vegetales cultivados. El fundamento de una comunidad viene de la suficiencia -e incluso abundancia- de comida, y las técnicas para obtenerla evolucionan históricamente, marcando el tempo cultural y comercial. Para el profesor García Olmedo, la ingeniería genética aplicada a los cultivos sale al paso de dos problemas que debe resolver la humanidad en el siglo XXI: alimentar a una población en aumento y proteger el medio ambiente.
A finales de este milenio se calcula que hay algo menos de 6.000 millones de personas en el planeta. Aproximadamente un tercio de esa población vive en la India y China, países que están elevando su consumo y adoptando dietas más variadas. En este carrera entre población y alimentación, los cultivos transgénicos introducen un nuevo enfoque: en vez de cultivar más tierras, se puede optar por cultivos que produzcan más contaminando menos y en menos terreno. Además, si cada vez hay más gente, sobre todo en grandes ciudades, es imperativo ahorrar agua en la producción agrícola, donde actualmente se despilfarra.
En este nuevo enfoque, los promotores de los cultivos transgénicos aducen otras ventajas: con los organismos genéticamente modificados disminuiría el uso de fertilizantes químicos, plaguicidas y herbicidas, productos que deterioran el entorno natural. Según las estadísticas de la FAO, en las tres últimas décadas el uso mundial de fertilizantes se ha cuadruplicado. Al mismo tiempo, la tierra global irrigada se ha duplicado hasta alcanzar 263 millones de hectáreas.
De los tanteos a la biotecnología
En los años 50 y 60, el Centro Internacional de Desarrollo del Maíz y el Trigo (CIMMYT), con sede en la Ciudad de México, desarrolló nuevas variedades de semillas que potenciaron la producción de estos cultivos, mejoras conocidas como «la revolución verde». La principal arma del CIMMYT ha sido la proliferación de los cultivos híbridos, cruces infértiles de variedades de una planta. Gracias a la plantación de híbridos, las cosechas han doblado su producción desde 1960, lo que, además, ha traído consigo una reducción de los precios agrícolas. Por otro lado, este aumento de la producción ha conseguido reducir los campos de cultivo; en los Países Bajos hoy se trabaja la quinta parte de terreno que en los años 30. Por cada persona, la cantidad de alimentos en el mundo se ha incrementado al menos un 15%.
La innovación tecnológica de la manipulación genética presenta indudables ventajas respecto al método convencional de cruzamientos (ver servicio 174/97). En ambos casos se trata de incorporar un gen deseado en el genoma de una planta para mejorar algún aspecto (cierta calidad, resistencia a agentes patógenos, etc.). Pero las técnicas de ingeniería genética permiten hacerlo más fácilmente y con más eficacia.
Con estas técnicas no se pretende hoy por hoy mejorar la calidad de los cultivos, sino principalmente variar su sistema inmunológico, de manera que resistan la acción de los herbicidas y de los insectos. Todavía no se comercializan en la Unión Europea variedades cuya principal baza resida en la mayor cantidad de nutrientes. Los tres últimos productos transgénicos que España ha propuesto a la Comisión Europea para que les dé luz verde sólo ofrecen ventajas palpables para los agricultores. Son un tomate con maduración retardada, a fin de que llegue en su punto a los anaqueles del supermercado, y dos algodones de Monsanto (la empresa norteamericana que más batalla en esta polémica): uno tolera el herbicida que fabrica la misma Monsanto y otro resiste a los lepidópteros.
La batalla comercial
Frente a la industria biotecnológica (que en Estados Unidos ocupa 20 millones de hectáreas y produce el 40% de la soja y un tercio del maíz) se enfrentan diversas actitudes, con sus propios intereses. De entrada, existe un riesgo comercial para los países que no han desarrollado este tipo de industria: el 94% de los cultivos transgénicos se encuentran en los EE.UU., Canadá, Australia, Argentina, Uruguay y Chile, conocidos como el Grupo de Miami. Estos países defendieron el libre comercio de tales productos frente a los que pretendían aprobar un Protocolo especial en la fracasada conferencia internacional de Cartagena de Indias el pasado febrero. El principal punto debatido era la necesidad de que los productos transgénicos recibieran luz verde del país importador, regulación que, para la otra parte, era inadmisible conforme a las reglas de la Organización Mundial de Comercio.
Otras reticencias vienen de la Unión Europea, cuyos miembros no adoptan una postura unánime al respecto. Según señaló en el citado simposio Elisa Barahona, representante de Relaciones Internacionales del Ministerio de Medio Ambiente, sólo Austria y Dinamarca muestran abiertamente su negativa a este tipo de alimentos. En tercer lugar, y muy unida a la postura europea, encontramos la campaña liderada por Greenpeace y otros grupos ecologistas radicalmente contrarios a los alimentos transgénicos, bajo el argumento de que pueden dañar la salud humana y el medio ambiente.
Uno de los países donde se ha encrespado más esta polémica es el Reino Unido. Algunos diarios han puesto el nombre de «comida Frankenstein» a este tipo de productos, que no se reducen a grano, sino que también desarrollan fármacos, flores y semillas. Critica el semanario The Economist (20-II-99) la falta de argumentos sólidos contra este tipo de cultivos, y avala las tesis que destacan la reducción en el uso de fertilizantes químicos. «No existen pruebas -dice- de que la tecnología empleada en los organismos genéticamente modificados sea dañina de alguna manera». Elisa Barahona llega a decir que «en ningún cultivo experimental se ha descubierto algo que resulte pernicioso». Harry Griffin, director científico del Instituto Roslin (la cuna de la oveja Dolly), que también asistió al simposio sobre plantas y animales transgénicos, reconoció a Aceprensa que «resulta absurdo rechazar los organismos genéticamente modificados y, a la vez, tolerar la reproducción humana asistida».
¿Peligros para la salud?
En Gran Bretaña, los temores a los alimentos transgénicos se dispararon con un informe que el año pasado hizo público Arpad Pusztai. Este investigador del Instituto Rowett (Escocia) alimentó durante 110 días unas ratas con patatas resistentes a los herbicidas. Los resultados que publicó, sin carácter definitivo, detectaban debilitamiento inmunológico en los roedores. No pudo elaborar informes concluyentes del experimento, porque fue despedido fulminantemente. Se trata del único caso en que se han encontrado indicios de que un determinado alimento modificado puede producir trastornos. Pero esto no significa que las famosas patatas perjudiquen la salud, ni mucho menos que todos estos alimentos sean dañinos.
Precisamente la Comisión Europea ha elaborado, junto con los ministerios nacionales, todo un entramado administrativo que tutela los experimentos y, según los resultados, permite la venta al público. En España existen 124 cultivos de estudio, y sólo dos variedades de soja y maíz cuya comercialización está permitida. La multinacional Novartis ha vendido simiente para plantar 12.000 hectáreas en España, lo que nos convierte en los mayores terratenientes transgénicos de la UE.
Un problema de estas plantaciones es su posible influencia en otros cultivos no transgénicos. Según los estudios realizados, no se han descubierto incompatibilidades, daños ni cualquier peligro en estos cultivos. El discurso de Greenpeace especula con la posibilidad de que, mutatis mutandis, ocurra lo mismo que con el abuso de los antibióticos: que las bacterias y plagas se fortalezcan.
Otro temor se centra en la vecindad de cultivos: cruce de uno transgénico con otro tradicional por la polinización. Según grupos ecologistas, puede desarrollarse un híbrido debilitado. Claro que estos argumentos no son más que hipótesis cuya veracidad han de demostrar los experimentos. Según Barahona, representante de España en la reunión de Cartagena de Indias, la ausencia de compatibilidad sexual entre especies despeja las dudas acerca de los híbridos debilitados.
En el simposio internacional ya mencionado, científicos españoles rechazaron todas las críticas de este tipo y apostaron por el desarrollo de estos cultivos. El profesor García Olmedo restó importancia a las reticencias hacia los alimentos genéticamente modificados, recordando precedentes históricos. «En Europa preferían morirse de hambre antes que comer patatas -explicó en su ponencia-. Tuvo que rumorearse que la patata era afrodisiaca para que, 300 años después de descubrirse, se difundiera su uso, y en Alemania se impuso por ley. Hasta el siglo XX, en la Europa no mediterránea se consideraba tóxico el tomate».
El miedo a lo nuevo
El miedo a lo nuevo se traduce dentro de la UE en una legislación que obliga a las empresas a identificar sus productos transgénicos. Si incluyen (o son susceptibles de incluir) organismos genéticamente modificados, así debe constar en el etiquetado. Nabisco-Artiach y Royal cumplen con esta normativa comunitaria, pero parece lógico pensar que muchas empresas la violan, sobre todo por desconocimiento exacto de los componentes. Pues las compañías estadounidenses mezclan cosecha transgénica y biológica para que en Europa se ignore la naturaleza del alimento.
Los gobiernos europeos, en su pretensión de salvaguardar los intereses de los compradores, han hecho bandera del etiquetado, a fin de que los consumidores sepan en qué se gastan el dinero y qué meten en la cazuela. No en vano, la cadena británica de comercios Marks & Spencer, que cuenta con 286 supermercados en el Reino Unido y factura 2.700 millones de libras al año, ha decidido retirar de sus estanterías este tipo de alimentos, dado el temor que perciben en sus clientes.
Pero, junto al etiquetado, es preciso hacer un buen esfuerzo de información entre el público, para que la aceptación o el rechazo de los alimentos transgénicos se base en razones y datos, no en alarmismos difusos ni en puros intereses comerciales.
La semilla «terminator»
La lógica comercial que acompaña a los avances en biotecnología se manifiesta claramente en un tipo de semilla, desarrollado por la multinacional Monsanto, que ha recibido el nombre de «Terminator». En el patrimonio genético de la planta se inserta un gen esterilizador, productor de una proteína que inhibe la germinación. Las semillas comercializadas se desarrollan y producen la planta de modo normal, pero los granos de segunda generación a los que dan lugar son incapaces de germinar. Si, con la manipulación genética, se ha conseguido dotar a esa semillas de alguna ventaja agronómica, el agricultor deseoso de plantar esta variedad transgénica se verá obligado a comprar nuevas semillas cada año.
Los promotores de la idea se aferran a los derechos de autor de la semilla producida en sus laboratorios. Una especie que incrementa la producción y mejora la ventilación del cultivo, provoca un descenso de la temperatura, optimiza el transporte del dióxido de carbono y consume menos nitrogenados y agua, según los creadores, merece este tipo de protección.
No opinan, lógicamente, lo mismo quienes cada año han de comprar las semillas a las multinacionales de la biotecnología. Para muchos agricultores, esta técnica puede traducirse en una dependencia de la semilla estéril, amén de la posible desaparición de la tradicional.
También el Grupo Consultivo de Investigación Internacional Agrícola, grupo de expertos encargado por el Banco Mundial de gestionar un programa de selección vegetal para los países más pobres, se ha pronunciado en contra de las semillas tipo «Terminator».
El conflicto ya ha empezado en EE.UU. y Canadá, por semillas que no son todavía «Terminator». En febrero, el International Herald Tribune informaba que Monsanto ha denunciado a centenares de agricultores que, al parecer, no habían respetado la clásula de comprar la simiente modificada cada año, en lugar de utilizar semillas procedentes de las anteriores. La multinacional cuenta con investigadores propios, incluso entre los compañeros del campo, para vigilar estas actividades. Cuando «Terminator» esté en el mercado, la vigilancia será superflua.
Los cargos contra los alimentos transgénicos
La modificación genética de las plantas ocurre de modo natural cuando surgen nuevas variedades. Pero que la bioingeniería haga eso mismo a escala industrial, dicen algunos, es como abrir la caja de Pandora. Estas son las principales objeciones que presentan los contrarios a los alimentos transgénicos y las réplicas de los partidarios:
La introducción de genes extraños puede hacer que las plantas sinteticen sustancias venenosas o causantes de alergia.
Respuesta: Las sustancias dañinas para el ser humano son conocidas, y si en un cultivo transgénico apareciese una cuyos efectos se ignoraran, se comprobaría su inocuidad antes de destinar esa planta al consumo humano.
La interacción de los genes nuevos con los naturales podría dar lugar a consecuencias imprevisibles, que una vez desencadenadas, no se podrían parar.
Respuesta: Es muy improbable que los efectos de esa interacción no aparezcan en la fase experimental, en la que se observan numerosas generaciones sucesivas de las variedades creadas.
Los genes que hacen a los cultivos modificados resistentes a los herbicidas o plagas pueden migrar a especies silvestres. Después, los pesticidas podrían eliminar las plantas silvestres no resistentes, dejando sólo las nuevas malas hierbas transgénicas, que no se podrían erradicar e invadirían los campos.
Respuesta: La migración accidental de genes sólo es posible entre plantas similares: el polen de una planta no puede fecundar a otra de una especie distinta. Por tanto, sólo hay que tomar precauciones donde exista una variedad silvestre próxima a un cultivo transgénico. Por ejemplo, en Europa no hay variedades silvestres del maíz, pero la colza usada para producir aceite sí tiene un pariente silvestre.
El uso masivo de cultivos transgénicos puede llevar a la desaparición de los correspondientes naturales. Si después apareciera una plaga que barriera del mapa una variedad transgénica, no podríamos sustituirla.
Respuesta: No hay por qué perder los cultivos actuales no modificados, que -por otra parte- no suelen ser «naturales», sino resultado de muchos cruces. El monocultivo -de plantas transgénicas o no- entraña riesgos conocidos, por lo que se procura evitar.
Con los cultivos transgénicos podría suceder lo que con el abuso de antibióticos: que aparecieran cepas de agentes patógenos resistentes a los medicamentos.
Respuesta: Es muy díficil que una infección que ataque a las plantas se contagie a los seres humanos.
En algunos casos -como en el de la soja- ya es imposible separar lo transgénico de lo que no lo es. Esto supone que los consumidores pierden la libertad de elegir entre los alimentos naturales y los modificados.
Respuesta: Eso es ciertamente un problema, si uno tiene razones para evitar los alimentos transgénicos.
José María Sánchez Galera_________________________(1) Francisco García Olmedo. La tercera revolución verde. Debate. Madrid (1998). 209 págs. 2.400 ptas.